Chapter Content
Ay, hola a todos. Bueno, hoy quería charlar un poquito sobre… no sé, la riqueza de la vida, ¿no? Me puse a pensar el otro día…
Estaba leyendo sobre el Museo de Historia Natural de Londres, y fíjate, qué cosa más curiosa. Resulta que aparte de lo que ve el público, lo que está en las vitrinas, con los minerales y los huevos de avestruz y todo eso, hay como… como puertas secretas, ¿sabes? Bueno, secretas en el sentido de que nadie las nota, vaya. De vez en cuando ves a alguien salir por una de esas puertas, con pinta de estar pensando en sus cosas, el pelo revuelto, como un científico despistado. Pero la mayoría del tiempo, esas puertas están cerradas y ocultan otro museo, ¡igual de grande, o incluso más fascinante!, que el que conoce la gente.
Es que, a ver, piénsalo. El Museo de Historia Natural tiene unas… ¡70 millones de piezas! De todo tipo de vida, de todos los rincones del planeta. Y cada año, ¡añaden como 100.000 más! Pero hasta que no ves lo que no está expuesto, no te das cuenta de la verdadera magnitud del tesoro. Armarios y armarios, habitaciones llenas de estanterías... Miles de animales en frascos, millones de insectos en cajitas, cajones llenos de conchas brillantes, huesos de dinosaurios, cráneos de los primeros humanos… Es como si estuvieras paseando por el disco duro de Darwin, ¿me entiendes? Solo los depósitos con animales en alcohol metílico tienen más de 20 kilómetros de estanterías. ¡Imagínate!
Allí están las muestras que recogió Joseph Banks en Australia, las de Alexander von Humboldt en el Amazonas, las que trajo Darwin en el Beagle... Y un montón más, que o son súper raras, o tienen una importancia histórica tremenda, o las dos cosas. A mucha gente le gustaría tocar todo eso, y algunos lo hacen, eh. En el 54, el museo recibió una colección de aves de un tal Richard Meinertzhagen, que era un coleccionista muy entusiasta. Había escrito un libro sobre las aves de Arabia y otras cosas así. Iba al museo casi todos los días para tomar notas. Bueno, pues cuando abrieron las cajas con su colección, ¡sorpresa! Un montón de las muestras tenían… ¡las etiquetas del propio museo! Resulta que el señor Meinertzhagen llevaba años "coleccionando" muestras para sí mismo. ¡Ahí está el porqué de su manía de llevar abrigo, incluso en verano!
Y unos años después, pillaron a un señor mayor, muy amable él, que solía ir al departamento de moluscos… me dijeron que era “un caballero distinguido”. Lo pillaron, así, in fraganti, metiendo conchas marinas valiosísimas dentro de las patas huecas de su andador. ¡Qué fuerte!
Como decía un señor que me enseñó la parte del museo que no está abierta al público, Richard Fortey: "Siempre hay gente que codicia lo que tenemos aquí". Andábamos por los departamentos, viendo a gente sentada a mesas grandes, estudiando artrópodos, hojas de palmera, cajas de huesos amarillentos… Todo el mundo trabajando sin prisa, porque es un trabajo que nunca se acaba. En el 67, el museo publicó un informe sobre una expedición al Océano Índico que había hecho John Murray… ¡y la expedición había terminado 44 años antes! En ese mundo, las cosas se hacen a su ritmo.
Y bueno, en ese museo hay un señor muy simpático que lleva 42 años estudiando una planta que se llama Hypericum. Se jubiló en el 89, pero sigue yendo todas las semanas. 42 años… ¡para estudiar una sola planta! Es increíble, ¿verdad? Pero bueno, como me dijeron, "la conoce a fondo".
Otra cosa curiosa es que el señor que me enseñó el museo se equivocó una vez de piso, y acabó perdido en el departamento de botánica. Allí me presentaron a un señor llamado Lane Ellis, que es un experto en musgos.
Resulta que los musgos no sirven para mucho, ni comercial ni económicamente. Pero, ¡ojo!, que hay un montón: unos 700 géneros y más de 10.000 especies. Y eso que no estamos hablando de líquenes, que antes se confundían con los musgos. Pero es que, como me dijo Lane Ellis, "si vas a la selva tropical, por ejemplo, a Malasia, encuentras especies nuevas con facilidad". Él mismo fue hace poco y vio una especie que no estaba registrada. Así que, quién sabe cuántas especies hay por descubrir. "Nadie lo sabe con certeza", me dijo.
Y claro, uno piensa, ¿quién va a dedicar su vida a estudiar algo tan insignificante como los musgos? Pues hay cientos de personas que lo hacen, y que se lo toman muy en serio. "Las reuniones son muy animadas", me contaron.
Le pedí al señor Ellis que me pusiera un ejemplo de controversia, y me contó que una señora había dividido un género de musgos en tres géneros distintos: *Drepanocladus*, *Warnstorfia* y *Hamatacoulis*. Vamos, que la cosa tenía su lógica, pero… ¡imagínate el trabajo de reorganizar toda la colección! Y los libros se quedan desactualizados, claro.
También me dijo que hay muchos misterios en el mundo de los musgos. Por ejemplo, hay un musgo que se llama *Stanfordia rivularis*, que se encontró en el campus de la Universidad de Stanford, en California, y luego en un camino de Cornualles, en Inglaterra. ¡Pero en ningún otro sitio entre medias! ¿Cómo puede ser? "Ahora se llama *Pseudocampylium radicale*", me dijo. Otra corrección más.
Claro, cuando encuentras un musgo nuevo, tienes que compararlo con todos los demás para ver si ya está registrado. Luego tienes que escribir una descripción detallada, hacer ilustraciones y publicarlo en una revista especializada. En el siglo XX, se dedicaron sobre todo a limpiar el desorden que había dejado el siglo XIX, que fue la época dorada de la recolección de musgos.
Fíjate que los armarios donde guardan los musgos son preciosos, de madera de caoba antigua. Resulta que eran de Sir Joseph Banks, y los trajeron de su casa de Soho Square. ¡Los hizo para guardar las muestras que recogió en el viaje del Endeavour! Banks fue uno de los grandes botánicos de Inglaterra, y el viaje del Endeavour, el que hizo el capitán Cook para ver el tránsito de Venus en 1769 y declarar Australia colonia real, fue una de las mayores expediciones botánicas de la historia. Banks pagó una pasta para que le dejaran ir a él y a otras nueve personas: un naturalista, un secretario, tres artistas y cuatro criados. Se llevó 30.000 muestras de plantas, de las que 1.400 no se habían visto nunca. ¡Casi un cuarto de las plantas conocidas en el mundo!
En el siglo XVIII, la recolección de plantas era una manía internacional. Los botánicos y aventureros se esforzaban por encontrar plantas nuevas. Un tal Thomas Nuttall, que al principio era un impresor sin estudios, se aficionó a las plantas y se dedicó a recorrer América a pie, recolectando cientos de especies que no se habían visto antes. John Fraser, el que le dio nombre al abeto de Fraser, pasó años recogiendo muestras en territorio salvaje para Catalina la Grande, pero cuando volvió a Rusia se encontró con que había un nuevo zar, que pensó que estaba loco y no le pagó. Fraser se llevó todo a Chelsea, montó un vivero y vendió rododendros, magnolias, enredaderas y otras maravillas de las colonias a los nobles ingleses, y se hizo rico.
En fin, que todo esto era para decir que el mundo está lleno de vida, ¿no? Y que necesitamos clasificarla y ordenarla. Por suerte, un señor sueco llamado Carl Linnaeus, o Carlos Linneo, ya había pensado en eso.
Linneo era hijo de un pastor luterano, y al principio no era muy buen estudiante. Pero luego se puso las pilas y estudió medicina en Suecia y Holanda. Y se empezó a interesar por la naturaleza. En los años 30 del siglo XVIII, empezó a catalogar todas las plantas y animales del mundo, usando su propio sistema. Y se hizo famoso.
Linneo era un poco egocéntrico, la verdad. Se pasaba el tiempo pintando y retocando sus retratos, y decía que no había habido "un botánico o zoólogo más grande" que él, y que su sistema de clasificación era "el mayor logro en el campo de la ciencia". Incluso propuso que en su lápida pusieran "Príncipe de los Botánicos". ¡Toma ya! Y ojo con llevarle la contraria, que te ponía el nombre de una mala hierba.
Otra cosa curiosa de Linneo es que le interesaba mucho el sexo. Le gustaba comparar las conchas de algunos bivalvos con la anatomía femenina, y les ponía nombres como "vulva", "labios", "vello púbico", "ano" y "himen". Clasificaba las plantas según sus órganos reproductores, y las describía como si fueran personas enamoradas. Hablaba de "adulterio", "amantes estériles" y "lechos nupciales". A una planta la llamó *Clitoria*. Normal que a mucha gente le pareciera raro, ¿no?
Pero su sistema de clasificación era muy útil. Antes de Linneo, los nombres de las plantas eran larguísimos y descriptivos. Él los acortó y los hizo más fáciles de usar. Por ejemplo, a la *Physalis amno ramosissime ramis angulosis glabris foliis dentoserratis* la llamó simplemente *Physalis anguulata*. Y así resolvió un montón de confusiones.
Gracias a Linneo, la taxonomía, la ciencia de la clasificación, cambió para siempre. Antes, se clasificaba a los animales según si eran salvajes o domésticos, terrestres o acuáticos, grandes o pequeños, o incluso si se consideraban bonitos y nobles o insignificantes. Linneo lo hizo según sus características físicas, y acabó con todo eso.
Al principio, Linneo pensaba ponerle un nombre de género y un número a cada planta, como *Convolvulus 1*, *Convolvulus 2*, etc. Pero luego se le ocurrió lo de los nombres dobles, que es lo que usamos ahora. Quería usar este sistema para todo, como las rocas, los minerales, las enfermedades, los vientos... Pero no todo el mundo estaba de acuerdo, porque algunos nombres eran un poco vulgares. Y es que antes de Linneo, los nombres comunes de las plantas y los animales también eran bastante… picantes, por decirlo suavemente.
Con el tiempo, muchos de estos nombres se fueron dejando de usar, y se introdujeron otros más elegantes. También se añadieron categorías como "orden", "clase" y "familia". En fin, que la clasificación de los seres vivos es un proceso que lleva mucho tiempo, y que todavía está en marcha.
Linneo dividió el reino animal en seis clases: mamíferos, reptiles, aves, peces, insectos y gusanos. Todo lo que no encajaba en las cinco primeras clases lo metía en la sexta. Pero claro, meter a las langostas y a los camarones en la clase de los gusanos no tenía mucho sentido, así que se crearon nuevas clases, como los moluscos y los crustáceos. El problema es que cada país usaba una clasificación diferente. En 1842, los ingleses propusieron unas reglas nuevas, las Reglas de Strickland, pero los franceses no estuvieron de acuerdo y propusieron las suyas propias. Mientras tanto, la Sociedad Americana de Ornitología decidió usar la edición de 1758 del *Systema Naturae* de Linneo en lugar de la edición de 1766, que era la que se usaba en otros sitios. ¡Imagínate el lío! Al final, en 1902, los naturalistas se pusieron de acuerdo y adoptaron unas reglas uniformes.
La taxonomía a veces se describe como una ciencia, a veces como un arte, pero en realidad es un campo de batalla. Todavía hoy, el sistema es más confuso de lo que mucha gente cree. Por ejemplo, en cuanto a la división de los seres vivos en filos, hay algunos que son muy conocidos, como los moluscos (almejas y caracoles), los artrópodos (insectos y crustáceos) y los cordados (nosotros y todos los animales con columna vertebral). Pero a partir de ahí, la cosa se complica. Hay filos como los gnatostomúlidos (gusanos marinos), los cnidarios (medusas y corales) y los priapúlidos (unos pequeños gusanos con forma de pene). Y lo más sorprendente es que no hay consenso sobre cuántos filos hay en total. Algunos biólogos dicen que hay unos 30, otros que unos 20, y Edward O. Wilson llegó a proponer 89 en su libro *La diversidad de la vida*. Todo depende de cómo clasifiques las cosas.
En un nivel más cotidiano, es aún más probable que haya diferentes nombres para la misma especie. Que una hierba llamada *Aegilops* se llame *incurva*, *incurvata* u *ovata* puede no ser un problema para la mayoría de la gente, pero puede generar debates muy acalorados entre los expertos. Y es que en el mundo hay unas 5.000 especies de hierbas, muchas de ellas muy parecidas. Algunas han sido descubiertas y nombradas hasta 20 veces. En fin, que organizar todo esto no es fácil.
Para resolver las diferencias a nivel mundial, existe una organización llamada Asociación Internacional de Taxonomía Vegetal, que decide cómo se deben llamar las cosas. De vez en cuando, sacan un decreto que dice que la fucsia, una planta ornamental muy común, ahora se llama *Epilobium*. Normalmente, estos cambios no causan mucho revuelo. Pero si tocan una planta que le gusta a la gente, se arma la de Dios. En los años 80, los crisantemos fueron expulsados de su género y pasaron al género *Dendranthema*, que no tiene ninguna gracia. Los que cultivan crisantemos son gente muy orgullosa, y protestaron ante el Comité de Plantas Semilleras, que existe de verdad. Al final, en 1995, se revocó la decisión.
Pero bueno, estos debates y reclasificaciones pasan en todos los campos de la biología. Por eso es tan difícil saber cuántas cosas viven en nuestro planeta. No tenemos ni idea, como decía Edward O. Wilson. Se estima que hay entre 3 millones y 200 millones de especies, y que ¡el 97% de ellas aún no se han descubierto!
De las que conocemos, más del 99% tienen solo una descripción básica: "un nombre científico, unas cuantas muestras en un museo y unas pocas notas en una revista científica". En *La diversidad de la vida*, Wilson estimaba que conocíamos 1,4 millones de especies, pero decía que era solo una estimación. Otros expertos dicen que conocemos entre 1,5 millones y 1,8 millones de especies, pero no hay un registro centralizado donde se puedan comprobar las cifras. En resumen, no sabemos lo que sabemos.
En teoría, podríamos ir a preguntar a los expertos de cada campo cuántas especies hay en su campo y sumar los resultados. Pero lo que pasa es que casi nunca coinciden. Algunos dicen que hay 70.000 especies de hongos conocidas, otros que 100.000. ¡Casi un 50% de diferencia! Puedes encontrar afirmaciones muy seguras de que hay 4.000 especies de lombrices de tierra descritas, o también de que hay 12.000. Y en cuanto a los insectos, las estimaciones varían entre 750.000 y 950.000. Y estas son solo las especies conocidas. En cuanto a las plantas, la cifra más aceptada está entre 248.000 y 265.000 especies. Parece poco, pero es más de 20 veces el número de plantas con flores que hay en toda Norteamérica.
No es fácil poner orden en todo esto. En los años 60, un señor llamado Colin Groves empezó a estudiar sistemáticamente las más de 250 especies de primates conocidas. Descubrió que muchas veces la misma especie se había descrito dos o más veces, a veces hasta siete. ¡Y el que la había descubierto no sabía que ya se conocía! Groves tardó 40 años en poner orden en todo esto. ¡Y eso que los primates son un grupo relativamente pequeño y fácil de identificar! Si alguien intentara hacer algo parecido con las 20.000 especies de líquenes, las 50.000 especies de moluscos o las más de 400.000 especies de escarabajos que hay en el planeta, ¡no sé qué pasaría!
Lo que está claro es que hay una cantidad enorme de vida en el mundo, aunque no sepamos exactamente cuánta. En los años 80, un señor llamado Terry Erwin roció 19 árboles de la selva panameña con insecticida, y luego recogió todo lo que cayó en sus redes. Entre lo que recogió había 1.200 especies de escarabajos. Según las estimaciones, en todo el planeta hay como 30 millones de insectos. Otros, usando datos similares, dicen que hay 13 millones, 80 millones o 100 millones de especies. Así que, como ves, las cifras son muy variables.
Según *The Wall Street Journal*, en el mundo hay "unos 10.000 taxónomos activos", lo que no es mucho, teniendo en cuenta la cantidad de cosas que hay que catalogar. Y solo se registran unas 15.000 especies nuevas cada año. ¡A este ritmo, tardaríamos miles de años en catalogar todo!
Como decía un señor llamado Koen Maes, "no tenemos una crisis de biodiversidad, ¡tenemos una crisis de taxónomos!". Maes es un señor belga que dirige el departamento de vertebrados del Museo Nacional de Kenia, en Nairobi. Me contó que en toda África no hay taxónomos especializados. Y que él mismo se iba a finales de año, porque no había financiación.
Un botánico inglés llamado G.H. Godfrey dijo hace poco en un artículo para la revista *Nature* que los taxónomos suelen "carecer de estatus y recursos". El resultado es que "muchas especies se describen de forma chapucera en publicaciones oscuras, y nadie se molesta en relacionar un nuevo taxón con las especies y clasificaciones existentes". Además, muchos taxónomos dedican más tiempo a ordenar las especies antiguas que a describir las nuevas. Godfrey también lamentaba que no se esté aprovechando el potencial de Internet para la clasificación. En general, la taxonomía sigue haciéndose a la antigua usanza, en papel.
Para poner las cosas al día, un señor llamado Kevin Kelly creó en 2001 una organización llamada la Fundación para Todas las Especies, con el objetivo de descubrir y catalogar todos los seres vivos. Se estima que esto costaría entre 1.300 y 30.000 millones de libras esterlinas. ¡Una barbaridad!
Si tenemos en cuenta que todavía hay 10 millones de insectos por descubrir, y que el ritmo de descubrimiento es el que es, necesitaríamos más de 15.000 años para catalogar todos los insectos. Y aún más tiempo para catalogar el resto de los animales.
¿Por qué sabemos tan poco? Pues por muchas razones.
Para empezar, muchos seres vivos son muy pequeños y fáciles de pasar por alto. Piensa que en tu colchón puede haber unos 2 millones de ácaros microscópicos que se alimentan de tu sebo y de las escamas de tu piel. Y en tu almohada puede haber 40.000 microorganismos. ¡Y no creas que cambiar la funda de la almohada sirve de mucho! A los ácaros les da igual. Si tu almohada tiene seis años, se estima que una décima parte de su peso son "escamas de piel, ácaros vivos, ácaros muertos y excrementos de ácaros". ¡Qué asco! Pero bueno, al menos son tus propios ácaros. Imagínate con qué te acuestas cuando te metes en una cama de hotel. Estos ácaros han estado con nosotros desde siempre, pero no se descubrieron hasta 1965.
Si no nos dimos cuenta de los ácaros hasta la era de la televisión en color, no es de extrañar que sepamos tan poco de la mayoría de los demás bichos. Si vas a un bosque y coges un puñado de tierra, tendrás en la mano 10.000 millones de bacterias, la mayoría desconocidas para la ciencia. También habrá un millón de hongos, 200.000 pequeños hongos peludos llamados mohos, 10.000 protozoos y todo tipo de rotíferos, gusanos planos, gusanos redondos y otros microorganismos. ¡Y la mayoría tampoco se conocen!
En el *Manual de bacteriología sistemática de Bergey*, el manual más completo sobre bacterias, se catalogan unas 4.000 especies. En los años 80, dos científicos noruegos analizaron una muestra de tierra que cogieron al azar en un bosque de hayas cerca de su laboratorio. Descubrieron que en esa pequeña muestra había entre 4.000 y 5.000 especies diferentes de bacterias, ¡más que en todo el manual de Bergey! Luego fueron a la costa, a unos kilómetros de distancia, cogieron otra muestra de tierra y encontraron otras 4.000 o 5.000 especies de bacterias diferentes. Como decía Edward O. Wilson, "si hay más de 9.000 especies de bacterias en dos puñados de tierra de dos lugares diferentes de Noruega, ¿cuántas especies habrá por descubrir en otros lugares totalmente distintos?". Algunos dicen que podría haber hasta 400 millones de especies.
Es que no estamos buscando en los lugares adecuados. En *La diversidad de la vida*, Wilson hablaba de un botánico que pasó unos días en un bosque de 10.000 metros cuadrados en Borneo y descubrió 1.000 especies nuevas de plantas con flores. ¡Más que en toda Norteamérica! No es que fueran difíciles de encontrar, es que nadie había ido a buscarlas antes. Un señor del Museo Nacional de Kenia me contó que fue a un bosque nuboso, como llaman a los bosques de montaña de Kenia, y en media hora "sin buscar mucho" encontró cuatro especies nuevas de miriápodos.
Los bosques tropicales solo cubren el 6% de la superficie de la Tierra, pero albergan a más de la mitad de los animales y a dos tercios de las plantas con flores. Y la mayoría de estos seres vivos son desconocidos para nosotros, porque casi nadie se molesta en estudiarlos. Muchos de ellos podrían ser muy valiosos. Se estima que el 99% de las plantas con flores no se han analizado para ver si tienen propiedades medicinales. Las plantas, al no poder escapar de los herbívoros, han tenido que desarrollar mecanismos de defensa químicos muy complejos, por lo que son una fuente muy rica de compuestos. Todavía hoy, casi una cuarta parte de todos los medicamentos que se venden con receta proceden de solo 40 plantas. Así que cada vez que talamos 10.000 metros cuadrados de bosque, corremos el riesgo de perder un avance médico importante.
Pero no siempre hay que irse a lugares remotos para encontrar cosas nuevas. En un libro, un señor llamado Richard Fortey hablaba de una bacteria antigua que se encontró en la pared de un pub de pueblo "donde han estado orinando los hombres durante generaciones". ¡Toma ya!
Tampoco hay suficientes expertos. Hay tantas cosas por descubrir, estudiar y catalogar que no hay científicos suficientes para hacerlo. Por ejemplo, hay unos bichos llamados tardígrados, que son unos microorganismos muy resistentes que pueden vivir en casi cualquier entorno. Cuando las cosas se ponen feas, se encogen, apagan su metabolismo y esperan a que vengan tiempos mejores. En este estado, puedes hervirlos o congelarlos a temperaturas cercanas al cero absoluto, que no les pasa nada. Cuando se acaba el tormento, vuelven a la vida como si nada hubiera pasado. Se conocen unas 500 especies de tardígrados, pero nadie sabe cuántas hay en total. En los últimos años, casi todas las especies conocidas se han descubierto gracias al trabajo de un aficionado llamado David Bryce, que es oficinista en Londres y estudia los tardígrados en su tiempo libre. ¡Imagínate!
Y qué decir de los hongos, que son unos seres vivos muy importantes y omnipresentes. Los hongos están en todas partes y de muchas formas: setas, mohos, levaduras, etc. Si juntas todos los hongos que hay en 10.000 metros cuadrados de pradera, tendrías 2.800 kilos de hongos. Sin los hongos no tendríamos yogur, cerveza ni queso. Se conocen unas 70.000 especies de hongos, pero se estima que podría haber hasta 1,8 millones. Muchos micólogos trabajan para la industria alimentaria, fabricando quesos, yogures, etc., así que no se sabe cuántos se dedican a la investigación. Pero seguro que hay más especies de hongos por descubrir que gente que las descubra.
El mundo es muy grande. Nos creemos que es pequeño por los aviones y otros medios de transporte, pero a ras de suelo, que es donde tienen que trabajar los investigadores, el mundo es enorme y está lleno de cosas nuevas. Hace poco se descubrió que el okapi, un pariente cercano de la jirafa, es muy abundante en la selva del Zaire. Se estima que hay unos 30.000 ejemplares. ¡Y nadie sabía de su existencia hasta el siglo XX! El takahe, un ave grande no voladora de Nueva Zelanda, se creía extinto desde hacía 200 años, pero se redescubrió en las montañas de la Isla Sur. En 1995, una expedición de científicos franceses e ingleses se perdió en un valle remoto del Tíbet y se topó con una especie nueva de caballo, el Riwoche, que solo se conocía por pinturas rupestres prehistóricas. Los habitantes del valle se sorprendieron al saber que ese caballo era considerado una rareza en el mundo exterior.
Algunos creen que aún nos esperan sorpresas mayores. En 1995, *The Economist* escribió que "un destacado etnobiólogo británico cree que es posible que haya un perezoso terrestre tan alto como una jirafa en las selvas remotas del Amazonas". Curiosamente, la revista no mencionó el nombre del etnobiólogo. Quizás sea porque después no se supo nada más de él ni del perezoso gigante. Pero hasta que no hayamos explorado cada claro del bosque, no podemos estar seguros de que no existe. Y estamos muy lejos de lograrlo.
Pero incluso si formáramos a miles de exploradores de campo y los enviáramos a los confines de la Tierra, puede que no fuera suficiente, porque hay vida en todos los lugares donde es posible que haya vida. La riqueza de la vida es asombrosa, satisfactoria y, al mismo tiempo, problemática. Para explorarla toda, tendríamos que levantar todas las piedras, filtrar todos los residuos del suelo del bosque, tamizar cantidades incontables de arena y tierra, adentrarnos en todos los matorrales e inventar formas mucho más eficaces de explorar el océano. E incluso así nos perderíamos ecosistemas enteros. En los años 80, unos espeleólogos aficionados se metieron en una cueva profunda de Rumanía que llevaba mucho tiempo aislada del exterior, y encontraron 33 especies de insectos y otros bichos pequeños, como arañas, ciempiés y cochinillas, todos ciegos, incoloros y desconocidos para la ciencia. Se alimentaban de los microbios que flotaban en las charcas, y estos microbios se alimentaban del sulfuro de hidrógeno de las aguas termales.
Podríamos pensar que es desalentador o incluso aterrador que sea imposible que descubramos todo lo que hay en el mundo, pero también podemos verlo como algo muy emocionante. El planeta en el que vivimos tiene una capacidad casi ilimitada para sorprendernos. ¿A quién no le gustaría eso?
Al revisar las disciplinas científicas, lo que más llama la atención es ver a tanta gente dispuesta a dedicar su vida a explorar los campos más recónditos. Un señor llamado Stephen Jay Gould hablaba de un personaje llamado Henry Edward Crampton, que se pasó 50 años, desde 1906 hasta su muerte en 1956, estudiando en silencio un caracol terrestre de la Polinesia llamado Partula. Año tras año, Crampton midió una y otra vez las espirales, las curvas y los arcos suaves de incontables Partulas con la mayor precisión posible, hasta el octavo decimal, y recopiló los resultados en tablas detalladas. Cada línea de las tablas de Crampton podía representar semanas de mediciones y cálculos.
Y otro señor llamado Alfred C. Kinsey, que se hizo famoso por estudiar la sexualidad humana, antes de interesarse por el sexo era entomólogo. ¡Y un entomólogo muy dedicado! En una expedición que duró dos años, recorrió 4.000 kilómetros y recogió 300.000 ejemplares de avispas. Cuántas veces le picaron, ay, eso no quedó registrado.
Lo que no entiendo es cómo te aseguras de que haya gente que siga estos estudios en el futuro. No creo que haya muchas instituciones dispuestas a apoyar a un experto en percebes o a un especialista en caracoles del Pacífico. En el Museo de Historia Natural de Londres, le pregunté a Richard Fortey cómo se aseguraba la ciencia de que hubiera alguien que siguiera el trabajo de los expertos cuando se retiraban.
Se echó a reír y me dijo que "no es como si hubiera suplentes esperando en el banquillo a que los llamen para jugar. Si un experto se jubila o, por desgracia, fallece, es posible que el trabajo en ese campo se interrumpa, a veces durante mucho tiempo".
"Supongo que es por eso que valoran tanto que alguien se pase 42 años estudiando una planta, aunque no consiga resultados muy novedosos, ¿no?", le pregunté.
"Desde luego", me dijo. "Desde luego". Y parecía que lo decía de verdad.