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Calculating...

A ver, a ver, bueno... pues resulta que, eh, allá por finales del siglo XIX, ¿no?, los científicos estaban como súper contentos, súper satisfechos, porque pensaban que ya lo habían descifrado casi todo, ¿sabes? O sea, que ya le habían encontrado la quinta pata al gato a la física.

Imagínate, eh, la electricidad, el magnetismo, los gases, la óptica, el sonido... ¡todo eso ya lo tenían controlado! Habían descubierto los rayos X, los rayos catódicos, el electrón... ¡un montón de cosas! Y, claro, inventaron un montón de unidades de medida, ¿no?, como el ohmio, el vatio, el kelvin... bueno, una barbaridad.

Vamos, que todo lo que se pudiera hacer vibrar, acelerar, destilar, combinar... ¡lo hacían! Y en ese proceso, pues, ¡zas!, un montón de leyes universales, ¿no? Que si la teoría electromagnética de la luz, que si la ley de las proporciones recíprocas, que si la ley de Charles... ¡un rollo! El mundo, o sea, estaba lleno de máquinas y aparatos que hacían un ruido impresionante, ¿sabes? ¡Tin, tan, clac, clac! Y muchos pensaban, pues, que ya no quedaba mucho por hacer, que los científicos ya no tenían mucho trabajo.

Total, que un chaval alemán, un tal Max Planck, allá por 1875, estaba indeciso, ¿no?, no sabía si estudiar matemáticas o física. Y, la verdad, le aconsejaban que no estudiara física, porque, según decían, ya se había resuelto todo. Le decían que el siglo siguiente iba a ser de consolidación, no de revolución. Pero bueno, Planck no hizo caso y se metió de lleno en la física teórica, sobre todo en el tema de la entropía, ¿no? Que es como una medida del desorden de un sistema, ¿sabes? Como cuando tienes una baraja de cartas ordenadita y la mezclas. La entropía mide ese desorden, ¿no?

Y bueno, al chaval le pareció un tema interesante, ¿no?, con mucho futuro. Y, al final, en 1891, ¡sorpresa!, resulta que ya había alguien que había hecho algo parecido. Un tal J. Willard Gibbs, de la Universidad de Yale.

Gibbs era un tipo rarísimo, ¿eh? Un poco ermitaño. Apenas salía de casa.

Vamos, que se pasaba la vida entre su casa y la universidad, que estaban a tres manzanas, ¿no? ¡Imagínate! Durante los primeros diez años en Yale, ni siquiera cobraba. ¡Tenía otras rentas! Y desde 1871 hasta que murió, en 1903, fue profesor allí, pero casi nadie se apuntaba a sus clases, ¿eh? ¡Uno o dos alumnos por semestre! Escribía de una forma súper complicada, con símbolos que solo entendía él, ¿no? Un jeroglífico, vamos. Pero, eso sí, debajo de todas esas fórmulas raras se escondían unas ideas súper brillantes.

Entre 1875 y 1878, Gibbs escribió una serie de artículos que luego reunió en un libro que se llamaba "Sobre el equilibrio de sustancias heterogéneas".

En ese libro, explicaba casi todos los principios de la termodinámica, ¿no?, desde los gases hasta las reacciones químicas. Lo que Gibbs quería demostrar era que la termodinámica no solo se aplicaba a las máquinas de vapor, sino también a las reacciones químicas a nivel atómico. ¡Una pasada! El libro se considera un clásico, pero, no sé por qué, Gibbs decidió publicarlo en una revista de Connecticut que no conocía ni el tato, ¿no? Así que, claro, Planck tardó en enterarse de su existencia.

Pero bueno, Planck no se desanimó, o bueno, quizá un poquito, y se puso a estudiar otras cosas. Ah, bueno, y hablando de mala suerte, es que a Planck le pasaron de todo, ¿eh? Su primera mujer murió muy joven, sus hijos murieron en la guerra, y hasta le cayó una bomba en la casa cuando tenía 85 años. ¡Una vida súper dura!

Pero bueno, a ver, vamos a cambiar un poquito de tema, ¿no?, y nos vamos a Ohio, a Cleveland, a una escuela que se llamaba Case School of Applied Science. Allí, en los años 1880, un físico llamado Albert Michelson estaba haciendo unos experimentos con la ayuda de un químico llamado Edward Morley. Y esos experimentos iban a tener unas consecuencias importantes, ¡eh!

Lo que hicieron Michelson y Morley fue, sin querer, ¡eh!, echar por tierra una idea que se tenía sobre una cosa llamada éter lumínico. Se suponía que el éter era una sustancia invisible, sin peso, sin fricción, que llenaba todo el universo, ¿no? Descartes lo había propuesto, Newton lo había aceptado, y casi todo el mundo lo daba por hecho. Se creía que el éter era necesario para que la luz pudiera viajar por el espacio. Porque, claro, en esa época se pensaba que la luz era una onda, y las ondas necesitan un medio para propagarse, ¿no? Pues ese medio era el éter. Vamos, que sin el éter, la cosa no funcionaba.

Y a ver, si queremos un ejemplo de que Estados Unidos era la tierra de las oportunidades en el siglo XIX, pues tenemos a Albert Michelson, ¿no? Nació en una familia pobre de comerciantes judíos en la frontera entre Alemania y Polonia, y de pequeño se fueron a California, a un pueblo minero. No tenían dinero para que estudiara, así que se fue a Washington y se plantó delante de la Casa Blanca a esperar a que el presidente Grant saliera a pasear, ¿no? Y, bueno, al final le cayó bien al presidente y le consiguió una plaza gratis en la Academia Naval. ¡Así como suena! Y ahí fue donde estudió física.

Diez años después, Michelson era profesor en Cleveland y se interesó por medir una cosa que se llamaba deriva del éter, ¿no? Se suponía que, si la Tierra se movía a través del éter, eso crearía como un viento en contra, ¿no? Y la física de Newton decía que la velocidad de la luz sería diferente dependiendo de si te movías a favor o en contra de ese viento. Pero nadie sabía cómo medir eso. A Michelson se le ocurrió que la Tierra se movía hacia el Sol durante seis meses y en dirección opuesta durante los otros seis meses. Así que, si hacía mediciones precisas en diferentes épocas del año y comparaba la velocidad de la luz, pues podría encontrar la respuesta.

Michelson convenció a Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, para que le financiara un aparato súper preciso que él mismo había diseñado, llamado interferómetro, para medir la velocidad de la luz. Y, bueno, con la ayuda de Morley, se pasó años haciendo mediciones. Era un trabajo muy delicado, que le agotó mentalmente, ¿eh? Tuvo que parar un tiempo.

Pero, al final, en 1887, tuvieron los resultados. Y, ¡sorpresa!, los resultados no eran lo que esperaban.

Como escribió Kip Thorne, astrofísico de Caltech, "la velocidad de la luz era la misma en todas las direcciones y en todas las estaciones del año". ¡Toma ya! Esa fue la primera señal en 200 años de que las leyes de Newton quizá no se cumplían siempre y en todas partes. El experimento de Michelson-Morley se considera "el resultado más negativo de la historia de la física", según William H. Cropper. Y por eso Michelson ganó el Premio Nobel, ¡eh! Fue el primer americano en ganarlo. Pero bueno, el caso es que el experimento de Michelson-Morley dejó una sensación rara entre los científicos.

Lo curioso es que, a pesar de este descubrimiento, Michelson pensaba, como muchos otros, que la ciencia estaba a punto de llegar a su fin. ¡Que solo quedaba ponerle unos adornos!

Pero, claro, la realidad era que el mundo estaba a punto de entrar en un siglo de ciencia, ¿no? Donde cada uno sabría un poquito, pero nadie lo sabría todo. Los científicos iban a descubrir que el universo estaba lleno de partículas y antipartículas, que las cosas aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. La ciencia iba a pasar de estudiar las cosas grandes, que se ven y se tocan, a estudiar las cosas pequeñísimas, que pasan rapidísimo y son casi imposibles de imaginar. Íbamos a entrar en la era cuántica, y el primero en abrir la puerta fue un tal Max Planck.

En 1900, Planck tenía 42 años y era profesor de física teórica en Berlín. Y fue él quien descubrió la teoría cuántica, ¿no? Que decía que la energía no era algo continuo, como un chorro de agua, sino que se transmitía en paquetes, ¿no? En "cuantos". Era una idea revolucionaria, que explicaba el experimento de Michelson-Morley, porque decía que la luz no era solo una onda. Y, a la larga, iba a ser la base de toda la física moderna. Pero, bueno, era la primera señal de que el mundo estaba a punto de cambiar.

Pero el momento clave, el amanecer de una nueva era, llegó en 1905. Ese año, una revista alemana de física publicó una serie de artículos escritos por un joven suizo. No había ido a la universidad, no tenía laboratorio, y solo usaba la biblioteca de la Oficina de Patentes de Berna. Era un simple técnico de tercera. ¡Había pedido un ascenso, pero se lo habían denegado!

Se llamaba Albert Einstein. Y ese año publicó cinco artículos en la revista, tres de los cuales, según C.P. Snow, "están entre los más grandes de la historia de la física": uno sobre el efecto fotoeléctrico, usando la teoría cuántica de Planck, otro sobre el movimiento browniano, y otro sobre la teoría de la relatividad especial.

El primero explicaba la naturaleza de la luz (y permitió inventar la televisión, entre otras cosas) y le valió un Premio Nobel. El segundo demostraba que los átomos realmente existían, algo que, sorprendentemente, aún se discutía. Y el tercero, pues, cambió el mundo por completo.

Einstein había nacido en Alemania en 1879, pero se había criado en Múnich. De pequeño no parecía que fuera a ser nadie importante, ¿eh? Se dice que tardó en hablar hasta los tres años. En los años 1890, el negocio de su padre quebró y se fueron a vivir a Milán. Él se quedó en Suiza para seguir estudiando, aunque al principio no aprobó el examen de ingreso a la universidad. En 1896 renunció a la nacionalidad alemana para no tener que ir al ejército y entró en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich para estudiar para ser profesor de secundaria. Era un estudiante inteligente, pero nada del otro mundo.

Se graduó en 1900 y, al poco tiempo, empezó a enviar artículos a la revista de física. Su primer artículo trataba sobre la física de los fluidos en las pajitas, ¡fíjate!, y se publicó en el mismo número que la teoría cuántica de Planck. Entre 1902 y 1904 escribió varios artículos sobre mecánica estadística, y resulta que J. Willard Gibbs ya había publicado lo mismo en 1901 en Connecticut. ¡Qué casualidad!

Además, Einstein se enamoró de una compañera de clase, una húngara llamada Mileva Marić. En 1901 tuvieron una hija sin casarse, y la dieron en adopción. Einstein nunca llegó a conocer a su hija. Dos años después se casó con Marić. Mientras tanto, Einstein consiguió un trabajo en la Oficina de Patentes de Suiza, donde estuvo durante siete años. Le gustaba el trabajo, porque le hacía pensar, pero no le impedía concentrarse en la física. Y ahí fue donde, en 1905, creó la teoría de la relatividad especial.

"Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento" es uno de los artículos científicos más importantes que se han escrito, tanto por su contenido como por su forma. No tenía notas al pie, ni citas, casi no usaba matemáticas, y no mencionaba a nadie que le hubiera influido. Solo agradecía la ayuda de un compañero de la oficina de patentes, llamado Michele Besso. Parecía que Einstein había llegado a esas conclusiones por sí solo, sin escuchar a nadie. Y en gran medida, era así.

La famosa ecuación E=mc2 no aparecía en ese artículo, sino en un pequeño suplemento que publicó unos meses después. Ya sabes, E es la energía, m es la masa y c2 es la velocidad de la luz al cuadrado.

En pocas palabras, esa ecuación significa que la masa y la energía son lo mismo. Son dos formas de la misma cosa: la energía es masa liberada y la masa es energía esperando a ser liberada. Y como c2 es un número enorme, la ecuación significa que cada objeto contiene una cantidad de energía increíble, ¡eh!

Quizá no te sientas muy fuerte, pero, si eres un adulto de estatura media, tu cuerpo contiene una energía potencial equivalente a 30 bombas de hidrógeno, ¿eh? Si supieras cómo liberarla, claro. Todos los objetos tienen esa energía dentro. Lo que pasa es que no somos muy buenos liberándola. Ni siquiera una bomba de uranio libera ni el 1% de la energía que podría liberar si fuéramos más listos.

La teoría de Einstein explicaba cómo funciona la radiactividad, por qué el uranio libera energía constantemente sin derretirse. (¡Convirtiendo masa en energía! E=mc2). Explicaba por qué las estrellas pueden brillar durante miles de millones de años sin quedarse sin combustible. (¡Lo mismo!). Con una simple fórmula, Einstein amplió la visión de geólogos y astrónomos en miles de millones de años. Y, sobre todo, demostraba que la velocidad de la luz es constante y la más rápida que existe. Así que nos daba una clave para entender la naturaleza del universo. Y, además, resolvía el problema del éter lumínico: ¡no existía! El universo de Einstein no necesitaba éter.

Los físicos no suelen prestar mucha atención a lo que publica un empleado de la Oficina de Patentes, así que, a pesar de toda la información útil que contenían, los artículos de Einstein pasaron bastante desapercibidos. Einstein solicitó un puesto de profesor en la universidad, pero se lo denegaron. Luego solicitó un puesto de profesor de secundaria, y también se lo denegaron. Así que volvió a su trabajo de técnico de tercera. Pero, claro, no dejó de pensar, ¿eh? Aún le quedaba lo mejor por llegar.

Una vez, el poeta Paul Valéry le preguntó a Einstein si llevaba una libreta para apuntar sus ideas. Einstein se sorprendió un poco. "Oh, no es necesario", le respondió. "Rara vez llevo una libreta". ¡Pues habría sido buena idea, eh! La siguiente idea de Einstein fue la mejor de todas. ¡La mejor de todas!

En 1907, parece ser que a veces se cuenta así, un obrero se cayó de un tejado, y Einstein empezó a pensar en la gravedad. Aunque, como en muchas historias bonitas, parece que la realidad es otra. Según el propio Einstein, la idea de la gravedad le vino mientras estaba sentado en una silla.

En realidad, lo que Einstein hizo fue empezar a buscar una respuesta al problema de la gravedad. Desde el principio se dio cuenta de que a la teoría de la relatividad especial le faltaba algo: la gravedad. La relatividad especial era "especial" porque solo estudiaba las cosas que se movían sin obstáculos. Pero, ¿qué pasaba si un objeto en movimiento, especialmente la luz, se encontraba con un obstáculo como la gravedad? Se pasó la mayor parte de los diez años siguientes pensando en ello, y al final, a principios de 1917, publicó un artículo titulado "Consideraciones cosmológicas sobre la teoría de la relatividad general". La relatividad especial de 1905 fue un logro profundo e importante, pero, como dijo C.P. Snow, si no lo hubiera pensado Einstein, lo habría pensado otro, probablemente en cinco años. Era algo que tenía que pasar. Pero la relatividad general era otra cosa. "Sin ella", escribió Snow en 1979, "quizá aún estaríamos esperando la teoría".

Einstein era un personaje increíble, con su pipa, su amabilidad, su pelo revuelto. Era imposible que pasara desapercibido para siempre. En 1919, al acabar la guerra, el mundo lo descubrió de repente. Y casi al mismo tiempo, su teoría de la relatividad se hizo famosa por ser incomprensible para el común de los mortales. El *New York Times* decidió escribir un artículo, y, por alguna razón incomprensible, encargaron la entrevista a un periodista deportivo especializado en golf, llamado Henry Crouch, que no entendió nada, como señala David Bodanis en su libro *E=mc2*.

Crouch no daba la talla y lo entendió todo mal. En su artículo cometió muchos errores, entre ellos, afirmar que Einstein había encontrado un editor valiente que se había atrevido a publicar un libro que solo 12 personas en el mundo podían entender. No existía tal libro, ni tal editor, ni una comunidad académica tan reducida, pero la idea caló. Poco después, en la imaginación popular, el número de personas que entendían la relatividad se redujo aún más. Y la comunidad científica no hizo nada por desmentir el mito.

Un periodista le preguntó al astrónomo británico Arthur Eddington si era cierto que era una de las tres únicas personas en el mundo que entendían la relatividad de Einstein. Eddington pensó un momento y respondió: "Estoy intentando pensar quién es la tercera persona". El problema de la relatividad no era que implicara muchas ecuaciones diferenciales, transformaciones de Lorentz y otras matemáticas complicadas (aunque las implicaba, y a veces incluso Einstein necesitaba ayuda), sino que no era intuitiva.

En esencia, la relatividad dice que el espacio y el tiempo no son absolutos, sino relativos al observador y al objeto observado. Cuanto más rápido se mueve uno, más se notan los efectos. Nunca podremos acelerarnos hasta la velocidad de la luz, porque cuanto más lo intentemos (y por tanto más rápido vayamos), más nos deformaremos con respecto a un observador externo.

Casi al mismo tiempo, los divulgadores científicos intentaron explicar estos conceptos al público en general. *La relatividad al alcance de todos* de Bertrand Russell fue un intento bastante exitoso, al menos comercialmente. En ese libro, Russell utilizaba una analogía que se ha repetido muchas veces. Pedía al lector que imaginara un tren de 90 metros de largo que viajaba al 60% de la velocidad de la luz. Para una persona de pie en la estación viéndolo pasar, el tren parecería tener poco más de 70 metros de largo, y todo lo que hubiera dentro se reduciría también. Si pudiéramos oír a la gente hablar dentro del tren, sus voces sonarían confusas y lentas, como un disco reproducido a baja velocidad, y sus movimientos parecerían torpes. Incluso los relojes del tren parecerían funcionar solo a cuatro quintas partes de su velocidad normal.

Pero, y aquí está la clave, la gente del tren no se sentiría deformada. Para ellos, todo parecería normal. Seríamos nosotros, en la estación, los que pareceríamos encogidos y moviéndonos lentamente. Todo depende de tu posición relativa con respecto al objeto en movimiento.

En realidad, esto ocurre cada vez que te mueves. Al volar en avión por Estados Unidos, sales del avión aproximadamente una cienmilmillonésima de segundo más joven que la persona que sale detrás de ti. Incluso al caminar de un lado a otro de una habitación, el tiempo y el espacio que experimentas cambian ligeramente. Se calcula que una pelota de béisbol lanzada a 160 kilómetros por hora gana 0,000000000002 gramos de masa al llegar al plato. Así que los efectos de la relatividad son reales y medibles. Lo que pasa es que son tan pequeños que no los notamos. Pero para otras cosas del universo, como la luz, la gravedad o el propio universo, son muy importantes.

Si los conceptos de la relatividad parecen raros, es solo porque no experimentamos esas interacciones en nuestra vida normal. Pero, de nuevo gracias a Bodanis, todos experimentamos otros tipos de relatividad con frecuencia, como el sonido. Si estás en un parque y alguien está tocando música horrible, sabes que si te alejas, la música parece sonar más baja. No es que la música realmente suene más baja, sino que tu posición con respecto a la música ha cambiado. Para algo muy pequeño o que se mueve muy lento, como un caracol, quizá sea difícil de creer que un altavoz pueda estar emitiendo dos volúmenes de música diferentes para dos oyentes al mismo tiempo.

Entre los muchos conceptos de la relatividad general, el más difícil de entender, el menos intuitivo, es la idea de que el tiempo es parte del espacio. Instintivamente pensamos en el tiempo como algo eterno, absoluto, inmutable, y creemos que nada puede perturbar su ritmo constante. Pero Einstein demostró que el tiempo es maleable, variable. El tiempo incluso tiene forma. El tiempo se combina con tres porciones de espacio, "inextricablemente entrelazados", en palabras de Stephen Hawking, para formar un "espacio-tiempo".

La forma más habitual de explicar el espacio-tiempo es imaginar algo plano y flexible, como una alfombra o una lámina de goma estirada, y colocar sobre ella un objeto pesado y redondo, como una bola de hierro. El peso de la bola hace que la lámina se estire y se hunda ligeramente. Esto es similar a lo que hace un objeto masivo como el Sol (la bola de hierro) con el espacio-tiempo (la lámina): lo estira, lo curva y lo deforma. Ahora, si haces rodar una bola más pequeña por la lámina, intentará moverse en línea recta, como exigen las leyes del movimiento de Newton. Pero, al acercarse a la bola grande y a la zona hundida de la lámina, rodará hacia abajo, inevitablemente atraída por la bola grande. Eso es la gravedad: una consecuencia de la curvatura del espacio-tiempo.

Todo objeto con masa crea una pequeña hendidura en la lámina del universo. Así que, como dice Dennis Overbye, el universo es una "lámina hundida definitiva". Desde este punto de vista, la gravedad no es tanto una cosa como un resultado: "No es una 'fuerza', sino un subproducto de la curvatura del espacio-tiempo", en palabras del físico Michio Kaku. Y añade: "En cierto sentido, la gravedad no existe. Lo que hace que los planetas y las estrellas se muevan es la deformación del espacio y el tiempo".

Claro que la analogía de la lámina hundida solo nos ayuda hasta cierto punto, porque no incluye el tiempo. Aunque, bueno, hasta ahí puede llegar nuestro cerebro. Es casi imposible imaginar que el espacio y el tiempo se entrelacen como hilos en una lámina, en una proporción de 3 a 1. En cualquier caso, creo que estaremos de acuerdo en que es una idea bastante impresionante para un joven que miraba por la ventana de la Oficina de Patentes de la capital suiza.

La teoría de la relatividad general de Einstein planteaba muchas ideas. Entre ellas, que el universo siempre se está expandiendo o contrayendo. Pero Einstein no era un cosmólogo, y aceptó la opinión popular de que el universo era estático, eterno.

Así que, casi por instinto, añadió a sus ecuaciones lo que llamó la constante cosmológica. La utilizaba como una especie de botón de pausa matemática, para contrarrestar arbitrariamente los efectos de la gravedad. Los libros de historia de la ciencia siempre perdonan este error a Einstein, pero en realidad es algo terrible desde el punto de vista científico. Él mismo lo llamó "el mayor error de mi vida".

Casualmente, más o menos al mismo tiempo que Einstein añadía una constante a su teoría, un astrónomo del Observatorio Lowell de Arizona estaba registrando lecturas de espectros de estrellas lejanas, y descubrió que las estrellas parecían alejarse de nosotros. El astrónomo tenía un nombre galáctico: Vesto Slipher (aunque era de Indiana). Resulta que el universo no es estático. Slipher descubrió que estas estrellas mostraban claramente un desplazamiento Doppler, el mismo mecanismo que produce el sonido característico de los coches de carreras que pasan a toda velocidad. Este fenómeno también se aplica a la luz: en el caso de las galaxias que se alejan, se llama desplazamiento al rojo (porque la luz que se aleja de nosotros se desplaza hacia el extremo rojo del espectro, mientras que la luz que se acerca a nosotros se desplaza hacia el extremo azul).

Slipher fue el primero en darse cuenta de este efecto en la luz y comprendió que era importante para entender el movimiento del universo. Por desgracia, nadie le prestó mucha atención. El Observatorio Lowell era un lugar un poco peculiar, ya sabes, donde Percival Lowell había estado obsesionado con los canales de Marte. En los primeros años del siglo XX, era un puesto de avanzada de la investigación astronómica en todos los sentidos. Slipher no conocía la teoría de la relatividad de Einstein, y el mundo tampoco conocía a Slipher, así que su descubrimiento no tuvo ninguna influencia.

El mérito se lo llevó un tipo muy engreído llamado Edwin Hubble. Hubble nació en 1889 en un pequeño pueblo de Misuri, en la frontera de los Montes Ozark, diez años más joven que Einstein. Su padre era un exitoso gerente de una compañía de seguros, así que siempre vivieron bien. Edwin también tenía un físico privilegiado. Era un atleta talentoso, carismático, elegante y guapo, "guapo hasta el punto de ser inapropiado", en palabras de William H. Cropper. En sus propias palabras, también solía hacer actos heroicos: rescatar a gente de ahogamientos, llevar a gente asustada a través de campos de batalla en Francia, y derrotar a boxeadores de talla mundial en combates de exhibición, dejándolos en ridículo. Todo esto parece demasiado bueno para ser verdad, pero es cierto. A pesar de sus muchos talentos, Hubble también era un mentiroso empedernido.

Lo cual es inusual, porque la vida de Hubble estuvo llena de logros reales desde el principio, a veces hasta el punto de ser increíblemente excepcional. Solo en una competición de atletismo de la escuela secundaria en 1906, ganó en salto con pértiga, lanzamiento de peso, lanzamiento de disco, lanzamiento de martillo, salto de altura sin impulso, salto de altura con impulso, y fue miembro del equipo ganador de relevos. ¡Siete primeros puestos en una sola competición! Ese mismo año, estableció el récord estatal de Illinois en salto de altura.

Como académico, también era extraordinario. Entró sin esfuerzo en la Universidad de Chicago para estudiar física y astronomía (donde, casualmente, el director del departamento era Albert Michelson). Allí fue elegido como uno de los primeros becarios Rhodes de la Universidad de Oxford. Los tres años en Inglaterra debieron subírsele a la cabeza. Cuando regresó a Wheaton en 1913, llevaba una capa larga, fumaba en pipa y hablaba con un acento afectado, más que británico, algo británico, que conservó el resto de su vida. Más tarde afirmó haber sido abogado en Kentucky durante la mayor parte de la década de 1920, pero en realidad fue profesor de secundaria y entrenador de baloncesto en Nueva Albany, Indiana, antes de obtener su doctorado y pasar un breve período en el ejército. (Llegó a Francia una semana antes de que se firmara el armisticio y casi con toda seguridad no oyó ni un disparo).

En 1919, a los 30 años, se trasladó a California y consiguió un puesto en el Observatorio Mount Wilson, cerca de Los Ángeles. Y de forma bastante inesperada, pronto se convirtió en el astrónomo más importante del siglo XX.

Detengámonos un momento a considerar lo poco que se sabía sobre el universo en ese momento.

Los astrónomos de hoy creen que puede haber 140.000 millones de galaxias en el universo visible. Es un número enorme, mucho mayor de lo que crees al oírlo. Si comparáramos una galaxia con una judía, esas judías llenarían un auditorio como el antiguo Boston Garden o el Royal Albert Hall. (Un astrofísico llamado Bruce Gregory ha hecho el cálculo). En 1919, cuando Hubble miró por primera vez por el telescopio, solo conocíamos una galaxia: la Vía Láctea. Todo lo demás se consideraba parte de la Vía Láctea o una nube de gas en el cielo lejano. Hubble pronto demostró que esa idea era completamente errónea.

Durante la década siguiente, Hubble se propuso responder a dos de las preguntas más básicas sobre el universo: ¿cuántos años tiene? ¿Qué tamaño tiene? Para responder a estas preguntas, primero había que saber dos cosas: a qué distancia estaban las galaxias y a qué velocidad se alejaban de nosotros (lo que ahora se conoce como velocidad de recesión). El desplazamiento al rojo nos dice a qué velocidad se alejan las galaxias, pero no nos dice a qué distancia están. Para eso se necesita lo que se llama una "candela estándar": una estrella con un brillo medido con precisión, que sirva como punto de referencia para medir el brillo de otras estrellas (y así calcular su distancia relativa).

Aquí es donde la suerte sonrió a Hubble. Poco antes, una mujer llamada Henrietta Swan Leavitt había descubierto una forma de encontrar ese tipo de estrellas. Leavitt era una "computadora" en el Observatorio del Harvard College. Las computadoras pasaban toda su vida estudiando fotografías de estrellas y haciendo cálculos. "Computadora" era solo una forma elegante de decir "trabajadora". Pero, en aquellos tiempos, en Harvard y en todas partes, ese era el lugar más cercano a la astronomía que podían llegar las mujeres. Aunque el sistema no era justo, tenía una ventaja inesperada: significaba que la mitad de los cerebros más brillantes se dedicaban a un trabajo que normalmente nadie se molestaría en hacer, lo que garantizaba que las mujeres acabaran notando sutilezas cósmicas que sus colegas masculinos solían pasar por alto.

Una computadora de Harvard llamada Annie Jump Cannon aprovechó sus conocimientos sobre las estrellas para inventar un sistema de clasificación de estrellas. El sistema era tan útil que todavía se utiliza hoy en día. La contribución de Leavitt fue aún más trascendental. Se dio cuenta de que un tipo de estrellas llamadas variables Cefeidas (llamadas así por la constelación de Cefeo, donde se descubrió la primera) palpitaban rítmicamente, como el "latido del corazón" de una estrella. Las variables Cefeidas son raras, pero al menos una de ellas nos resulta familiar a la mayoría. La estrella Polar es una variable Cefeida.

Ahora sabemos que las variables Cefeidas palpitan porque, en jerga astronómica, han pasado por la "secuencia principal" y se han convertido en gigantes rojas. La química de las gigantes rojas es un poco complicada y está fuera del alcance de este libro (requiere mucho conocimiento, entre otras cosas, de las propiedades del helio atómicamente ionizado). Pero, en resumen, al quemar su combustible restante, producen un fenómeno rítmico de brillo y atenuación constante. El genio de Leavitt fue descubrir que, al comparar el tamaño de las variables Cefeidas en diferentes ángulos del cielo, se podía calcular sus posiciones relativas. Podían utilizarse como candelas estándar, un término que ella también acuñó y que todavía se utiliza ampliamente. De esta forma se obtienen distancias relativas, no absolutas. Pero aun así, era la primera vez que alguien se le ocurría un método práctico para calcular las inmensidades del universo.

Para apreciar la profundidad de esta visión, quizá valga la pena señalar que, mientras Leavitt y Cannon deducían las características básicas del universo a partir de las borrosas sombras de estrellas lejanas en fotografías, el astrónomo de Harvard William H. Pickering, que podía observar a través de telescopios de primera clase tantas veces como quisiera, estaba elaborando su propia teoría según la cual las manchas oscuras de la Luna estaban causadas por grandes enjambres de insectos que migraban según las estaciones.

Hubble combinó las mediciones de Leavitt con el desplazamiento al rojo de Vesto Slipher, y comenzó a medir puntos del espacio selectivamente, con una nueva visión. En 1923 demostró que una mancha nebulosa en Andrómeda, con el nombre en clave M31, no era una nube de gas, sino una gran cantidad de estrellas brillantes que constituían una galaxia en sí misma, de 10.000 años luz de diámetro y a al menos 900.000 años luz de distancia. El universo era más grande de lo que nadie había imaginado. Mucho más grande. En 1924, Hubble escribió un artículo trascendental titulado "Variables Cefeidas en nebulosas espirales" ("nebulosa" proviene del latín y significa "nube", un término que a Hubble le gustaba utilizar para referirse a las galaxias), demostrando que el universo no solo contenía la Vía Láctea, sino también una gran cantidad de galaxias independientes, "universos isla", muchas de ellas mucho más grandes y lejanas que la Vía Láctea.

Solo este descubrimiento habría bastado para hacer famoso a Hubble, pero luego se centró en otra pregunta, tratando de calcular cuán grande era el universo, y llegó a un descubrimiento aún más notable. Hubble comenzó a medir el espectro de galaxias lejanas, el trabajo que Slipher había comenzado en Arizona. Utilizando el nuevo telescopio de 254 centímetros del Observatorio Mount Wilson, combinado con algunas deducciones ingeniosas, llegó a la conclusión a principios de la década de 1930 de que todas las galaxias del cielo (excepto la nuestra) se alejaban de nosotros. Y, además, lo hacían a una velocidad directamente proporcional a su distancia: cuanto más lejos estaba una galaxia, más rápido se alejaba.

Esto era realmente asombroso. El universo se estaba expandiendo, rápidamente, y en todas las direcciones. No hacía falta mucha imaginación para extrapolar a partir de esto y descubrir que debió haber comenzado en algún punto central. El universo, lejos de ser estable, fijo y eterno, como siempre se había pensado, tuvo un principio. Por lo tanto, quizá también tenga un final.

Como señala Stephen Hawking, lo extraño es que a nadie se le hubiera ocurrido antes explicar el universo. Un universo estático se colapsaría sobre sí mismo, algo que Newton y todos los astrónomos inteligentes posteriores deberían haber entendido. También estaba el problema de que, si las estrellas ardían sin cesar en un universo estático, todo el universo se calentaría demasiado, demasiado para criaturas como nosotros, por supuesto. Un universo en expansión resolvía en gran medida este problema de inmediato.

Hubble era bueno observando, pero no tan bueno pensando, así que no apreció del todo la importancia de sus descubrimientos. En parte, eso se debía a su lamentable desconocimiento de la teoría de la relatividad general de Einstein. Esto es interesante, porque por un lado Einstein y su teoría ya eran famosos en todo el mundo en ese momento, y por otro lado, en 1929, Albert Michelson, ya anciano pero aún uno de los científicos más respetados y perspicaces del mundo, aceptó un puesto en el Observatorio Mount Wilson para utilizar su fiable interferómetro para medir la velocidad de la luz, y al menos sin duda le habría mencionado a Hubble que la teoría de Einstein era pertinente para sus descubrimientos.

En cualquier caso, Hubble no aprovechó la oportunidad para hacer una ganancia teórica, sino que la dejó a un académico y sacerdote belga llamado Georges Lemaître (que tenía un doctorado del MIT). Lemaître combinó la práctica y la teoría, y elaboró su propia "teoría del petardo". Según esta teoría, el universo comenzó como un punto geométrico, un "átomo primigenio", que explotó repentinamente en un espectáculo de fuegos artificiales y desde entonces se ha ido extendiendo en todas las direcciones. Esta visión predecía maravillosamente la moderna teoría del Big Bang, pero mucho antes de que existiera la propia teoría. En consecuencia, aparte de una breve mención aquí, Lemaître apenas avanzó. El mundo tardaría décadas, hasta que Penzias y Wilson descubrieran accidentalmente la radiación de fondo cósmico en su antena ruidosa de Nueva Jersey, para que el Big Bang pasara de ser una idea interesante a una teoría establecida.

Ni Hubble ni Einstein se mencionan mucho en esta gran noticia. Sin embargo, aunque ninguno de los dos lo supiera en ese momento, ya habían hecho lo que podían hacer.

En 1936, Hubble escribió un libro popular titulado *El reino de las nebulosas*. En él, describía con aire satisfecho sus importantes logros, y por fin dejaba

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