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A ver, a ver... ¿por dónde empiezo? Ah, sí. Miren, si uno se obsesiona demasiado con los microorganismos que nos rodean, pues igual no es lo más sano, ¿eh? Por ejemplo, el químico francés, el microbiólogo Louis Pasteur, era tan, tan cuidadoso con esto, que, imagínense, ¡usaba una lupa para examinar cada plato que le ponían enfrente! Claro, con esa costumbre, pues normal que la gente dejara de invitarlo a cenar, ¿no?
Pero bueno, tampoco hace falta volverse loco y evitar las bacterias a toda costa. La verdad es que, queramos o no, siempre estamos rodeados de ellas, ¡pero rodeados a un nivel que ni nos imaginamos! Incluso si eres una persona súper sana y que se preocupa por la higiene, tienes, así a ojo, ¡un billón de bacterias comiendo en tu piel! Sí, sí, un billón. Eso son como 100.000 bacterias por centímetro cuadrado. Y ahí están, venga a comerse las miles de millones de escamas de piel que se te caen cada día, más la grasita que sale de los poros, y los minerales... ¡Un festín! Somos como un buffet libre con calefacción y servicio a domicilio para ellas. Y claro, para agradecérnoslo, pues nos regalan el olor corporal.
Y eso es solo en la piel, ¿eh? Porque luego tienes otros billones de bacterias metidas en el intestino, en las fosas nasales, pegadas al pelo, a las pestañas, nadando en los ojos, haciendo agujeros en las encías... El sistema digestivo solo ya alberga más de 100 billones de bacterias, de por lo menos 400 especies diferentes. Algunas descomponen el azúcar, otras procesan el almidón, otras se dedican a atacar a otras bacterias... Y luego hay muchas que parece que no hacen nada, como la omnipresente *Treponema intestinale*. Parece que solo les gusta estar ahí, contigo. Piensen que un cuerpo humano tiene como 100 billones de células, pero es el hogar de ¡1.000 billones de células bacterianas! O sea, las bacterias son una parte importantísima de nosotros. Bueno, claro, desde el punto de vista de ellas, nosotros somos una parte muy, muy pequeña de ellas.
Y es que, claro, nosotros, los humanos, somos grandes, somos inteligentes, tenemos antibióticos, desinfectantes... y nos creemos que estamos a punto de extinguir a las bacterias. ¡Pues nada de eso! Las bacterias igual no construyen ciudades ni tienen vida social interesante, pero van a estar aquí cuando el sol explote. Este es su planeta, y estamos aquí porque ellas nos dejan.
No olvidemos que las bacterias llevan miles de millones de años viviendo sin nosotros. Y nosotros, sin ellas, no duraríamos ni un día. Son ellas las que procesan nuestros residuos, las que los transforman para que sean útiles otra vez. Sin su trabajo incansable, nada se pudriría. Ellas purifican el agua, hacen que la tierra sea fértil. Sintetizan las vitaminas en nuestro intestino, convierten lo que comemos en azúcares y polisacáridos útiles, y luchan contra las bacterias invasoras que se cuelan en nuestro sistema digestivo.
Dependemos totalmente de las bacterias para capturar el nitrógeno del aire y convertirlo en nucleótidos y aminoácidos que nos sirven a nosotros. ¡Una pasada! Margulis y Sagan decían que para hacer lo mismo industrialmente, por ejemplo, para fabricar fertilizantes, las fábricas tienen que calentar las materias primas a 500 grados Celsius y someterlas a una presión 300 veces superior a la atmosférica. ¡Y las bacterias lo hacen tranquilamente! Menos mal, porque si no fueran ellas las que transportan el nitrógeno, pues los organismos grandes no podríamos sobrevivir. Y además, importantísimo, las bacterias nos proporcionan constantemente el aire que respiramos y mantienen la atmósfera estable. Las bacterias, incluyendo las cianobacterias modernas, son las que producen la mayor parte del oxígeno respirable de la Tierra. Las algas y otros microorganismos marinos liberan como 150.000 kilómetros cúbicos de este gas al año. ¡Una barbaridad!
Y es que, además, las bacterias se reproducen a una velocidad increíble. Las más activas pueden generar una nueva generación en menos de 10 minutos. La bacteria *Clostridium perfringens*, que es la que causa la gangrena gaseosa, se reproduce en solo 9 minutos, y luego empieza a dividirse otra vez. A esta velocidad, en teoría, una sola bacteria podría generar más descendientes en dos días que protones hay en el universo. Christian de Duve, bioquímico belga y premio Nobel, decía que "si se le dan los nutrientes necesarios, una sola célula bacteriana puede producir 280 trillones de individuos en un día". En ese mismo tiempo, una célula humana solo se divide una vez, más o menos.
Aproximadamente cada millón de divisiones, aparece una mutación. Normalmente, esto es algo malo para la mutante, porque los cambios suelen ser peligrosos para los seres vivos. Pero, de vez en cuando, una nueva bacteria resulta tener alguna ventaja, por ejemplo, la capacidad de resistir o deshacerse de los antibióticos. Y con esta capacidad, pues puede aparecer otra ventaja aún más aterradora. Las bacterias pueden compartir información, cualquier bacteria puede recibir fragmentos de código genético de cualquier otra. Margulis y Sagan decían que, en realidad, todas las bacterias están nadando en la misma piscina genética. En el universo bacteriano, un cambio adaptativo que ocurre en un lugar se extiende rápidamente a cualquier otro. Es como si los humanos pudiéramos obtener de los insectos el código genético necesario para que nos salieran alas o para caminar por el techo. Genéticamente hablando, esto significa que las bacterias son como un súper organismo: pequeño, disperso, pero invencible.
Es que, vamos a ver, da igual lo que tú escupas, gotees o derrames, las bacterias casi siempre pueden vivir y reproducirse ahí. Solo necesitan un poco de humedad, por ejemplo, si pasas un trapo húmedo por un mueble, pues ya está, ahí empiezan a proliferar, como de la nada. Pueden corroer la madera, el pegamento del papel pintado, los metales del esmalte... Unos científicos australianos descubrieron una bacteria llamada *Acidithiobacillus ferrooxidans* que vive en ácido sulfúrico tan concentrado que puede disolver metales. ¡Es más, no pueden vivir sin él! Y también se ha encontrado una bacteria llamada *Deinococcus radiodurans* que vive feliz en los tanques de residuos de las centrales nucleares, comiéndose el plutonio y otros restos. Algunas bacterias descomponen sustancias químicas de las que, que sepamos, no sacan ningún provecho.
También hemos encontrado bacterias viviendo en charcos hirviendo, en piscinas de sosa cáustica, en las profundidades de las rocas, en el fondo del mar, en las piscinas de agua helada escondidas en los Valles Secos de McMurdo, en la Antártida, y a 11 kilómetros de profundidad en el Pacífico, donde la presión es 1.000 veces mayor que en la superficie, el equivalente a estar aplastado bajo 50 aviones jumbo. Algunas bacterias parecen ser realmente indestructibles. La revista *The Economist* decía que el *Deinococcus radiodurans* es "prácticamente inmune a la radiación". Si irradias su ADN, los fragmentos se vuelven a juntar casi inmediatamente, "como las extremidades que salen volando por todas partes de un muerto viviente en una película de terror".
Y quizá el organismo más resistente descubierto hasta la fecha sea el *Streptococcus mitis*, que sobrevivió durante dos años en la Luna dentro de la lente cerrada de una cámara fotográfica y luego volvió a la vida. Vamos, que hay muy pocos ambientes en los que las bacterias no puedan sobrevivir. Una científica llamada Victoria Bennett me dijo que "han metido sondas en respiraderos hidrotermales hirviendo en el fondo del mar y, aunque la sonda casi se derrite, ¡ahí siguen las bacterias!".
En los años 20, dos científicos de la Universidad de Chicago, Edson Bastin y Frank Greer, anunciaron que habían aislado bacterias que vivían a 600 metros de profundidad en pozos de petróleo. Esta idea se consideró una locura, porque se pensaba que a esa profundidad no podía vivir nada. Durante 50 años se creyó que sus muestras estaban contaminadas con bacterias de la superficie. Pero ahora sabemos que hay un montón de microorganismos viviendo en las profundidades de la Tierra, muchos de ellos sin ninguna relación con el mundo orgánico común. Se comen las rocas, bueno, más bien lo que hay en las rocas: hierro, azufre, manganeso, etc. Y también respiran cosas raras: hierro, cromo, cobalto, incluso uranio. Se cree que este proceso podría haber influido en la concentración de metales preciosos como el oro y el cobre, y probablemente también en el almacenamiento de petróleo y gas natural. Incluso hay quien piensa que, con este trabajo incansable de masticar lentamente, han creado la corteza terrestre.
Hoy en día, algunos científicos creen que podría haber hasta 100 billones de toneladas de bacterias viviendo bajo nuestros pies, en lo que se conoce como "ecosistema microbiano litótrofo subterráneo", o SLIME, por sus siglas en inglés. Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, calcula que si sacáramos todas las bacterias del interior de la Tierra y las amontonáramos en la superficie, podríamos cubrir el planeta con una capa de 15 metros de profundidad, ¡como un edificio de cuatro pisos! Si esta estimación es correcta, podría haber más vida bajo la superficie de la Tierra que sobre ella.
En las profundidades de la Tierra, los microorganismos se hacen más pequeños y más perezosos. Los más activos igual no se dividen ni una vez por siglo, y algunos tardan hasta 500 años. *The Economist* decía que "la clave para la longevidad parece ser no hacer nada". Cuando las cosas se ponen muy feas, las bacterias apagan todos sus sistemas y esperan a que vengan tiempos mejores. En 1997, unos científicos consiguieron reactivar unas células de ántrax que llevaban 80 años durmiendo en un museo de Trondheim, en Noruega. Y al abrir una lata de conservas de 118 años y una botella de cerveza de 166 años, algunos microorganismos volvieron a la vida al instante. En 1996, unos científicos de la Academia de Ciencias de Rusia afirmaron haber revivido unas bacterias que llevaban 3 millones de años congeladas en el permafrost siberiano. Y hasta ahora, el récord de resistencia lo tienen Russell Vreeland y sus colegas de la Universidad de West Chester, en Pensilvania, que en el año 2000 anunciaron que habían despertado unas bacterias de 250 millones de años llamadas *Bacillus permians*. Estas bacterias llevaban todo ese tiempo atrapadas en una capa de sal a 600 metros de profundidad bajo Carlsbad, Nuevo México. Si esto es cierto, estos microorganismos son más antiguos que los continentes.
Claro, este informe fue recibido con escepticismo, y es comprensible. Muchos bioquímicos creen que, durante tanto tiempo, los componentes de las bacterias se degradarían y dejarían de funcionar, a menos que las bacterias se despertaran de vez en cuando. Pero incluso si las bacterias se despertaran de vez en cuando, la energía que tienen dentro no podría durar tanto tiempo. Los científicos más escépticos creen que las muestras podrían estar contaminadas, si no durante la recolección, pues al estar enterradas bajo tierra. En 2001, un grupo de la Universidad de Tel Aviv, en Israel, argumentó que el *Bacillus permians* era casi idéntico a una bacteria moderna llamada *Bacillus marismortui*, que se encuentra en el Mar Muerto. Solo diferían en dos secuencias genéticas, y solo un poco.
"¿Debemos creer", escribieron los investigadores israelíes, "que la cantidad de cambios genéticos que el *Bacillus permians* acumuló en 250 millones de años se pueden lograr en el laboratorio en solo 3-7 días?". Vreeland respondió: "Las bacterias evolucionan más rápido en el laboratorio que en la naturaleza".
Puede ser.
Hasta la era espacial, la mayoría de los libros de texto escolares seguían dividiendo el mundo biológico en dos categorías: plantas y animales. ¡Una cosa increíble! Los microorganismos apenas se mencionaban. Las amebas y otros organismos unicelulares se consideraban animales primitivos, y las algas se consideraban plantas primitivas. Las bacterias a menudo se mezclaban con las plantas, aunque todo el mundo sabía que no eran plantas. Ya a finales del siglo XIX, el naturalista alemán Ernst Haeckel había propuesto que las bacterias debían pertenecer a un reino aparte, que él llamó "moneras". Pero esta idea no fue aceptada por los biólogos hasta la década de 1960, y solo por algunos.
La clasificación tradicional tampoco servía para muchos microorganismos del mundo visible. Los hongos, que abarcan setas, mohos, levaduras y bejines, casi siempre se consideraban plantas, pero en realidad casi nada de su forma de reproducirse, respirar y crecer coincide con el reino vegetal. Estructuralmente, tienen más en común con los animales, porque construyen sus células con quitina. Este material tiene una textura inconfundible. El caparazón de los insectos y las uñas de los mamíferos están hechos de este material, aunque el escarabajo ciervo no sabe tan bien como una seta. Y sobre todo, a diferencia de todas las plantas, los hongos no realizan la fotosíntesis, por lo que no tienen clorofila y no son verdes. Al contrario, crecen comiendo directamente. Y comen casi de todo. Los hongos pueden corroer el azufre de las paredes de hormigón o la materia en descomposición entre los dedos de los pies, cosas que las plantas no pueden hacer. Casi la única característica vegetal que tienen es que tienen raíces.
Y la clasificación es aún menos útil para un grupo particular de microorganismos, que antes se llamaban mohos mucilaginosos y que ahora se conocen más a menudo como mixomicetos. Su anonimato se debe, sin duda, a su nombre. Si el nombre sonara más dinámico, por ejemplo, "protoplasma móvil autoactivado", en lugar de sonar como algo que encontrarías metiendo la mano en lo más profundo de una alcantarilla, esta entidad extraordinaria seguramente recibiría inmediatamente la atención que merece, porque los mixomicetos son sin duda uno de los microorganismos más interesantes de la naturaleza. Cuando las cosas van bien, existen de forma independiente como células individuales, muy parecidas a las amebas. Pero cuando las condiciones se ponen difíciles, se arrastran hasta concentrarse en un lugar central y, casi milagrosamente, se convierten en una babosa. La babosa no es muy bonita ni se mueve mucho, normalmente solo sube desde la base de un montón de hojas hasta la parte superior, donde está más expuesta, pero durante millones de años, esto probablemente ha sido el truco más ingenioso del universo.
Pero la cosa no acaba ahí. Después de subir a un lugar más favorable, los mixomicetos cambian de aspecto una vez más y adoptan una forma vegetal. Mediante un proceso maravilloso y ordenado, las células cambian de forma, como una pequeña banda en marcha, y extienden un tallo con una yema en la parte superior, llamada "cuerpo fructífero". El cuerpo fructífero contiene millones de esporas. En el momento oportuno, las esporas se dispersan con el viento, se convierten en microorganismos unicelulares y empiezan a repetir el proceso.
Durante muchos años, los mixomicetos fueron clasificados como protistas por los zoólogos y como hongos por los micólogos, aunque la mayoría de la gente se daba cuenta de que en realidad no pertenecían a ninguno de los dos grupos. Cuando se inventó la prueba genética, los investigadores se sorprendieron al descubrir que los mixomicetos son tan diferentes, tan extraños, que no tienen ninguna relación directa con nada más en la naturaleza, y a veces ni siquiera entre sí.
En 1969, para poner orden en una clasificación que cada vez era más deficiente, un ecólogo de la Universidad de Cornell llamado R.H. Whittaker propuso en la revista *Science* que los seres vivos se dividieran en cinco partes principales, los llamados "reinos": el reino animal, el reino vegetal, el reino de los hongos, el reino de los protistas y el reino de las moneras. El reino de los protistas había sido propuesto originalmente por el biólogo escocés John Hogg para describir cualquier organismo que no fuera ni planta ni animal.
Aunque el nuevo esquema de Whittaker era una gran mejora, el significado del reino de los protistas seguía sin estar bien definido. Algunos taxónomos reservaron este nombre para los grandes microorganismos unicelulares, las células eucariotas, pero otros lo utilizaron como un cajón de sastre para meter cualquier cosa que no encajaba en ningún otro sitio, incluyendo (dependiendo de la fuente que consultes) mixomicetos, amebas e incluso algas. Algunos calculan que incluye hasta 200.000 organismos diferentes. ¡Un montón de calcetines sueltos!
Irónicamente, justo cuando la clasificación de Whittaker en cinco reinos empezaba a aparecer en los libros de texto, un investigador sensato de la Universidad de Illinois estaba a punto de completar un descubrimiento que desafiaría todo. Se llamaba Carl Woese y llevaba estudiando en secreto la coherencia genética de las bacterias desde la década de 1960, o sea, desde que fue posible hacer algo así. En aquellos primeros años, era un proceso muy laborioso. Estudiar una bacteria podía llevar un año entero. Woese decía que entonces solo se conocían unas 500 especies de bacterias. Menos que las que tienes en la boca. Hoy en día, el número es unas 10 veces mayor, aunque todavía está muy lejos de las 26.900 especies de algas, las 70.000 de hongos y las 30.800 de amebas y microorganismos relacionados. La historia de la biología está llena de ellos.
El escaso número total de bacterias no se debía solo a la falta de interés. El trabajo de aislar y estudiar las bacterias podía ser muy difícil, solo alrededor del 1% podía reproducirse mediante cultivo. Teniendo en cuenta su gran capacidad de adaptación en el medio natural, era muy extraño que hubiera un lugar en el que no parecían querer vivir: la placa de Petri. Si pones bacterias en agar, por mucho que las mimes, la mayoría se quedan ahí sin querer reproducirse. Cualquier bacteria que se reproduzca en el laboratorio es solo una excepción, y casi todas las que se reproducen son las que estudian los microbiólogos. Woese decía que era "como visitar un zoológico mientras aprendes sobre los animales".
Sin embargo, gracias al descubrimiento de los genes, Woese pudo estudiar los microorganismos desde otro punto de vista. Durante su investigación, se dio cuenta de que el mundo microbiano podía dividirse en partes aún más básicas, que muchos microorganismos parecían bacterias, se comportaban como bacterias, pero en realidad eran algo completamente diferente, algo que se había separado de las bacterias hacía mucho tiempo. Woese llamó a estos microorganismos arqueobacterias.
Las características que distinguen a las arqueobacterias de las bacterias solo entusiasman a los biólogos. La mayoría se manifiestan en las diferentes lípidos y en la falta de algo llamado peptidoglicano. Pero en realidad, esto supone una diferencia enorme. Las arqueobacterias son tan diferentes de las bacterias como tú y yo lo somos de un cangrejo o una araña. Woese descubrió por sí solo una clase desconocida de vida básica. Estaba por encima del nivel de "reino", en lo que se conoce con bastante respeto como la cima del mundo de la vida.
En 1976, rediseñó el árbol de la vida, incluyendo no 5 sino 23 "ramas" principales, lo que sorprendió al mundo, o al menos a la pequeña parte del mundo que se preocupaba por ello. Agrupó estas ramas en tres nuevas categorías principales que él llamó "dominios": bacterias, arqueobacterias y eucariotas. La nueva organización era así: bacterias: cianobacterias, bacterias púrpuras, bacterias grampositivas, bacterias verdes no sulfurosas, flavobacterias y termotogas, etc.; arqueobacterias: arqueobacterias halófilas; eucariotas: microsporidios, tricomonas, flagelados, entamebas, mixomicetos, ciliados, plantas, hongos y animales, etc.
La nueva clasificación de Woese no fue un bombazo en el mundo de la la biología. Algunos desdeñaron su sistema, diciendo que estaba demasiado sesgado hacia los microorganismos. Muchos lo ignoraron por completo. Francis Ashcroft decía que Woese "se sintió muy decepcionado". Pero su nuevo esquema fue aceptado gradualmente por los microbiólogos. Los botánicos y zoólogos tardaron mucho más en ver sus ventajas. La razón es fácil de entender, según el modelo de Woese, los reinos vegetal y animal estaban colgados de unas pocas ramitas en la ramificación más externa de la rama principal de las células eucariotas. Aparte de eso, todo lo demás eran organismos unicelulares.
"Esta gente siempre ha clasificado basándose en las similitudes y diferencias morfológicas", decía Woese en una entrevista de 1966, "a mucha gente le cuesta aceptar la idea de clasificar según el orden molecular". En resumen, si no ven la diferencia con sus propios ojos, no les gusta. Por lo tanto, se aferran a la clasificación de los cinco reinos más común. Woese dijo de esta organización, cuando estaba de buen humor, que era "poco útil", y más a menudo que "desorienta por completo". "Al igual que la física antes", escribía Woese, "la biología ha llegado a un nivel en el que los objetos y las interacciones relevantes a menudo no se pueden ver mediante la observación directa".
En 1998, el gran zoólogo de Harvard Ernst Mayr (que entonces tenía 94 años; cuando escribí este libro, tenía casi 100 años y seguía fuerte) se encargó de sembrar el caos aún más, declarando que la vida solo debía dividirse en dos categorías principales, lo que él llamaba "imperios". Mayr decía en un artículo publicado en *Proceedings of the National Academy of Sciences* que el descubrimiento de Woese era interesante, pero absolutamente incorrecto, y señalaba que "Woese no ha recibido formación como biólogo y no está familiarizado con los principios de la clasificación, lo cual es muy natural". Que un científico destacado hiciera un comentario así sobre otro equivalía a decir que esa persona no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
El resumen del contenido específico de los comentarios de Mayr es muy técnico, incluyendo el comportamiento meiótico, la cladística henniana y una interpretación controvertida del genoma de *Methanopyrus kandleri*, pero básicamente, creía que la organización de Woese desequilibraba el árbol de la vida. Mayr señalaba que el reino microbiano solo constaba de unos pocos miles de especies, mientras que las arqueobacterias solo tenían 175 muestras nombradas, y quizá unos pocos miles sin descubrir, "pero no muchas más". Mientras que el reino de los eucariotas, o sea, los organismos complejos con células con núcleo como nosotros, tenía millones. En vista del "principio de equilibrio", Mayr defendía agrupar los microorganismos simples en una clase llamada "procariotas" y agrupar el resto de los organismos más complejos y "muy evolucionados" en "eucariotas", en igualdad de condiciones que los procariotas. En otras palabras, defendía mantener la clasificación anterior en general. La diferencia entre las células simples y las complejas radica en el "gran avance del mundo biológico".
Si algo hemos aprendido del nuevo esquema de Woese, es que la vida es realmente diversa y que la mayoría son pequeños organismos unicelulares con los que no estamos familiarizados. Es natural pensar involuntariamente que la evolución es un largo proceso de mejora continua, un proceso que avanza eternamente hacia algo más grande y complejo, en una palabra, hacia nosotros. Nos estamos adulando a nosotros mismos. En la evolución, las diferencias reales siempre han sido muy pequeñas en la mayoría de los casos. Que hayamos aparecido bichos grandes como nosotros es una mera casualidad, una parte secundaria interesante. De las 23 formas de vida principales, solo 3, plantas, animales y hongos, son lo suficientemente grandes como para ser visibles a simple vista. Incluso entre ellas, algunas especies son muy pequeñas. Woese decía que, incluso si sumas toda la biomasa de las plantas, incluyendo todas las plantas, los microorganismos representan al menos el 80% del total, quizá más. El mundo pertenece a los organismos muy pequeños, y así ha sido durante mucho tiempo.
Por lo tanto, en algún momento de la vida, te preguntarás por qué los microorganismos quieren hacernos daño con tanta frecuencia. ¿Qué ventaja sacan los microorganismos al darnos fiebre, o escalofríos, o llenarnos de pústulas, o matarnos al final? Al fin y al cabo, un huésped muerto no suele ofrecer un entorno adecuado a largo plazo.
En primer lugar, debemos recordar que la mayoría de los microorganismos son inofensivos para la salud humana, e incluso beneficiosos. El organismo más contagioso de la Tierra, una bacteria llamada *Wolbachia*, no daña en absoluto a los humanos, o mejor dicho, no daña en absoluto a ningún otro vertebrado. Pero si eres un camarón, un gusano o una mosca de la fruta, desearías no haber nacido. Según *National Geographic*, en general, solo una de cada 1.000 especies de microorganismos es patógena para los humanos, aunque sabemos que algunos hacen cosas malas, es lo suficientemente creíble como para pensarlo. Aunque la mayoría de los organismos son inofensivos, los microorganismos siguen siendo la tercera causa de muerte en el mundo occidental, aunque muchos no nos matan, pero nos hacen arrepentirnos profundamente de haber venido a este mundo.
Causar molestias al huésped tiene alguna ventaja para los microorganismos. Los síntomas a menudo facilitan la propagación de las bacterias. Los vómitos, los estornudos y la diarrea son buenas formas para que las bacterias abandonen un huésped y se preparen para ocupar otro. La forma más eficaz es encontrar un tercero en movimiento que ayude. A los microorganismos infecciosos les encantan los mosquitos, porque las picaduras de los mosquitos pueden enviarlos directamente al torrente sanguíneo, y pueden empezar a trabajar inmediatamente antes de que el sistema de defensa de la víctima averigüe lo que le está atacando. Por lo tanto, muchas enfermedades de categoría A, como la malaria, la fiebre amarilla, el dengue, la encefalitis y más de 100 otras enfermedades menos conocidas y a menudo muy graves, empiezan con una picadura de mosquito. Para nuestra suerte, el mediador del SIDA, el virus de la inmunodeficiencia humana, no está entre ellos, al menos por ahora. El virus de la inmunodeficiencia humana que los mosquitos ingieren durante la picadura es descompuesto por el propio metabolismo del mosquito. Si algún día ese virus consigue superar esto, lo vamos a pasar muy mal.
Sin embargo, es un error pensar las cosas lógicamente hasta el más mínimo detalle, porque los microorganismos obviamente no son seres muy astutos. No les importa lo que te hagan, al igual que a ti no te importa el sufrimiento que causa a millones de microorganismos cuando te duchas con jabón o te pones desodorante. Para los patógenos, también es importante tener en cuenta su propia seguridad continua al acabar contigo. Si no consiguen trasladarse a otro huésped antes de aniquilarte, es muy probable que mueran ellos mismos. Jared Diamond señala que hay muchas enfermedades en la historia que "una vez se propagaron terriblemente por todas partes, y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían aparecido". Puso el ejemplo de la fiebre sudorosa, que fue terrible y afortunadamente breve, que se extendió por Inglaterra entre 1485 y 1552, causando la muerte de miles de personas, y luego también quemó a los propios gérmenes. Para cualquier bacteria infecciosa, ser demasiado eficaz no es algo bueno.
Gran parte de las enfermedades no están causadas por lo que te hacen los microorganismos, sino por lo que tu cuerpo quiere hacerles a los microorganismos. Para librar tu cuerpo de patógenos, tu sistema inmunitario a veces destruye células o daña tejidos importantes. Por lo tanto, cuando tu cuerpo no está bien, lo que sientes a menudo no son los patógenos, sino la reacción que produce tu propio sistema inmunitario. Estar enfermo es precisamente una respuesta perceptible a una infección. Los pacientes se quedan en la cama, lo que reduce la amenaza para más personas.
Debido a la gran cantidad de cosas que pueden dañarte, tu cuerpo posee una gran cantidad de glóbulos blancos diferentes, unos 10 millones en total, cada uno con la función de identificar y eliminar un invasor específico. Es imposible e ineficiente mantener 10 millones de ejércitos de reserva diferentes al mismo tiempo, por lo que solo unos pocos centinelas de cada tipo de glóbulo blanco están en servicio activo. En cuanto un agente infeccioso, el llamado antígeno, invade, los centinelas relevantes reconocen al invasor y solicitan refuerzos. Es posible que te encuentres mal cuando tu cuerpo está produciendo ese ejército. Y cuando ese ejército finalmente entra en combate, empieza la recuperación.
Los glóbulos blancos son implacables, persiguen a todos los patógenos que encuentran hasta que los eliminan por completo. Para evitar la aniquilación, los atacantes tienen dos estrategias básicas. O bien atacan rápidamente y luego se trasladan a un nuevo huésped, como ocurre con las enfermedades infecciosas comunes como el resfriado común, o bien se disfrazan para que los glóbulos blancos no puedan reconocerlos, como el virus de la inmunodeficiencia humana que causa el SIDA. Este virus puede permanecer inofensivamente en el núcleo de las células durante años sin ser detectado, y luego de repente entra en acción.
Las infecciones tienen muchos aspectos extraños. Uno de ellos es que algunos microorganismos, que normalmente son completamente inofensivos, a veces entran en partes del cuerpo en las que no deberían estar, en palabras de Brian Marsh, especialista en enfermedades infecciosas del Dartmouth-Hitchcock Medical Center de Líbano, Nuevo Hampshire, "como si se volvieran locos". "Esto siempre ocurre cuando hay un accidente de coche y alguien sufre heridas internas. Los microorganismos que normalmente son inofensivos en el estómago entran en otras partes del cuerpo, como el torrente sanguíneo, y causan graves daños".
Hoy en día, la enfermedad más rara e incontrolable causada por bacterias es una fascitis necrosante que puede causar la muerte. Las bacterias devoran los tejidos internos, dejando un residuo tóxico en forma de pasta, y prácticamente se comen al paciente desde dentro hacia fuera. Al principio, el paciente a menudo solo se siente un poco mal, normalmente con una erupción en la piel y fiebre, pero luego empeora rápidamente. Al abrirlo, a menudo se descubre que el paciente está siendo devorado por completo. El único tratamiento es la llamada "cirugía de desbridamiento radical", que consiste en extirpar todas las zonas infectadas. El 70% de los pacientes mueren y muchos supervivientes acaban gravemente desfigurados. El origen de la infección es una familia común de bacterias llamada estreptococo del grupo A, que normalmente solo causa faringitis estreptocócica. En raras ocasiones, por razones desconocidas, algunas de estas bacterias se meten en la pared de la garganta y entran en el propio cuerpo, causando los daños más graves. Son completamente resistentes a los antibióticos. En Estados Unidos se producen unos 1.000 casos al año y nadie sabe si la situación va a empeorar.
Lo mismo ocurre con la meningitis. Al menos el 10% de los jóvenes y quizá el 30% de los adolescentes son portadores de la mortal *Neisseria meningitidis*, pero la *Neisseria meningitidis* vive de forma completamente inofensiva en la garganta. En raras ocasiones, aproximadamente 1 de cada 100.000 jóvenes, la *Neisseria meningitidis* entra en la sangre y les hace enfermar gravemente. En los casos más graves, la persona puede morir en 12 horas. Es rapidísimo. "Una persona desayuna estando bien y por la noche muere", decía Marsh.
Habríamos tenido mucho más éxito si no hubiéramos abusado de nuestra mejor arma contra las bacterias: los antibióticos. Cabe señalar que, según una estimación, alrededor del 70% de los antibióticos utilizados en el mundo desarrollado se emplean a menudo en los piensos, solo para promover el crecimiento o como medida preventiva contra las infecciones. Por lo tanto, las bacterias tienen todas las oportunidades de desarrollar resistencia a los fármacos. Aprovechan estas oportunidades con gran entusiasmo.
En 1952, la penicilina era completamente eficaz contra diversas cepas de estafilococos, hasta el punto de que el jefe del servicio de salud de Estados Unidos, William Stewart, se atrevió a decir a principios de la década de 1960: "Ahora es el momento de acabar con la era de las enfermedades infecciosas. Ya hemos erradicado prácticamente las enfermedades infecciosas en Estados Unidos". Sin embargo, incluso cuando dijo esto, alrededor del 90% de estos gérmenes ya eran resistentes a la penicilina. No tardó en aparecer en los hospitales una nueva cepa de estafilococos llamada estafilococo resistente a la meticilina. Solo un antibiótico, la vancomicina, seguía siendo eficaz contra ella. Pero en 1997, un hospital de Tokio informó de que había aparecido una nueva cepa de estafilococos que también era resistente a ese fármaco. En pocos meses, el estafilococo se había extendido a otros seis hospitales japoneses. En todo el mundo, los microorganismos están volviendo a ganar la guerra: solo en los hospitales de Estados Unidos, cada año mueren unas 14.000 personas a causa de infecciones locales. James Surowiecki señalaba en un artículo del *New Yorker* que no es de extrañar que, si se les da a elegir entre desarrollar un antibiótico que se toma todos los días durante dos semanas y un antidepresivo que se toma todos los días para siempre, las farmacéuticas elegirían lo segundo. Aunque se han potenciado algunos antibióticos, la industria farmacéutica no nos ha proporcionado un antibiótico completamente nuevo desde la década de 1970.
Nuestro comportamiento descuidado resulta aún más sorprendente si tenemos en cuenta que hemos descubierto que muchas otras enfermedades pueden estar causadas por bacterias. Este proceso de descubrimiento comenzó en 1983. En aquella época, el médico australiano Barry Marshall, de Perth, Australia Occidental, descubrió que muchos cánceres de estómago y la mayoría de las úlceras de estómago están causados por una bacteria llamada *Helicobacter pylori*. Aunque sus hallazgos fueron fáciles de identificar, la opinión era tan radical que tardó más de 10 años en ser aceptada. Por ejemplo, los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos no aceptaron formalmente la opinión hasta 1994. "Miles, incluso millones de personas pueden haber muerto de úlceras, y no deberían haber muerto", decía Marshall en 1999 a un periodista de la revista *Forbes*.
Desde entonces, nuevos estudios han demostrado que hay, o muy probablemente hay, alguna bacteria implicada en todas las demás enfermedades: cardiopatías, asma, artritis, esclerosis múltiple, varias enfermedades mentales, varios tipos de cáncer, e incluso, algunos han propuesto (así está escrito en la revista *Science*), diabetes. El día en que necesitemos urgentemente un antibiótico eficaz y no podamos conseguirlo quizá no esté muy lejos.
Quizá sea un pequeño consuelo saber que las propias bacterias también enferman. A veces son invadidas por un virus llamado bacteriófago. Los virus son entidades extrañas y desagradables, en palabras del premio Nobel Peter Medawar, "un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias". Los virus son aún más pequeños y sencillos que las bacterias, y no tienen vida por sí mismos. En estado aislado, los virus son neutrales, inofensivos. Pero si entran en un huésped adecuado, se ponen manos a la obra inmediatamente, cobran vida. Se conocen unos 5.000 virus y nos hacen contraer cientos de enfermedades, desde la gripe y el resfriado común, hasta enfermedades muy perjudiciales para la salud humana: viruela, rabia, fiebre amarilla, Ébola, poliomielitis y SIDA.
Los virus saquean el material genético de las células vivas para fabricar más virus