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Vale, a ver, vamos a hablar un poco de... de esto, ¿no? De cómo los médicos piensan, y, bueno, los errores que a veces cometen. Fíjate, ¿eh? Me acuerdo de un caso, una chica joven, un accidente de coche... terrible, ¿eh? La chica llegó al hospital, Sunnybrook, en Toronto, hecha polvo. Múltiples fracturas, por todos lados: tobillo, pie, cadera, cara... ¡uff! Y, bueno, los médicos, ahí, intentando salvarla.
Sunnybrook, este hospital, es importante, ¿eh? Es como... el centro de trauma más grande de Canadá. Empezó ayudando a soldados heridos en la guerra, pero luego, con el tiempo, se especializó en accidentes de tráfico, porque está al lado de una autopista súper transitada. Así que imagínate, ¿no? Un montón de casos graves llegando a diario. Y claro, al final, también terminaron tratando otras cosas, como intentos de suicidio, caídas de ancianos, embarazos complicados... ¡de todo! Un crisol, vamos. Y con tanta gente diferente, pues, claro, a veces los diagnósticos... se complican, ¿no? La gente no viene con una sola cosa.
Y aquí es donde entra Donald Redelmeier, un médico que se especializó en... en revisar los errores de diagnóstico de otros médicos. Sí, sí, ¡como lo oyes! Su trabajo era ver dónde se equivocaban los demás al pensar. Un trabajo delicado, ¿eh? Porque nadie quiere que le digan que se equivocó. Pero bueno, él lo hacía con tacto, por lo que me contaron. La verdad es que es importante, porque antes los médicos eran como... infalibles, ¿no? Nadie cuestionaba lo que decían. Pero ahora, afortunadamente, se está empezando a entender que todos somos humanos y podemos equivocarnos. Los hospitales son como... máquinas complejas para lidiar con la incertidumbre, y donde hay incertidumbre, hay margen para el error.
Es más, ¿sabes qué? En Norteamérica, mueren más pacientes por errores prevenibles en el hospital que por accidentes de tráfico. ¡Qué fuerte, ¿no?! Redelmeier decía que a veces, al trasladar a un paciente de un hospital a otro sin el cuidado adecuado, se le causaba un... un segundo daño, ¿no? Y cosas tan básicas como no lavarse las manos... ¡terrible! De hecho, él mismo hizo un estudio sobre la cantidad de bacterias que hay en los botones de los ascensores de los hospitales. ¡Imagínate! Más que en las tapas de los inodoros, ¿eh?
Pero lo que más le preocupaba a Redelmeier eran los errores de diagnóstico, claro. Porque a veces, los médicos, pues... no se dan cuenta de que la información que les da el paciente no es del todo precisa. O que el paciente dice que se siente mejor, pero en realidad no es así. O que se centran en una cosa y se olvidan de lo demás. Fíjate que él le decía a sus estudiantes que observaran la habitación del paciente cuando no estaba: si estaba ordenada o desordenada, si se había comido toda la comida, si tenía muchas cosas... Detalles que pueden darte pistas sobre lo que le pasa de verdad.
Y otra cosa importante: a veces los médicos se centran tanto en su especialidad que no ven otros problemas que pueda tener el paciente. Y eso puede ser peligroso.
Volviendo al caso de la chica del accidente, ¿te acuerdas? Pues resulta que, además de las fracturas, tenía el corazón que le iba fatal, con arritmias muy raras. Y los médicos, ¿qué hicieron? Pues se enteraron de que la chica había tenido hipertiroidismo, que es una enfermedad que puede causar arritmias, y... ¡eureka! Ya tenían el diagnóstico. Dijeron: "Ah, claro, es por el hipertiroidismo". Y ya estaban a punto de empezar a tratarla para eso.
Pero Redelmeier les dijo: "¡Para, para! Vamos a pensar un poco más. ¿Seguro que es eso? ¿No estamos sacando conclusiones demasiado rápido?". Porque sí, el hipertiroidismo puede causar arritmias, pero no es la causa más común. Y los médicos, muchas veces, no piensan en términos de... de estadística, ¿no? De probabilidades. Redelmeier decía que la mayoría de los médicos piensan que las estadísticas no se aplican a sus pacientes. Como la gente que cree que no se va a divorciar aunque la mitad de los matrimonios acaben así, o la gente que conduce borracha y piensa que no va a tener un accidente.
Así que Redelmeier les pidió que volvieran a pensar en las posibles causas de la arritmia, pero esta vez teniendo en cuenta las estadísticas. Y entonces, ¡bingo! Se dieron cuenta de que la chica tenía los pulmones destrozados, por las fracturas de las costillas. Y claro, eso sí que podía causar la arritmia. Así que se centraron en arreglarle los pulmones, y el corazón volvió a la normalidad. Y al día siguiente, llegó el análisis de tiroides: ¡perfecto! La chica no tenía hipertiroidismo.
Redelmeier decía que este era un caso clásico de... de "heurística de representatividad", que es cuando te viene una idea a la cabeza que parece encajar con lo que estás viendo, y te quedas con ella sin pensar en otras posibilidades. No es que la primera idea siempre sea mala, ¿eh? Pero te hace estar demasiado seguro de que tienes razón. Como cuando ves a alguien con un historial de alcoholismo y que está muy agitado y lo primero que piensas es "Ah, está borracho" y te olvidas de buscar otras cosas. Hay que pensar un poco más.
Redelmeier creció en Toronto, en una casa antigua, con dos hermanos mayores. Él se sentía un poco menos listo que ellos. Además, tenía un problema de tartamudez, que intentaba superar. Y era disléxico, y no era muy bueno en los deportes. Pero, eso sí, era muy bueno en matemáticas, y tenía muy buen carácter. Le gustaba ayudar a los demás, y siempre estaba pendiente de que la gente se sintiera cómoda.
Pero incluso en matemáticas, que se le daban bien, le daba miedo equivocarse. Porque en matemáticas, o aciertas o fallas, no hay medias tintas. Y él sentía que a veces, aunque supiera que iba a equivocarse, no podía evitarlo.
Y quizá por eso le impactó tanto un artículo que leyó cuando tenía 17 años, que le recomendó su profesor de ciencias. Se llamaba "Juicio bajo incertidumbre: heurísticas y sesgos". Un título un poco raro, ¿no? Pero el artículo hablaba de las tres formas en que las personas tomamos decisiones cuando no estamos seguros de nada: la representatividad, la disponibilidad y el anclaje. Y Redelmeier se dio cuenta de que él también cometía esos errores. Como cuando tienes que adivinar la profesión de alguien a partir de una descripción, y aunque sepas que la mayoría de las personas de ese grupo son abogados, piensas que es más probable que sea ingeniero porque la descripción encaja mejor con el estereotipo de ingeniero. O cuando crees que hay más palabras que empiezan con la letra "K" que palabras en las que la "K" es la tercera letra, porque es más fácil recordar las palabras que empiezan con "K".
Lo que le impactó a Redelmeier no fue que la gente se equivoque, sino que los errores son predecibles, sistemáticos y que son parte de nuestra naturaleza. Y el artículo le hizo recordar todos los errores que había cometido él en matemáticas. Y se dio cuenta de que eran los mismos errores que cometía todo el mundo.
Una de las cosas que más le impresionó fue la parte del artículo que hablaba de la "disponibilidad", que es cómo la imaginación influye en nuestros errores. Los autores decían que cuando intentamos predecir los peligros de una expedición, por ejemplo, tendemos a imaginar los peores escenarios posibles. Y si nos imaginamos esos escenarios con detalle, aunque no sean muy probables, pensamos que la expedición es muy peligrosa. Y al revés, si no se nos ocurren peligros, pensamos que la expedición es segura, aunque no lo sea.
Para Redelmeier, esto era como... una revelación. "Era mejor que una película", decía.
Los autores del artículo eran Daniel Kahneman y Amos Tversky, dos psicólogos de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Redelmeier no los conocía, pero se alegró de que sus hermanos tampoco los conocieran. "¡Por fin sé algo que ellos no saben!", pensó. El trabajo de Kahneman y Tversky era como... espiar el funcionamiento de la mente. Como ver los trucos de un mago desde detrás del telón.
Redelmeier siempre había querido ser médico. Le gustaban los médicos de las series de televisión, como el doctor McCoy de "Star Trek" o el doctor Hawkeye Pierce de "M*A*S*H". "Tenía un poco de complejo de héroe", decía. "Pero no era bueno en los deportes, ni en la política, ni en el cine. La medicina era la única forma de ser un héroe".
Pero cuando llegó a la facultad de medicina, se dio cuenta de que los médicos de verdad no se parecían mucho a los de la televisión. Eran muy seguros de sí mismos, a veces incluso arrogantes. Y eso a Redelmeier le chocaba. Él recordaba que no se atrevía a cuestionar las conclusiones de sus profesores, aunque estuvieran equivocadas. Y que a veces, los expertos de diferentes especialidades daban diagnósticos completamente opuestos para el mismo problema.
El problema, para Redelmeier, no era lo que sabían o no sabían los médicos, sino su necesidad de tener certezas, o al menos de aparentarlas. En lugar de enseñar, parecían estar... predicando. "Eran arrogantes", decía Redelmeier. Y no se daban cuenta de que en la medicina hay mucha incertidumbre.
Y la razón por la que no lo admitían era porque admitir la incertidumbre es admitir que te puedes equivocar. Y toda la profesión médica está montada sobre la idea de que son sabios e infalibles. Por ejemplo, cuando un paciente se curaba, el médico siempre se atribuía el mérito, aunque no tuviera pruebas de que su tratamiento hubiera funcionado. "Que un paciente mejore después de que yo le haya tratado no significa que haya mejorado gracias a mí", pensaba Redelmeier. "Muchas enfermedades se curan solas. Y la gente quiere hacer algo cuando se siente mal, así que los médicos se sienten obligados a hacer algo. Y si el paciente mejora, pues ya está, se convencen de que lo que hicieron funcionó, aunque no sea verdad".
Redelmeier también se dio cuenta de que los profesores de la facultad de medicina a menudo se fijaban en los datos superficiales, pero no pensaban en lo que significaban realmente. Por ejemplo, si un anciano con neumonía llegaba al hospital con una frecuencia cardíaca de 75 latidos por minuto, que es lo normal, lo trataban como si todo estuviera bien. Pero la realidad es que muchos ancianos mueren de neumonía, precisamente porque la neumonía es una infección muy grave que hace que el corazón tenga que bombear más rápido para llevar oxígeno a todo el cuerpo. "¡Así que un anciano con neumonía no debería tener una frecuencia cardíaca normal!", decía Redelmeier. "¡Debería tenerla alta!". Si la tiene normal, es porque su corazón está muy mal. Pero la mayoría de los libros de medicina les hacían creer a los médicos que ese síntoma era normal. Y cuando todo parece normal, los expertos se olvidan de pensar.
Por suerte, en esa época estaba empezando a surgir en Toronto un movimiento llamado "medicina basada en la evidencia", que defendía que las decisiones médicas debían basarse en datos científicos, no en la intuición de los expertos. Y cuando se empezaron a analizar los datos con rigor, se descubrió que muchas cosas que se consideraban sabiduría médica eran en realidad errores garrafales. Por ejemplo, cuando Redelmeier entró en la facultad de medicina, en 1980, los médicos solían dar medicamentos a los pacientes con problemas de corazón para controlarles el ritmo cardíaco. Pero siete años después, cuando Redelmeier se graduó, los investigadores descubrieron que los pacientes que tomaban esos medicamentos tenían más probabilidades de morir que los que no los tomaban. Nadie sabía por qué los médicos habían estado usando ese tratamiento durante tanto tiempo, pero los defensores de la medicina basada en la evidencia empezaron a buscar respuestas en los trabajos de Kahneman y Tversky. Era evidente que la intuición de los médicos podía fallar, y que las pruebas científicas debían tenerse en cuenta a la hora de tomar decisiones. Redelmeier era muy sensible a la evidencia. "Empecé a darme cuenta de que había cosas que se estaban ocultando, de que muchas decisiones se tomaban basándose en opiniones de expertos", decía Redelmeier. "Vi errores de diagnóstico causados por sesgos cognitivos, y me di cuenta de que la gente no era consciente de sus propios errores. Y eso me preocupó. Sentía que algo no encajaba".
En el final de su artículo, Kahneman y Tversky señalaban que, aunque los expertos podían evitar algunos de los errores más comunes, seguían siendo propensos a equivocarse, incluso las personas más inteligentes. Como ellos mismos decían: "El juicio intuitivo a menudo lleva a errores sistemáticos en situaciones complejas e inciertas". Redelmeier pensaba que esta idea explicaba por qué incluso los mejores médicos se equivocaban. Él recordaba sus propios errores en matemáticas. "Es lo mismo en medicina", decía. "En matemáticas, compruebas cada paso. Pero en medicina, no. Y si nos equivocamos en matemáticas, que es algo tan preciso, ¿no será que nos equivocamos aún más en otros campos donde no hay respuestas tan claras?". Equivocarse es humano, no hay que avergonzarse. "Ellos describieron las trampas que nos pone la mente al pensar, y explicaron por qué caemos en ellas. Y ahora, el error se puede discutir. No lo niegan, no lo demonizan. Simplemente nos hacen ver que está ahí, que es parte de nosotros".
Pero Redelmeier, como estudiante, no expresaba sus dudas. Él nunca quiso cuestionar la autoridad ni desafiar las normas. "Nunca he sido un rebelde", decía. "Siempre he sido bastante convencional. Respeto la ley, voto en las elecciones, voy a las reuniones del hospital y nunca he tenido problemas con la policía".
En 1985, Redelmeier empezó a trabajar como residente en el hospital de la Universidad de Stanford. Y allí empezó a expresar, poco a poco, sus dudas como médico. Una noche, le mandaron a la unidad de cuidados intensivos para mantener con vida a un joven el mayor tiempo posible para poder "recoger" sus órganos (una forma amable que a él le parecía rara; en Canadá lo llamaban "recuperación de órganos"). El joven, de 21 años, había tenido un accidente de moto y estaba en muerte cerebral.
Era la primera vez que Redelmeier se enfrentaba a la muerte de alguien más joven que él. Había visto morir a ancianos, pero esto era diferente. "Una vida truncada por un accidente", decía. "Si hubiera llevado casco, todo esto se habría evitado". Redelmeier se dio cuenta de lo mal que se le da a la gente juzgar los riesgos. A veces, esos errores pueden ser mortales. Y claro, a veces puedes echar mano de ayudas externas, como obligar a la gente a llevar casco en la moto. Él le decía lo mismo a sus compañeros en Estados Unidos. "¿Qué pensáis los americanos de vuestra libertad?", preguntaba. "¿Libertad para vivir o libertad para morir? Yo no quiero eso. Yo prefiero la 'libertad con restricciones'. Lo importante es vivir". Y sus compañeros le contestaban: "No solo muchos estadounidenses no están de acuerdo contigo, sino que tampoco lo están tus propios colegas médicos". Le contaron que el jefe de cirugía cardíaca de Stanford, Norman Shumway, había participado activamente en la campaña contra la ley que obligaba a llevar casco en moto. "Me quedé alucinado", decía Redelmeier. "¿Cómo puede ser que alguien tan inteligente sea tan estúpido en este tema? Esto demuestra, una vez más, que la gente se equivoca. Y hay que tenerlo en cuenta".
A los 27 años, Redelmeier terminó su residencia en Stanford. Y empezó a desarrollar sus propias ideas, basándose en los trabajos de los dos psicólogos israelíes que había conocido de joven. No sabía a dónde le llevarían esas ideas. Él pensaba que, al volver a Canadá, quizá se iría a trabajar al norte de Labrador. Cuando estaba en la facultad de medicina, había pasado allí un verano trabajando para un pueblo de 500 habitantes. "No tengo una memoria excelente, ni soy especialmente listo", decía. "No creo que vaya a ser un gran médico. Así que si no voy a hacer nada grande, mejor irme a un sitio donde haga falta". De hecho, antes de conocer a Amos Tversky, Redelmeier siempre había pensado que acabaría siendo un médico normal y corriente.
Anticipar los sesgos cognitivos y corregirlos era algo que Redelmeier hacía de forma constante. Él sabía que la memoria no es fiable, así que siempre llevaba una libreta para apuntar sus ideas. Cuando le llamaban por teléfono desde el hospital en mitad de la noche, fingía que la señal era mala para que el residente que le llamaba tuviera que repetir lo que le estaba diciendo. "No puedes quejarte de que los residentes hablan demasiado rápido. Tienes que echarte la culpa a ti mismo: así les ayudas a ellos y te ayudas a ti mismo". Si alguien iba a visitarle a su despacho entre turnos, ponía un temporizador para no olvidarse de sus pacientes. "Me emociono y se me va el tiempo", decía. Y antes de ir a una fiesta, repasaba mentalmente todos los errores que podía cometer. Y cuando tenía que dar una conferencia (algo que le seguía costando por su tartamudez), revisaba la sala con cuidado y ensayaba la presentación varias veces.
Y así llegó la primavera de 1988. Un día normal, para Redelmeier. Dos días después, almorzó con Amos Tversky en el restaurante del club de profesores de Stanford, tal y como habían acordado. Para evitar que nada interrumpiera el almuerzo, cambió su horario de visitas a los pacientes de las seis y media de la mañana a las cuatro y media de la tarde. No solía desayunar, pero ese día lo hizo, para no distraerse con la comida durante el almuerzo. Y como siempre, preparó una lista de temas de conversación para que no hubiera silencios incómodos. No pensaba hablar mucho, eso sí. Su amigo Hal Sox, que también iba a estar en el almuerzo, le dijo: "Escucha y no digas nada. No interrumpas. Calla y escucha". Estar con Amos Tversky, decía Hal Sox, era como "hacer una lluvia de ideas con Albert Einstein. Es una de las personas más brillantes que han existido. No hay nadie como él".
Curiosamente, Amos había escrito su primer artículo sobre medicina con Hal Sox. El artículo surgió de una pregunta que Amos le hizo a Sox: ¿cómo influyen las preferencias de la gente al apostar en la forma de pensar de los médicos y los pacientes? En concreto, Amos le explicó a Hal Sox que, cuando se enfrentan a una ganancia segura y a una ganancia arriesgada (por ejemplo, ganar 100 dólares seguros o arriesgarse a ganar 200 dólares con un 50% de probabilidades), la gente suele elegir la ganancia segura. Lo que importa es tener algo seguro en la mano. Pero cuando se enfrentan a una pérdida segura y a una pérdida arriesgada (por ejemplo, perder 100 dólares seguros o arriesgarse a apostar, con un 50% de probabilidades de no perder nada y un 50% de probabilidades de perder 200 dólares), la gente suele elegir arriesgarse.
Con la ayuda de Amos, Sox y otros dos investigadores médicos diseñaron una serie de experimentos para ver si los médicos y los pacientes actuaban de forma diferente cuando se enfrentaban a una pérdida segura y a una ganancia segura.
El cáncer de pulmón era un buen ejemplo. A principios de la década de 1980, los médicos y los pacientes con cáncer de pulmón tenían dos opciones: la cirugía y la radioterapia. La cirugía tenía más probabilidades de prolongar la vida del paciente, pero también tenía un pequeño riesgo de muerte inmediata, a diferencia de la radioterapia. Cuando los médicos les decían a los pacientes que la cirugía tenía un 90% de probabilidades de éxito, el 82% de los pacientes elegían la cirugía. Pero cuando los médicos les decían que la cirugía tenía un 10% de probabilidades de fracaso (que es lo mismo, pero dicho de otra manera), solo el 54% de los pacientes elegían la cirugía. Lo que importaba no era la probabilidad en sí, sino la forma en que se expresaba. Y los médicos también actuaban así. Sox decía que, después de trabajar con Amos, su visión de su propia profesión había cambiado. "Nunca se había hablado de los problemas cognitivos en medicina", decía. Él se preguntaba cuántos médicos enfatizarían el 90% de éxito en lugar del 10% de fracaso al informar a los pacientes sobre los riesgos de la cirugía, simplemente porque ellos mismos preferían la cirugía.
En ese primer almuerzo, Redelmeier se limitó a escuchar a Sox y a Amos. Aun así, se dio cuenta de varias cosas. Amos tenía los ojos grises y movedizos, y tartamudeaba un poco. Su inglés era bueno, pero tenía un fuerte acento israelí. "Era un poco hiperactivo", decía Redelmeier. "Muy enérgico, no como esos profesores titulares que se relajan. Habló el 90% del tiempo, y todo lo que decía era interesante. Me impresionó que supiera tan poco de medicina y, aun así, tuviera tanta influencia en las decisiones médicas". Amos les hacía preguntas a los dos médicos, sobre todo sobre comportamientos médicos ilógicos. Y Redelmeier se dio cuenta de que, en ese almuerzo, había aprendido más sobre su amigo Hal Sox que en los tres años que llevaban conociéndose. "Amos hizo las preguntas correctas", decía Redelmeier. "No hubo silencios incómodos".
Al final del almuerzo, Amos invitó a Redelmeier a su despacho. Y allí, como había hecho con Hal Sox, empezó a lanzarle ideas sobre el funcionamiento de la mente humana y le pidió que encontrara ejemplos en medicina. Por ejemplo, la "apuesta de Samuelson". La apuesta de Samuelson lleva el nombre del economista Paul Samuelson. Amos explicó que la gente suele rechazar una apuesta en la que tiene un 50% de posibilidades de ganar 150 dólares y un 50% de posibilidades de perder 100 dólares. Pero si les das a esas mismas personas la oportunidad de hacer esa apuesta 100 veces seguidas, la mayoría de ellas aceptan la apuesta. ¿Por qué no hacen lo mismo cuando tienen que tomar una sola decisión? No hay una respuesta clara. Lo que sí es cierto es que, cuantas más veces juegues, menos probabilidades tienes de perder dinero a largo plazo. Pero también es cierto que, cuantas más veces juegues, más dinero puedes perder en total. En fin, después de explicar la paradoja, Amos dijo: "Vamos, Redelmeier, dime si hay algo parecido en medicina".
Redelmeier no tardó en encontrar ejemplos. "En medicina hay un montón de casos parecidos. Me sorprendió que Amos me interrumpiera y empezara a escuchar con atención", dice Redelmeier. Para Redelmeier, la "apuesta de Samuelson" se manifestaba en el doble papel que tienen los médicos. "Los médicos son responsables tanto de sus pacientes individuales como de la sociedad en su conjunto", decía. "El médico atiende a un paciente a la vez. Pero como creador de políticas sanitarias, se enfrenta a todos los pacientes".
Pero esos dos papeles entran en conflicto. Por ejemplo, la forma más segura de tratar a un paciente individual es darle antibióticos. Pero si se abusa de los antibióticos, las bacterias se vuelven resistentes y eso es un desastre para toda la sociedad. Un médico responsable no puede pensar solo en el bienestar de su paciente individual, sino que tiene que tener en cuenta el bienestar de todos los pacientes que puedan sufrir esa enfermedad.
Y el problema es aún mayor que el de las políticas sanitarias. Los médicos se enfrentan una y otra vez a los mismos pacientes. Elegir un tratamiento es como hacer una apuesta, pero no hacen una sola apuesta, sino que hacen la misma apuesta una y otra vez. ¿Actúan de forma diferente cuando tienen que tomar la misma decisión varias veces que cuando tienen que tomar una sola decisión?
Amos y Redelmeier argumentaron en su artículo "Diferencias en la toma de decisiones médicas para individuos y grupos" (publicado en el *New England Journal of Medicine* en abril de 1990) que los médicos actúan de forma diferente cuando tratan a un paciente individual que cuando aplican un protocolo estandarizado a un grupo de pacientes con la misma enfermedad. Hacen pruebas adicionales para evitar problemas innecesarios, pero es menos probable que pregunten a los pacientes si quieren donar sus órganos después de morir. Los médicos están dispuestos a hacer cosas por los pacientes individuales que no estarían dispuestos a hacer en un protocolo general. Admitían que si fuera legal, denunciarían a todos los pacientes que hubieran sido diagnosticados con epilepsia, diabetes u otras enfermedades que pudieran provocarles una pérdida de conciencia repentina al conducir. Pero no lo hacían porque eso perjudicaría a los pacientes. "El resultado demuestra una vez más que existe un conflicto entre el interés del paciente y el interés de la sociedad", escribieron Amos y Redelmeier en una carta al editor del *New England Journal of Medicine*. "Pero también revela una incoherencia en la forma en que los médicos tratan a los individuos y a los grupos. Tenemos que hacer algo al respecto. No tiene sentido elegir un tratamiento para un paciente individual y otro diferente para un grupo de pacientes".
El problema no era si los médicos estaban tratando correctamente a un paciente individual, sino que no podían tratar de forma diferente a los pacientes individuales y a los grupos de pacientes con la misma enfermedad. Ambas opciones podían ser erróneas. Y eso era muy inquietante, al menos para los médicos que escribieron cartas al *New England Journal of Medicine* en respuesta al artículo. "La mayoría de los médicos intentan desesperadamente parecer racionales, científicos y lógicos, pero eso es una gran mentira, o al menos una verdad a medias", decía Redelmeier. "Y nos creemos esa mentira por la esperanza, los sueños y las emociones".
Ese primer artículo de Redelmeier con Amos sentó las bases para su colaboración posterior. Pronto empezaron a reunirse en la casa de Amos, no solo en su despacho, y las reuniones se alargaban hasta la noche. Trabajar con Amos no era trabajo. "Era pura diversión", decía Redelmeier. En el fondo, Redelmeier sabía que aquel hombre podía cambiar su vida. Amos tenía frases geniales que se le quedaron grabadas a Redelmeier:
* La buena ciencia no consiste solo en descubrir lo que otros ya han descubierto, sino en pensar en lo que nadie ha dicho nunca.
* Entre la genialidad y la estupidez hay una línea muy fina.
* Muchos problemas se producen porque la gente se niega a ser obediente cuando debería serlo y no es creativa cuando debería serlo.
* El secreto para ser un investigador de éxito es tener siempre algún interés ajeno a tu profesión. Si no estás dispuesto a dedicar tiempo a tus aficiones, acabarás malgastando tu vida.
* A veces es más fácil cambiar el mundo que demostrar que lo has cambiado.
Redelmeier pensaba que Amos tenía tanto tiempo para él porque él estaba soltero y se contentaba con dedicar a su trabajo las horas que iban desde la medianoche hasta las cuatro de la madrugada. Amos era un tipo raro, pero tenía los mismos problemas que todo el mundo para administrar su tiempo. "Necesitaba ejemplos concretos para sus ideas", decía Redelmeier. "Era muy dogmático sobre algunas cosas, y mi trabajo consistía en encontrar ejemplos concretos en el campo de la medicina". Por ejemplo, Amos sabía que la gente se equivoca al percibir la aleatoriedad. No se dan cuenta de que en un grupo de sucesos aleatorios hay patrones internos. La gente tiene una capacidad asombrosa para encontrar sentido en patrones que no significan nada. Amos le dijo a Redelmeier que en cualquier partido de la NBA, los comentaristas, los aficionados e incluso los entrenadores parecen creer en la existencia del "jugador con racha". Simplemente porque un jugador acaba de encestar una canasta, la gente piensa que es más probable que siga encestando. Amos había recogido datos sobre las canastas de los jugadores de la NBA para ver si existía realmente el "jugador con racha". Y descubrió que no existía. Los jugadores buenos encestan más que los malos, pero el patrón que ven los comentaristas, los aficionados y los propios jugadores es una ilusión. Amos le pidió a Redelmeier que encontrara ejemplos en medicina, para ver si alguien estaba sacando conclusiones erróneas de sucesos aleatorios, como los comentaristas de baloncesto.
Redelmeier no tardó en encontrar una respuesta. En medicina, se cree que el dolor articular está relacionado con los cambios de tiempo. Esta creencia tiene miles de años de antigüedad, y se remonta a los escritos de Hipócrates en el año 400 a. C., donde hablaba de la influencia del viento y la lluvia en las enfermedades. A finales de la década de 1980, los médicos todavía recomendaban a los pacientes con artritis que se mudaran a climas más cálidos.
Después de conocer a Amos, Redelmeier reclutó a un montón de pacientes con artritis, les pidió que describieran su dolor articular y analizó sus descripciones junto con los datos meteorológicos. Y pronto descubrieron que, aunque los pacientes decían que su dolor articular empeoraba o mejoraba con los cambios de tiempo, no había ninguna correlación significativa entre ambos.
Pero no se quedaron ahí. Amos quería saber por qué la gente relacionaba el dolor con el tiempo. Redelmeier entrevistó a varios pacientes a los que ya había demostrado que su dolor no estaba relacionado con el tiempo. Y aparte de uno, todos insistieron en que su dolor sí que estaba relacionado con el tiempo, y recurrieron a ejemplos aleatorios para demostrarlo. Igual que los expertos en baloncesto inventan patrones donde solo hay azar, los pacientes con dolor articular inventan conexiones donde no las hay. "Atribuimos este fenómeno a la coincidencia selectiva", escribieron Amos y Redelmeier en su artículo "Estudios de las creencias sobre el dolor articular y el tiempo", publicado en *Proceedings of the National Academy of Sciences* en abril de 1996. "... Para los pacientes con dolor articular, la coincidencia selectiva hace que busquen cambios de tiempo cuando sienten dolor, pero que presten poca atención al tiempo cuando no sienten dolor. Si un día les duele mucho y el tiempo es malo, es probable que sigan pensando que su dolor está relacionado con el tiempo durante el resto de su vida".
Quizá no hubiera ninguna conexión real con el dolor articular, pero para Redelmeier, su colaboración con Amos sí que presagiaba una conexión real. Amos tenía una comprensión profunda de los errores que cometemos al tomar decisiones en situaciones inciertas, y esas ideas no se habían explorado lo suficiente en medicina. "A veces pensaba que Amos estaba haciendo experimentos preliminares conmigo", decía Redelmeier. "Simplemente quería ver si sus ideas podían aplicarse al mundo real". Redelmeier sentía que la medicina era solo "un arbolito en el vasto bosque de intereses" de Amos. Él y Daniel Kahneman habían investigado otro tipo de comportamiento humano, y se habían dado cuenta de las consecuencias concretas que podían tener los sesgos cognitivos.
Y fue entonces cuando apareció Daniel. A finales de 1988 o principios de 1989, Amos les presentó en su despacho. Y poco después, Daniel llamó por teléfono a Redelmeier y le dijo que también estaba interesado en investigar los procesos de toma de decisiones de los médicos y los pacientes. Daniel tenía una visión diferente. "Cuando me llamó, Daniel estaba trabajando solo", decía Redelmeier. "Quería presentar otra heurística, una heurística que era suya y que no estaba influida por Amos. Era la cuarta heurística, porque tres no eran suficientes".
Un día de verano de 1982 (cuando Daniel llevaba tres años como profesor en la Universidad de Columbia Británica), entró en el laboratorio y anunció una decisión que sorprendió a sus estudiantes de posgrado: a partir de ahora, iban a estudiar la felicidad. Daniel siempre se había preguntado si la gente es capaz de predecir cómo se sentirá después de experimentar algo. Y ahora iba a investigarlo. En concreto, quería explorar la diferencia entre la felicidad que creemos que vamos a sentir y la felicidad que realmente sentimos. Primero, les pediría a los participantes que predijeran cuánta felicidad sentirían si tuvieran que ir al laboratorio todos los días durante una semana para hacer algo que les gustara, como comer un helado o escuchar su canción favorita. Luego, compararía la felicidad que habían predicho con la felicidad que realmente sentían. Y por último, compararía la felicidad que habían sentido con la felicidad que recordaban. Había diferencias importantes que merecían ser exploradas. Cuando tu equipo favorito gana el campeonato del mundo, te sientes muy feliz. Pero seis meses después, ya no te acuerdas. "Durante mucho tiempo no buscó sujetos", decía Dale Miller, un estudiante de Daniel. "Simplemente diseñó el experimento". Daniel pensaba que la gente no era muy buena para predecir su propia felicidad. Y en los pocos experimentos que hizo, demostró que tenía razón. Para la gente que le conocía, era sorprendente que alguien que no parecía muy feliz estuviera revelando los secretos de la felicidad.
Quizá lo que estaba haciendo era sembrar dudas en la mente de la gente que creía saber lo que era la felicidad. En cualquier caso, cuando Amos le presentó a Redelmeier, Daniel ya se había marchado de la Universidad de Columbia Británica y se había ido a la Universidad de California en Berkeley. Y su interés se había desplazado de la felicidad al dolor. Ahora no solo quería explorar la diferencia entre la felicidad que esperamos sentir y la que realmente sentimos, sino también la diferencia entre el dolor que sentimos y el que recordamos. ¿Qué significa si la gente hace predicciones sobre el dolor que pueden causar algunas cosas que no coinciden con el dolor que realmente experimentan? ¿Qué significa si los recuerdos del dolor son diferentes del dolor real? Daniel pensaba que significaba algo importante. La mayoría de las vacaciones son una mezcla de cosas buenas y malas, pero cuando volvemos a casa solo hablamos de lo bueno. Y cuando una relación termina mal, recordamos todo lo malo. No es que hayamos experimentado más felicidad o más desgracia, sino que lo que experimentamos y lo que recordamos son cosas diferentes.
Cuando conoció a Redelmeier, Daniel ya había empezado a hacer experimentos en su laboratorio en Berkeley. Les pedía a los participantes que metieran el brazo en un cubo de agua helada y que experimentaran dos experiencias dolorosas diferentes. Luego les pedía que eligieran la experiencia que preferirían repetir. Y descubrió algo interesante: el dolor que recordaban no era el mismo que el que habían sentido. Recordaban los momentos más dolorosos y, sobre todo, recordaban el momento en que terminaba el dolor, pero no recordaban la duración total del dolor. Si les hacías meter el brazo en agua helada durante tres minutos y luego, en el cuarto minuto, subías un poco la temperatura del agua antes de sacarles el brazo, preferían esa experiencia a la de meter el brazo en agua helada durante tres minutos y sacárselo cuando el dolor estaba en su punto álgido. Y si les dabas la oportunidad de repetir una de las dos experiencias, elegían la primera. Así que una experiencia dolorosa era más aceptable si terminaba mejor, aunque durara más.
Daniel quería que Redelmeier encontrara ejemplos en medicina del "pico final", como él llamaba a ese fenómeno. Y Redelmeier no tardó en encontrar un montón de ejemplos: las colonoscopias. A finales de la década de 1980, la gente tenía mucho miedo a las colonoscopias. Era un procedimiento muy incómodo, y nadie quería repetirlo. En 1990, 60.000 personas morían de cáncer de colon cada año en Estados Unidos. Muchas de ellas podrían haberse salvado si se hubieran hecho una colonoscopia a tiempo. Una de las razones por las que el cáncer de colon no se detectaba hasta que era demasiado tarde era que la gente recordaba la primera colonoscopia como algo muy desagradable, y se negaba a repetirla. ¿Era posible cambiar sus recuerdos para que olvidaran lo peor del procedimiento?
Para responder a esa pregunta, Redelmeier hizo un experimento con casi 700 personas durante un año. En una parte de los pacientes, el médico sacaba el colonoscopio inmediatamente después de terminar el