Chapter Content

Calculating...

A ver, a ver… por dónde empiezo… Bueno, pues, llegamos casi al final, ¿no? Después de todo este recorrido… Hemos visto un mundo que, la verdad, es bastante distinto a lo que nos dice la intuición, lo que nos han contado siempre, esos modelos rígidos que nos meten en la cabeza. Este mundo nuevo, pues sí, a lo mejor nos desconcierta un poco, pero, bueno, al menos se parece más a la verdad, ¿no creen? Porque esas historias que nos contamos de por qué pasan las cosas… pues, son un poco mentira, ¿eh? Y es que nuestra percepción, fíjate, hasta está hecha para engañarnos. La realidad es que todo está conectado, cambiando constantemente, influenciado hasta por lo más pequeño, lo más insignificante.

Eso significa que nuestro camino, mientras navegamos por este mundo que está en constante cambio, como decía aquel filósofo, depende de un montón, pero un montón de factores. O sea, que si cambiamos algo, ¡lo cambiamos todo! Y de estas verdades, inevitablemente, llegamos a una conclusión que a lo mejor nos asusta un poquito: el mundo es incierto, inexplicable, incontrolable.

Y claro, uno se pregunta, ¿y ahora qué hacemos con esta información? ¿Cómo vivimos?

Como dice la escritora Maria Popova, “Vivir asombrados por la realidad es la manera más feliz de vivir”. Pero, ¿cuántos de nosotros, atrapados en la rueda del hámster de la vida moderna, nos hemos dejado de asombrar? Yo creo que es hora de dejar de lado esas ideas falsas de que podemos controlarlo todo, y empezar a maravillarnos con la belleza que se esconde en la incertidumbre. Solo hay que saber dónde mirar, ¿eh?

Quizás, ¿no?, nuestro malestar actual viene de esa obsesión por controlar lo que no se puede, una consecuencia de esa visión del mundo un poco equivocada que nos hace buscar la certeza a toda costa. Y esa búsqueda, pues claro, siempre termina en decepción. La forma en que vivimos está muy ligada a cómo entendemos el mundo. Vemos esos pequeños accidentes, esas casualidades de este mundo interconectado, como simples curiosidades, como si fueran coincidencias, en vez de verlas como parte de algo más grande, como un jardín complejo y elegante que muestra su majestuosidad incomprensible. Cuando nuestros modelos económicos y políticos reducen un mundo impresionante, lleno de detalles y patrones fascinantes, a unas ecuaciones lineales, fijas, que se pueden resolver con un par de variables fáciles de medir… pues, nuestra visión de nosotros mismos y de lo que nos rodea se vuelve mucho más apagada, más aburrida. La vida misma, en ese deseo inútil de control, se puede convertir en una búsqueda constante, donde siempre sentimos que estamos a un paso de lo que queremos, ya sea un producto, una promoción… Y cuando lo conseguimos, ¡zas!, resulta ser otra ilusión, otra cosa que no nos satisface.

Pero, ahí seguimos, ¿eh?, rindiendo culto al progreso, en la iglesia del control. La mayor parte de nuestro tiempo la dedicamos a conseguir un progreso humano que nadie sabe definir, ¿no? ¿Llegaremos al objetivo del trimestre?… Algo que nos permita controlar cada vez más pedacitos del mundo. Pero cuando intentamos convertir cada esfuerzo en una lucha por optimizarlo todo, lo que se va perdiendo es la esencia de ser humano, y al final solo nos queda una sensación de vacío, de aridez interior. Nos matamos a trabajar en un frenesí, intentando sacarle hasta la última gota de eficiencia a las estrategias empresariales, a los trucos para la vida, a las listas de tareas… Una estrategia para vivir a toda velocidad. Hacer más, aunque cada cosa nos guste menos. Para muchos, las victorias de la vida se han convertido en eliminar momentos de calma, de reflexión, y reemplazarlos con un montón de tareas a la vez, persiguiendo objetivos que nunca nos van a llenar. Para muchos, parece que vivimos marcando casillas en una lista. Pero, la verdad, nuestros mejores momentos suelen ser los menos eficientes, esas experiencias fugaces en las que dejamos de lado el deseo de conseguir cosas, y el premio es solo un momento de felicidad, de puro ser.

Y aquí está la paradoja de este siglo: tenemos una prosperidad increíble, pero al mismo tiempo hay un montón de gente que se siente sola, desesperada, con una sensación de que la vida no vale nada. Hemos construido las civilizaciones más sofisticadas que han existido, pero millones de personas necesitan medicarse para poder vivir en ellas. Controlamos el mundo mucho más de lo que nadie se imaginaba antes. Sacamos minerales de la tierra, los alimentamos con electrones que podemos dirigir o interrumpir, creamos imágenes en nuestras pantallas de magos, extraterrestres y superhéroes que antes solo existían en nuestra imaginación. Y ahora, hasta estamos empezando a crear otras mentes, capaces de hacer su propio arte, su propia literatura. Y, ¿a dónde hemos llegado con todo esto? En todos los aspectos medibles, estamos mejor que nunca, pero mucha gente se siente peor que nunca.

Según el sociólogo alemán Hartmut Rosa, esta desesperación la hemos creado nosotros mismos, no por la tecnología, sino por ese deseo inútil de controlar el mundo. El objetivo principal de nuestra época, según Rosa, es muy sencillo, pero muy triste: “Actúa siempre de manera que aumentes tu parte del mundo”. Las relaciones se convierten en un medio para un fin, y una existencia que podría estar llena de conexiones mágicas se reduce a una simple “red de contactos”. La escritora Karen Armstrong también comparte esta preocupación. Dice que cuando la gente va a los museos, ya no se dedica a disfrutar de estar cerca de un objeto importante en la historia del mundo. En vez de eso, sacan una foto con el móvil y siguen adelante, buscando “poseerlo de alguna manera, como si no fuera real hasta que tienen una copia virtual”. Pero esa necesidad de control está equivocada, dice Rosa, porque “solo cuando nos encontramos con lo incontrolable es cuando realmente experimentamos el mundo. Solo entonces nos sentimos tocados, conmovidos, vivos”. Incluso en las celebraciones que planeamos con todo detalle, lo que más recordamos son esos pequeños detalles que no estaban previstos.

Y aún así, ¡eh!, nos creemos las mentiras de los charlatanes que nos dicen que el control absoluto está a la vuelta de la esquina, que solo necesitamos un libro de autoayuda. Insisten en que esa versión de cuento de hadas de la realidad es verdad, y que nosotros somos los protagonistas de la historia. Que solo nosotros podemos cambiar el rumbo, si tan solo aprendemos a usar ese pozo mágico de pensamientos positivos.

Por ejemplo, el libro "El Secreto" de Rhonda Byrne. Ha vendido millones de copias, traducido a muchísimos idiomas. Byrne insiste en que la pobreza y la falta de cosas materiales son un estado mental, que se puede vencer con el pensamiento positivo. Dice que “La única razón por la que una persona no tiene suficiente dinero es porque está impidiendo que el dinero llegue a ella con sus pensamientos”. La causa es el pensamiento positivo y el resultado es la riqueza. ¡Claro que sí! Si tan solo toda esa gente pobre y desesperada pudiera comprar su libro, aprenderían que “los pensamientos están enviando una señal magnética que atrae lo mismo hacia ti”. ¡Qué pena que los esclavos de hace siglos no se imaginaran a sí mismos en otra situación! Sus cadenas solo estaban en su cabeza. En este discurso, las víctimas de la mala suerte solo tienen la culpa de lo que les pasa.

Y esto, pues, no tiene ningún sentido, ¿no? La gente en Hiroshima no eligió desaparecer por una nueva arma que nadie conocía, ni nadie en Kioto eligió salvarse por la casualidad de que un turista recordara un día festivo. Nadie decidió nacer sabiendo que un día iba a decidir sobre la vida de otras personas. Nadie pintó un cuadro para que alguien se pusiera una corbata inspirada en ese cuadro y salvara a otra persona años después. Esa persona que se salvó, como todos nosotros, simplemente estaba en el lugar y el momento adecuados. Y estos no son momentos extraños en los que la gente se vuelve víctima de la mala suerte, sino más bien una muestra de cómo funciona el mundo de verdad. Un montón de decisiones, accidentes, felices o no, separados por el tiempo y la distancia, se juntan de maneras que nunca podríamos imaginar, y nuestras vidas cambian por eso. Y es que puede ser hasta reconfortante aceptar lo que realmente somos: una casualidad cósmica, átomos unidos con conciencia, navegando en un mar de incertidumbre.

No tenemos que controlarlo todo. No pasa nada.

El problema no es solo que esta gente está vendiendo ideas sin sentido, sino que también están vendiendo un camino a lo imposible, una guía para controlar lo que no se puede controlar. Y también refuerzan esa idea de que cualquier problema que tengas se puede solucionar con más dinero, más control, más acción individual. Estas ideas, pues, ignoran la realidad de que todo está conectado, diciendo que solo tú decides tu destino. Y la única razón para mirar hacia dentro, según esto, es para conquistar más del mundo exterior, adquirir cosas como si fueran fotos de museo. Lo peor de todo esto es que es una guía para gente egoísta, que cree que el universo entero está a su servicio, y que todo lo que existe se puede conseguir con las palabras o los pensamientos correctos. Incluso si el mundo funcionara así, que no es el caso, está demostrado que la gente se queda atrapada en una rueda de la fortuna, donde corremos y corremos hacia cosas que creemos que nos van a hacer felices, normalmente cosas materiales o reconocimiento, pero al final acabamos en el mismo sitio, donde empezamos.

Y no estoy diciendo que tengamos que ser estoicos todo el tiempo, rezando y aceptando la injusticia, y no intentar mejorar nuestra vida. Es parte de lo que somos. Lo que quiero decir es que la forma en que vemos el mundo importa, y que nos han vendido una mentira. No se puede controlar el mundo con conjuros o atrayendo la riqueza con la mente. Creer en falsos profetas solo nos va a llevar a la decepción.

Y es que intentar controlar todo no solo nos hace infelices. También hace que el mundo sea menos controlable, y eso es peligroso. La campaña de Mao contra las plagas en China, en la que intentó controlar la naturaleza y al final causó una hambruna que mató a millones de personas, es solo un ejemplo de cómo la arrogancia se ha vuelto contra nosotros. La ciencia de la complejidad nos enseña los riesgos de vivir al “borde del caos”, donde un sistema está a punto de descontrolarse, y donde los Cisnes Negros nos pueden pillar desprevenidos. Pero, ¿qué hacemos? Corremos hacia el borde, intentando eliminar cualquier pequeño fallo en nuestros sistemas sociales, adorando a la eficiencia. Y en los últimos años, nos hemos caído del precipicio varias veces, con desastres causados por nosotros mismos, potenciados por sistemas optimizados al máximo, que no dejan margen para el error. Y aún así, seguimos con la misma idea, sin importar las consecuencias.

Y claro, el mundo, que ya era un desastre de casualidades y accidentes, se ha vuelto aún más incierto. Y esa incertidumbre, donde la vida de la gente depende de un hilo, es un riesgo para toda la sociedad. Deberíamos aprender la lección, añadir más margen de seguridad a nuestros sistemas, y cambiar la eficiencia perfecta por una mayor capacidad de adaptación. Sería una forma de vida más segura, más estable.

Pero, aunque parezca raro, hay tipos de incertidumbre que son buenos, que nos hacen humanos. Piénsalo: si pudieras saber con toda seguridad todo lo que va a pasar en tu vida, si tuvieras una lista con todos los momentos malos, y un calendario con la fecha exacta de tu muerte, ¿te gustaría saberlo?

Un mundo sin misterio sería un mundo frío, vacío, donde viviríamos sin sorpresas, sin detenernos a pensar cómo la naturaleza nos ha metido en su red infinita, sin sentir ese asombro existencial. Seríamos como zombies, con el cerebro dormido, atrapados en un mundo vacío y predecible. La vida moderna parece que está obsesionada con destruir lo desconocido, pero lo cierto es que lo necesitamos.

Nos engañamos a nosotros mismos cuando creemos que preferiríamos un mundo seguro que pudiéramos controlar por completo. La verdad es que necesitamos un equilibrio entre el orden y el caos, y eso lo encontramos en este mundo de coincidencias y casualidades. Como dice el físico Alan Lightman, “Nos encanta la estructura de la música clásica occidental, pero también disfrutamos de los ritmos libres del jazz. Nos atrae la simetría de un copo de nieve, pero también nos gusta la forma cambiante de una nube... Podemos admirar a los que viven de forma sensata y llevan una vida recta. Pero también valoramos a los que rompen las reglas, y celebramos lo salvaje, lo incontrolable y lo impredecible que hay en nosotros”. La vida sería aburrida si todo estuviera estructurado y ordenado, pero el caos absoluto nos destruiría.

Como decía Nietzsche, esta tensión viene de los dos impulsos que tenemos como seres humanos: el apolíneo y el dionisíaco. Los dos eran hijos de Zeus, pero Apolo representaba el orden, la lógica y la razón, mientras que Dioniso era el dios del caos, al que le gustaba la fiesta y el baile. Para vivir plenamente, necesitamos ambos.

Mucha gente siente que le falta el lado dionisíaco, y por eso intenta meterlo con calzador en su vida. Pero muchas veces, esto no funciona. En esa mentalidad equivocada, los momentos de alegría se intentan planificar, en vez de descubrir. Todo, hasta la alegría, se convierte en una estadística. ¿De verdad fuiste a dar un paseo por la naturaleza si tu pulsera no registró los pasos? ¿Cuántos de ustedes están escuchando esto porque pusieron "escuchar este podcast" en su lista de tareas? Pero si cada objetivo nos lleva a otro, y ese a otro más, ¿no estaremos siempre persiguiendo algo que nunca vamos a alcanzar? ¿Cuántas cosas hacemos en la vida que no tienen otro propósito?

Disfrutar de la belleza de la incertidumbre significa darle menos importancia a cómo nuestras acciones en el presente pueden crear un futuro perfecto, y darle más importancia a disfrutar del presente, que ha sido creado para nosotros, la sinfonía de nuestras vidas, interpretada por una orquesta de miles de millones de seres tocando sus notas a lo largo de miles de millones de años, y que termina en este momento único, irrepetible.

Es bueno reconocer que no somos el director de la orquesta, sino solo una cuerda vibrante en ella. Esa verdad nos sitúa en algo inmenso, desconocido. No podemos saber a dónde vamos, ni por qué estamos aquí, si es que hay alguna razón. Y eso nos lleva a tres de las palabras más importantes que existen: No lo sé. Como decía la poeta Wislawa Szymborska, premio Nobel de literatura, “Es pequeña, pero vuela con alas poderosas… Si Isaac Newton nunca se hubiera dicho a sí mismo: ‘No lo sé’, las manzanas de su huerto habrían caído al suelo como granizo, y a lo sumo se habría agachado para recogerlas y comérselas con gusto”.

Una buena sociedad es aquella en la que aceptamos la incertidumbre y disfrutamos de lo desconocido. Y para eso, tenemos que llenar nuestra vida diaria de exploración, de placeres sencillos, de sorpresas, de esos momentos en los que nos olvidamos de las preocupaciones del futuro, y disfrutamos del presente. Como decía Aristóteles, no se trata de buscar la felicidad momentánea, sino la eudaimonía, la plenitud duradera. Y para construir esa plenitud, necesitamos una estructura que nos proporcione lo básico, que nos proteja de la sensación de peligro. Lo que no necesitamos es una sociedad que se desestabiliza constantemente por grandes crisis, que nos sacan del presente y nos hacen preocuparnos por el futuro. Hemos creado una sociedad que, en muchos sentidos, es lo contrario de una buena sociedad, donde la vida diaria está demasiado optimizada, demasiado planificada, y la sociedad en sí es más propensa a sorpresas desagradables, a crisis y a desórdenes destructivos. Vivimos en un mundo al revés, donde las cafeterías seguirán igual, mientras los ríos se secan y las democracias se desmoronan. Estaríamos mejor con sorpresas agradables cada día y estructuras estables.

Pero si conseguimos alejar nuestras sociedades del borde del caos, ¿cómo podemos vivir mejor nuestras vidas? ¿Qué podemos aprender de esta nueva visión del mundo, que a lo mejor nos desconcierta un poco? Una vez más, la evolución nos puede enseñar algo: que la experimentación nos acercará a esa eudaimonía de la que hablaba Aristóteles.

Para muchos, la desesperación de la vida moderna viene de sentirse impotente, de sentir que nada tiene sentido. Si trabajas en un almacén, con la amenaza de que te reemplacen por un robot, y con la obligación de que te controlen hasta cuando vas al baño, es difícil sentirse parte de algo importante. "¡No tengo ningún impacto en el mundo!", "¡Nada de esto importa!", son las frases típicas de la tristeza actual. Pero una de las cosas más bonitas de aceptar que el mundo está interconectado, es que todo el mundo, y todo lo que hace en su vida, importa. Es verdad que muchos de los efectos que causamos no los vamos a ver, pero lo cierto es que esta forma de ver el mundo es mucho más poderosa que cualquier libro de autoayuda: puede que no controlemos nada, pero influimos en todo.

Todos importamos, aunque algunos influyen más que otros, claro. Pero si queremos aumentar las posibilidades de que nuestras acciones tengan aún más importancia, entonces lo mejor es usar una de las mejores cosas que hemos aprendido como especie: la cooperación. La gente que trabaja junta, cambia las cosas junta.

¿Y cómo deberíamos vivir en este mundo donde podemos influir tanto? Pues, como todos los seres vivos, tenemos que elegir entre dos formas de actuar: explorar o aprovechar. Explorar significa ir sin rumbo, no saber a dónde vas. Aprovechar es correr hacia un destino conocido. Esta elección es algo que se ha estudiado mucho en matemáticas, sobre todo en un problema llamado el problema del bandido de varios brazos. La idea principal es muy sencilla. Probar un restaurante nuevo que has visto por casualidad es una forma de explorar. Ir siempre al mismo restaurante porque sabes que te encanta es una forma de aprovechar.

Todo esto tiene que ver con lo que se conoce como un máximo local y un máximo global. Imagínate que eres un alpinista, y tu objetivo es llegar a la mayor altura posible. Estás en los Alpes, así que buscas la montaña más alta, y la subes con mucha satisfacción. ¡Objetivo cumplido!, piensas. Pero luego conoces a otro alpinista que te dice que ha subido mucho más alto. Resulta que subió la montaña más alta de los Alpes, y luego siguió explorando hasta llegar al Himalaya, donde subió el Everest. El alpinista de los Alpes llegó al máximo local, sin saber que había un máximo global esperando a ser conquistado. La lección es que aprovechar demasiado pronto, antes de explorar lo suficiente, significa que te quedarás atrapado siempre subiendo el máximo local, sin conocer las mejores posibilidades.

Si lo pensamos así, siempre sería mejor alcanzar el máximo global. Pero eso no siempre es verdad. A lo mejor, los Alpes son suficientes. A veces, solo necesitamos el máximo local. Si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? Además, si no eres un fanático de la comida, estar probando restaurantes nuevos todo el tiempo podría hacer que nunca te sintieras satisfecho, y que añoraras ese plato que te encanta. Y también, si el sistema en sí es inestable, intentar llegar a lo más alto puede ser un error, sobre todo si estás cerca de un precipicio. Cuando el terreno puede cambiar en cualquier momento, por una casualidad o un Cisne Negro, entonces la lógica de los máximos local y global se vuelve menos fiable. En un terreno que cambia constantemente, a veces es mejor usar la experimentación aleatoria.

Con la experimentación aleatoria, la evolución ha encontrado soluciones ingeniosas a problemas complejos, mejores de las que podríamos imaginar, como seres pensantes. En biología, esto se conoce como la segunda regla de Orgel: la evolución es más inteligente que tú. Si la vida no se basara en la exploración, en la mutación, la selección y la deriva genética, seguiríamos siendo arqueobacterias. La experimentación constante de la vida ha creado una diversidad increíble de formas de vida, estrategias de supervivencia, e incluso la conciencia, a través de pruebas y errores. Explorar, luego aprovechar, luego explorar, luego aprovechar. Para explorar bien, a veces hay que aceptar la incertidumbre por completo. En lugar de intentar crear soluciones mejores a propósito, la inteligencia de la evolución se libera usando soluciones aleatorias para resolver problemas que no se pueden resolver con "pensamientos inteligentes".

Por ejemplo, los Kantu, que viven en los bosques tropicales de la isla de Borneo. Los Kantu cultivan arroz y caucho. Son cultivos muy diferentes. El arroz es muy sensible. Como los Kantu lo cultivan en zonas con tierra mala, cualquier pequeño cambio, ya sean plagas, lluvia, inundaciones o sequía, puede hacer que un campo sea productivo un año, y estéril al año siguiente. Por eso, el "mejor" sitio para cultivar el arroz es impredecible. En cambio, el caucho es seguro. Si los Kantu siguen las técnicas adecuadas, la cosecha de caucho será buena año tras año. Para los Kantu, el caucho sigue patrones fijos, que se repiten cada año. En cambio, el cultivo de arroz es incierto, y los Kantu no pueden controlarlo. Pero aún así, tienen que decidir dónde plantar el arroz.

Y tienen una estrategia muy curiosa: buscar señales divinas en el movimiento de los pájaros sagrados. De todos los pájaros de Borneo, los Kantu deciden dónde plantar el arroz basándose en los movimientos y los cantos de siete especies: el shama culiblanco, el piculete rufo, el trogón escarlata, el trogón de Diard, el alción bandeado, el pito maroon y la carraca crestada. Los Kantu creen que los pájaros pueden guiarles. Interpretar los presagios de los pájaros es todo un arte, que depende del orden en que aparecen, de los cantos que hacen y de la posición de la persona que observa en relación con los pájaros. Es tan complejo que es prácticamente aleatorio. A primera vista, la aleatoriedad parece una mala estrategia para decidir dónde plantar el alimento que necesitas para sobrevivir.

Pero cuando los investigadores estudiaron a los Kantu, descubrieron algo sorprendente: sus malas cosechas eran mucho menos frecuentes que las de otras comunidades. La razón era muy sencilla: en un entorno inestable, cambiante, no es buena idea poner todos los huevos en la misma cesta, aunque creas que la conoces bien, y que siempre ha sido un lugar seguro. Otras comunidades que intentaban controlar el entorno optimizando basándose solo en los resultados del pasado, sufrían un desastre. Los pequeños cambios en el entorno hacían que todas sus cosechas fracasaran de la misma manera. En cambio, los Kantu habían encontrado, por casualidad, una forma muy eficaz de diversificar sus cultivos. No intentaban sacarle hasta la última gota de eficiencia a la agricultura basándose en una teoría que les diera el control absoluto, sino que hacían el proceso aleatorio para adaptarse a la incertidumbre. Como decía mi abuelo, "Para tener una vida exitosa, evita las catástrofes".

En nuestro mundo, algunos de los problemas a los que nos enfrentamos son "problemas de caucho", y otros son "problemas de arroz". Algunos sistemas cerrados son muy estables, como los problemas de caucho. En estos casos, lo mejor es mejorar y optimizar todo lo posible, porque el máximo global es fijo, y solo tienes que subir hasta él. Pero cuando te enfrentas a un sistema abierto, complejo, lleno de variables, de puntos críticos, y de incertidumbre, como los problemas de arroz, lo mejor es experimentar constantemente, porque si no, puedes acabar mal. En los problemas de arroz, es fácil pensar que has encontrado el máximo global, y luego caerte por un precipicio. Si tienes en cuenta esa incertidumbre, la mejor solución a largo plazo puede ser quedarse un poco más abajo en la montaña, donde sigues estando alto, pero no tan cerca del peligro.

Y lo que pasa es que casi nunca distinguimos los problemas de caucho de los problemas de arroz. Por ejemplo, cómo se han usado los datos para cambiar el béisbol, eso que llaman el "moneyballing" (el nombre viene del libro "Moneyball" de Michael Lewis, que luego se hizo película con Brad Pitt). El libro cuenta cómo el análisis de datos ha transformado el béisbol profesional, reemplazando las intuiciones y las supersticiones con cálculos basados en datos. En sistemas cerrados, no complejos, como una competición deportiva con reglas muy estrictas, estos cálculos son muy eficaces para predecir los resultados. En el béisbol, lo único que importa es ganar. El moneyballing ayudó a los equipos a ganar. Y se optimizó el béisbol, como si fuera un problema de caucho.

Pero había un problema. Los análisis eran tan eficaces que el juego se volvió aburrido. Los lanzadores sabían exactamente dónde tirar la bola para que el bateador no la golpeara. Los ponches, que son aburridos, aumentaron. El béisbol se convirtió en dos hojas de cálculo compitiendo en el campo. Se estaba optimizando el juego para lo que no era. Los deportes son interesantes precisamente porque tienen incertidumbre. Y el juego se volvió lento, metódico, aburrido. La afición del béisbol se redujo. Y al final, la Liga de Béisbol cambió las reglas para que el juego volviera a tener más acción. Habían solucionado el problema del caucho. Pero los fans querían que el béisbol fuera más como un problema de arroz, donde la suerte y las supersticiones influyeran en el juego.

Esto solo era un juego, así que las consecuencias no fueron graves. Pero te puedes llevar una sorpresa, como persona y como sociedad, si confundes los problemas de arroz con los de caucho, y lo optimizas todo, para luego sufrir un accidente que nunca esperabas. Y es que nuestro mundo se rige mucho más por los problemas de arroz de lo que creemos, y eso significa que la mejor solución es experimentar, probar cosas diferentes, antes de empezar a aprovechar lo que ya conocemos.

Y hay muchos animales que ya viven así. Hace unos años, unos investigadores pusieron unos dispositivos a peces, tiburones y otros animales marinos, para ver cómo se movían por el mar. Con un montón de datos, empezaron a ver por dónde iban los animales, y a comparar esos movimientos con fórmulas matemáticas. Y descubrieron que sus caminos seguían dos ecuaciones de movimiento aleatorio: los vuelos de Lévy y el movimiento browniano. El vuelo de Lévy tiene un montón de movimientos pequeños en varias direcciones, seguidos de vez en cuando por un movimiento grande en una dirección. El movimiento browniano, en cambio, es una serie de movimientos pequeños en la misma zona. Cuando los tiburones no sabían dónde encontrar comida, exploraban, con vuelos de Lévy. Pero cuando encontraban un banco de peces, cambiaban al movimiento browniano, y aprovechaban la comida que tenían cerca.

Vale, esta no es una buena estrategia para ir al supermercado, pero, ¿cómo podemos usarla en la sociedad? Por ejemplo, ¿cómo damos dinero para la investigación? Es imposible saber a dónde va a llevar una investigación cuando empieza, y tampoco podemos saber qué problemas tendremos que solucionar en el futuro. La investigación es, por definición, una tarea de exploración. No se sabe a dónde vas. Pero las organizaciones que dan dinero para investigar suelen querer ver resultados: "¡Dinos a dónde vas a llegar si quieres el dinero!". Y los estudios demuestran que las propuestas de investigación que prometen algo increíble, un descubrimiento importante con un impacto inmediato, tienen más posibilidades de recibir financiación. Pero no es que tengan más éxito, ¿eh? Y muchas veces, nos salvamos gracias a la exploración que no tiene una utilidad clara.

A mediados de los años 90, Katalin Karikó creía en su trabajo, así que solicitó financiación una y otra vez. Pero siempre la rechazaban. Los inversores también pensaban que sus ideas eran una pérdida de dinero. Y después de tantos fracasos, su universidad le dio un ultimátum: o lo dejaba, o la degradaban. Pero Karikó siguió adelante. Y deberíamos estar muy agradecidos. Su trabajo con el ARN mensajero salvó millones de vidas, porque fue la base de las vacunas más eficaces contra el coronavirus. No era útil, hasta que de repente, el mundo cambió, y se convirtió en el descubrimiento científico más útil que existía. Y le dieron el premio Nobel.

Así que para decidir a quién damos dinero para investigar, y en otras decisiones parecidas donde no hay seguridad, a lo mejor deberíamos establecer un mínimo para asegurarnos de que las propuestas son serias. Pero, a partir de ahí, dar dinero al azar. Si supiéramos cuál va a ser el próximo gran descubrimiento, o cuál va a ser el próximo problema, entonces sí que podríamos usar una estrategia de aprovechar el conocimiento. Pero como ese mundo no existe, a veces deberíamos usar el azar para explorar lo desconocido.

La lección es que, a veces, los mejores descubrimientos no vienen de analizar el pasado con la mayor precisión posible, sino de explorar un futuro nuevo e incierto, a veces sin rumbo. En sistemas cerrados con objetivos claros, como decidir dónde gastar el dinero de la sanidad, entonces sí, podemos optimizarlo todo. Pero para los problemas de arroz de la vida, donde la incertidumbre es inevitable, tratarlo como si fuera un problema de caucho puede ser un desastre, o como poco, quitarnos la alegría y el asombro de la vida.

Y muchas veces nos olvidamos de esto, porque vivimos en una cultura obsesionada con la productividad, la eficiencia y el control. Si no hay un resultado claro, ¿para qué hacerlo? Pero la exploración también significa dejar que los pensamientos fluyan sin propósito. Mucha gente piensa que perder el tiempo pensando sin dirección es una tontería, algo que hay que eliminar de la agenda. Un viaje en coche tiene que estar lleno de radio, de conversaciones, de juegos, de música, o de podcasts, pero casi nunca de silencio. Y hasta esos 30 segundos de espera en la cola del supermercado nos obligan a mirar el móvil. Y yo también me incluyo, ¿eh? En un estudio, cuando dejaban a los participantes solos en una habitación vacía con un aparato que les daba una descarga eléctrica, muchos preferían darse la descarga antes que quedarse solos con sus pensamientos. Uno de ellos se dio descargas cientos de veces en muy poco tiempo.

¿Y qué pasa cuando dejamos un poco de lado el control, y nos permitimos divagar y explorar sin rumbo? Pues que sabemos, con pruebas claras, que esos momentos de distracción, en los que la mente se aleja de la acción, son los que nos traen ideas brillantes. Son esos momentos que el poeta John Keats llamaba "capacidad negativa", cuando una persona "es capaz de estar en incertidumbres, misterios, dudas". Y esto está comprobado. En el mundo académico, a veces se llama "invención en el tiempo libre", esos momentos en los que la inspiración llega cuando dejamos de pensar en el problema. Se dice que Galileo descubrió que el péndulo se podía usar para medir el tiempo, cuando estaba viendo un candelabro que se movía en una catedral. Einstein decía que muchas de sus mejores ideas surgieron mientras tocaba el violín. Y los hermanos Wright imaginaron su máquina voladora durante un picnic, mientras veían volar a los buitres.

El matemático francés Henri Poincaré, uno de los mayores pensadores de los últimos siglos, creía en la magia que ocurre cuando dejas de intentar controlarlo todo. Durante quince días, estuvo trabajando en un problema, sentado en su mesa, intentando encontrar soluciones con su pluma, pero no lo conseguía. Y cuanto más trabajaba, más frustrado se sentía. Pero, "una noche", cuenta, "al contrario de lo que suelo hacer, tomé café y no pude dormir". Y cuando dejó de intentar solucionar el problema con el esfuerzo, se quedó asombrado con lo que pasó: "Las ideas surgieron en masa. Sentía cómo chocaban unas con otras, hasta que se unían". Y a la mañana siguiente, las soluciones salieron solas: "Solo tuve que escribir los resultados". Al intentar controlarlo todo, nos atrapamos. Pero si dejamos un poco de lado el control, liberamos nuestras mejores ideas.

Y no es casualidad que Poincaré sea el matemático que sentó las bases de la teoría del caos, esa teoría que se conoce por la imagen de un mundo interconectado, donde una simple mariposa puede provocar un huracán.

Y la mariposa nos ofrece un final perfecto para esta historia. En Norteamérica, la mariposa monarca, esa mariposa de color naranja y negro, pasa el invierno en las montañas del estado mexicano de Michoacán. En primavera, nace una nueva generación, y empieza su largo viaje hacia el norte. Pero el viaje es demasiado largo para que lo haga una sola mariposa. En realidad, es un viaje interconectado, donde cada vida empieza donde terminaron sus padres, y cada mariposa forma parte de una cadena que dura generaciones. La vida de cada mariposa está marcada por la historia, porque nacen en un lugar y en un momento determinados, por las decisiones que tomaron sus antepasados. Y como nosotros, influyen en el mundo de forma inesperada. Pueden provocar un huracán, o lo que es más probable, ofrecer un momento de belleza a un niño que las ve volar.

Nosotros somos como esas mariposas, y ellas son como nosotros, parte de una unidad caótica e interconectada que llamamos existencia. Como decía el naturalista John Muir, "Cuando intentamos ver algo aislado, vemos que está conectado con todo lo demás en el Universo". Y todos estamos conectados entre nosotros, y eso nos da un regalo increíble: que todo lo que hacemos importa, incluyendo lo que decidas hacer ahora, cuando cierres este libro, y salgas a explorar ese mundo maravilloso, enloquecedor e infinitamente complejo que llamamos hogar.

Go Back Print Chapter