Chapter Content
A ver, a ver... por dónde empezamos... Ah, sí, la química, esa ciencia que siempre nos suena a tubos de ensayo y fórmulas raras. Se dice, ¿no?, que la química como ciencia seria, respetable, empezó allá por 1661. Ahí fue cuando Robert Boyle, el de la Universidad de Oxford, sacó su libro "El Químico Escéptico". Digamos que fue el primer intento, o al menos uno de los primeros, de separar a los químicos de los alquimistas, esos que buscaban la piedra filosofal y transformar metales en oro. Pero vamos, que la cosa no fue de un día para otro, ¡ni mucho menos! Incluso entrado el siglo XVIII, tenías académicos de ambos bandos, ¿sabes? Gente que se sentía cómoda en los dos mundos. Por ejemplo, el alemán Johann Becher escribió un libro serio sobre mineralogía, "Física Subterránea", pero al mismo tiempo estaba convencido de que, con los materiales adecuados, ¡podía hacerse invisible! Imagínate...
Ahora, si quieres ver la naturaleza peculiar, a veces incluso accidental, de la química en sus inicios, tienes que conocer la historia de Hennig Brand, otro alemán. Este tío, en 1675, estaba convencido de que podía sacar oro de la orina humana. Sí, sí, como lo oyes. Parece que el color amarillento de la orina le hizo pensar eso. El caso es que reunió 50 cubos de orina, ¡50 cubos!, y los guardó en su bodega durante meses. Luego, con procesos misteriosos, transformó la orina en una pasta tóxica, y esa pasta en una especie de cera translúcida. Oro, obviamente, no encontró. Pero pasó algo curioso, ¡algo que brillaba! La cosa empezó a emitir luz, y a veces hasta se encendía sola en contacto con el aire.
A esta sustancia la llamaron fósforo, que viene del griego y del latín y significa "portador de luz". Algunos empresarios avispados vieron el potencial comercial del invento, pero la producción era súper complicada, costaba un ojo de la cara, así que no era rentable. Un gramo de fósforo podía costar como 6 guineas, ¡que equivaldría a unos 300 euros de hoy en día! O sea, ¡más caro que el oro!
Al principio, pedían a los soldados que donaran su orina, pero eso no era nada eficiente para una producción a gran escala. Hasta que, en la década de 1750, un químico sueco llamado Carl Wilhelm Scheele inventó un método para producir fósforo en masa sin necesidad de orina. Gracias a esto, Suecia se convirtió, y aún es, uno de los principales productores de cerillas.
Este Scheele era un tipo extraordinario, pero con muy mala suerte, ¡vamos, gafe total! Era un farmacéutico de bajo perfil y descubrió ocho elementos... ¡ocho! Cloro, flúor, manganeso, bario, molibdeno, tungsteno, nitrógeno y oxígeno. ¡Casi nada! Pero nunca se llevó el mérito. Sus descubrimientos pasaban desapercibidos o se publicaban después de que alguien más los descubriera por su cuenta. También descubrió compuestos útiles, como el amoniaco, la glicerina y el ácido tánico. ¡Hasta pensó que el cloro podía usarse como blanqueador! Pero nada, otros se hicieron ricos con sus ideas.
Encima, Scheele tenía la manía de probar todo lo que encontraba en el laboratorio. ¡Todo! Hasta sustancias súper tóxicas como el mercurio, el ácido cianhídrico (otro de sus descubrimientos) y el acetonitrile. De hecho, este último, el acetonitrile, es un compuesto tan venenoso que Schrödinger lo eligió como la toxina perfecta para su famoso experimento mental. Bueno, pues tanta imprudencia acabó con él. En 1786, a los 43 años, lo encontraron muerto en el laboratorio, rodeado de químicos tóxicos.
Si el mundo fuera justo y todos habláramos sueco, Scheele sería famoso en todo el mundo. Pero no. Los aplausos se los llevaron otros químicos, la mayoría de habla inglesa. Él descubrió el oxígeno en 1772, pero no pudo publicar sus hallazgos a tiempo por razones complicadas. Así que el mérito se lo llevó Joseph Priestley, que descubrió el mismo elemento por su cuenta, pero más tarde, en 1774. Y para colmo, tampoco se llevó el crédito por el descubrimiento del cloro. Casi todos los libros de texto le dan el crédito a Humphry Davy, que sí, lo descubrió, pero ¡36 años después de Scheele! ¡Qué injusticia!
Entre Newton, Boyle y Scheele, Priestley y Henry Cavendish, hubo un siglo de avances en la química, pero aún quedaba mucho por recorrer. Hasta los últimos años del siglo XVIII, los científicos buscaban cosas que no existían: gases alterados, ácidos marinos sin flogisto... El flogisto, por cierto, se suponía que era la fuerza que impulsaba la combustión. También creían en una fuerza vital misteriosa, capaz de animar la materia inerte. Nadie sabía dónde estaba esa fuerza, pero se creía que se podía activar con electricidad y que estaba presente en algunas sustancias y no en otras. De ahí la división entre química orgánica (las sustancias que se creían con esa fuerza) e inorgánica (las que se creían sin ella).
Entonces, hacía falta alguien con visión para llevar la química a la era moderna. Y ese alguien fue un francés: Antoine-Laurent Lavoisier. Nació en 1743 en una familia noble (su padre compró un título nobiliario). En 1768 compró una participación en una institución muy odiada: la "Ferme Générale", que se encargaba de recaudar impuestos para el gobierno. Dicen que Lavoisier era amable y justo, pero la Ferme Générale no lo era. Cobraba impuestos a los pobres y no a los ricos, y a menudo era arbitraria. A Lavoisier le atrajo la Ferme porque le daba mucho dinero para dedicarse a su verdadera pasión: la ciencia. Llegó a ganar 150.000 libras al año, ¡unos 12 millones de euros actuales!
Tres años después de entrar en ese negocio tan lucrativo, se casó con la hija de 14 años de su jefe. Un matrimonio de cabeza y corazón. La señora Lavoisier era inteligente y talentosa, y pronto se convirtió en una colaboradora indispensable para su marido. A pesar del trabajo, la vida social y demás, se dedicaban a la ciencia cinco horas al día (dos por la mañana y tres por la noche) y todo el domingo, que llamaban "día feliz". Además, Lavoisier sacaba tiempo para ser comisionado de pólvora, supervisar la construcción de un muro alrededor de París para evitar el contrabando y ayudar a crear el sistema métrico decimal. También coescribió un manual llamado "Méthode de Nomenclature Chimique", que se convirtió en la "biblia" para unificar los nombres de los elementos.
Como miembro destacado de la Academia de Ciencias francesa, estaba al tanto de todo lo que pasaba, participaba activamente en estudios sobre hipnotismo, reformas penitenciarias, la respiración de los insectos, el suministro de agua a París, etc. En 1780, un joven científico prometedor presentó una teoría sobre la combustión a la Academia. Lavoisier hizo algunos comentarios despectivos. La teoría era errónea, sí, pero el científico nunca lo perdonó. Se llamaba Jean-Paul Marat.
Lavoisier hizo muchas cosas, pero nunca descubrió un elemento. En una época en que parecía que cualquiera con un vaso de precipitados y polvos raros podía descubrir algo nuevo, y en la que aún quedaban por descubrir dos tercios de los elementos, Lavoisier no descubrió ninguno. No era por falta de material, claro. Tenía el mejor laboratorio privado del mundo, ¡con 13.000 vasos de precipitados! Lo que hacía era tomar los descubrimientos de otros y explicar su significado. Refutó el flogisto y los gases nocivos. Identificó el oxígeno y el hidrógeno, y les puso sus nombres actuales. En resumen, hizo que la química fuera más rigurosa, clara y organizada.
Su gran descubrimiento fue darse cuenta de que las cosas no desaparecen, simplemente se transforman. Por ejemplo, cuando se oxida un objeto, no se vuelve más ligero, como se creía, sino más pesado. ¡Menudo hallazgo! El objeto atrae partículas del aire durante la oxidación. Fue la primera vez que se reconoció que la materia solo se transforma, no se destruye. Si quemas este libro, la materia se convertirá en cenizas y humo, pero la cantidad total de materia en el universo no cambiará. A esto se le llamó la ley de la conservación de la materia, una idea revolucionaria. Por desgracia, coincidió con otra revolución: la Revolución Francesa, en la que Lavoisier eligió el bando equivocado.
Además de ser miembro de la Ferme Générale, había supervisado la construcción del muro de París, que los ciudadanos odiaban. En 1791, Marat, ya convertido en un personaje importante de la Asamblea Nacional, aprovechó la situación para denunciar a Lavoisier y pedir su ejecución. Marat fue asesinado poco después en su bañera por una joven llamada Charlotte Corday, pero ya era demasiado tarde para Lavoisier.
En 1793, el "Reino del Terror" alcanzó nuevas cotas. En octubre, María Antonieta fue guillotinada. En noviembre, mientras Lavoisier y su esposa planeaban huir a Escocia, fue arrestado. En mayo del año siguiente, fue juzgado junto a 31 colegas de la Ferme Générale. Ocho fueron absueltos, pero Lavoisier y otros fueron llevados directamente a la Plaza de la Revolución (la actual Plaza de la Concordia), donde estaba la guillotina más activa de Francia. Lavoisier vio caer la cabeza de su suegro antes de enfrentarse a su propio destino. Menos de tres meses después, Robespierre fue ejecutado de la misma manera, en el mismo lugar. El Reino del Terror terminó poco después.
Cien años después de su muerte, se erigió una estatua de Lavoisier en París, pero se descubrió que no se parecía en nada a él. El escultor admitió que había usado la cabeza del matemático y filósofo Condorcet. La estatua permaneció en su sitio durante medio siglo, hasta que fue retirada y fundida como chatarra durante la Segunda Guerra Mundial.
A principios del siglo XIX, se puso de moda inhalar óxido nitroso, o gas de la risa, porque se descubrió que producía "un alto grado de euforia y excitación". Durante medio siglo, se convirtió en una droga de moda entre los jóvenes. Un grupo académico llamado Askesian Society organizaba "fiestas de gas de la risa" en las que los voluntarios podían inhalar el gas y entretener al público con sus movimientos torpes.
Pero no fue hasta 1846 cuando alguien pensó en usar el óxido nitroso como anestésico. ¡Era tan obvio! ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie antes? Quién sabe cuántas personas sufrieron innecesariamente bajo el bisturí de los cirujanos.
Todo esto viene a cuento para decir que la química, que había avanzado tanto en el siglo XVIII, perdió un poco el rumbo en las primeras décadas del siglo XIX, como le pasó a la geología en el siglo XX. En parte por las limitaciones de los instrumentos (la centrifugadora no llegó hasta finales del siglo), pero también por razones sociales. En general, la química era la ciencia de los comerciantes, de los que trabajaban con carbón, potasa y tintes, no la ciencia de los caballeros. Los caballeros se interesaban más por la geología, la historia natural y la física. Las cosas eran un poco diferentes en Europa continental, pero solo un poco. Para que te hagas una idea, la observación más importante de ese siglo, el movimiento browniano, no la hizo un químico, sino un botánico escocés, Robert Brown.
La cosa podría haber ido a peor si no fuera por un personaje llamado el Conde Rumford. A pesar de su título nobiliario, era un tal Benjamin Thompson, nacido en Massachusetts en 1753. Thompson era guapo, enérgico, ambicioso, a veces valiente, inteligente y sin escrúpulos. A los 19 años se casó con una viuda rica 14 años mayor que él. Pero cuando estalló la revolución en las colonias, apoyó a los leales a la corona inglesa y hasta espió para ellos. En 1776, ante el riesgo de ser arrestado por "falta de entusiasmo por la causa de la libertad", huyó abandonando a su esposa e hijos.
Primero huyó a Inglaterra y luego a Alemania, donde se convirtió en asesor militar del gobierno bávaro. Causó tan buena impresión que en 1791 le concedieron el título de "Conde Rumford del Sacro Imperio Romano Germánico". Durante su estancia en Múnich, diseñó y construyó el famoso parque conocido como el Jardín Inglés.
Además, sacó tiempo para dedicarse a la ciencia pura. Se convirtió en una autoridad en termodinámica y fue el primero en explicar los principios de la convección líquida y la circulación de las corrientes oceánicas. También inventó cosas útiles, como la cafetera de filtro, la ropa interior térmica y una estufa que aún se conoce como la estufa Rumford. En 1805, durante una estancia en Francia, le propuso matrimonio a la viuda de Antoine-Laurent Lavoisier. El matrimonio no funcionó y se separaron al poco tiempo.
Rumford siguió viviendo en Francia hasta su muerte en 1814. Era respetado por los franceses, aunque no por sus exmujeres.
Lo mencionamos aquí porque en 1799, durante una breve estancia en Londres, fundó la Royal Institution. Se unió a las muchas sociedades académicas que surgieron en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Durante un tiempo, fue prácticamente la única institución prestigiosa dedicada al desarrollo de la química, gracias sobre todo a un joven brillante llamado Humphry Davy. Poco después de la fundación de la institución, Davy fue nombrado profesor de química y pronto se hizo famoso como un gran orador y un experimentador prolífico.
Davy empezó a anunciar el descubrimiento de nuevos elementos: potasio, sodio, manganeso, calcio, estroncio y aluminio. Descubrió tantos elementos gracias a una técnica ingeniosa: pasar corriente eléctrica a través de una sustancia fundida, lo que ahora llamamos electrólisis. En total descubrió 12 elementos, una quinta parte del total conocido en su época. Davy podría haber logrado aún más, pero se aficionó al gas de la risa. Era adicto al gas y lo inhalaba tres o cuatro veces al día. Se cree que el gas acabó con su vida en 1829.
Por suerte, otros seguían trabajando seriamente en la química. En 1808, un joven cuáquero llamado John Dalton fue el primero en anunciar la naturaleza atómica de la materia. Y en 1811, un italiano con un nombre operístico, Lorenzo Romano Amedeo Carlo Avogadro, hizo un descubrimiento importante: volúmenes iguales de cualquier gas, a la misma presión y temperatura, contienen el mismo número de átomos.
Esto se conoció como la ley de Avogadro. Esta ley es notable por dos razones. Primero, sentó las bases para medir con precisión el tamaño y el peso de los átomos. Los químicos acabaron usando el número de Avogadro para calcular que, por ejemplo, un átomo típico mide 0,00000008 centímetros de diámetro. ¡Un número realmente pequeño! Y segundo, nadie le hizo caso durante casi 50 años. Por cierto, el número de Avogadro se usa como unidad básica de medida en química y fue nombrado en su honor mucho después de su muerte. Representa el número de moléculas en 2,016 gramos de hidrógeno y su valor es 6,0221367 × 10 a la 23.
Esto ocurrió porque Avogadro era un tipo solitario que investigaba por su cuenta, sin asistir a congresos. Y también porque no había muchos congresos a los que asistir ni revistas químicas en las que publicar. Es curioso, ¿verdad? La Revolución Industrial se basaba en gran medida en los avances de la química, pero durante décadas la química apenas existió como ciencia sistemática.
La Sociedad Química de Londres no se fundó hasta 1841 y no empezó a publicar una revista hasta 1848. Para entonces, la mayoría de las sociedades académicas de Gran Bretaña ya llevaban al menos 20 años funcionando. Debido a la lentitud de la organización de la química, las noticias sobre el descubrimiento de Avogadro no empezaron a difundirse hasta 1860, en el primer congreso internacional de química celebrado en Karlsruhe.
Debido a que los químicos trabajaban aislados, tardaron en ponerse de acuerdo en una terminología común. Hasta finales del siglo XIX, H2O podía significar agua para un químico y peróxido de hidrógeno para otro. C2H2 podía referirse al etileno o al gas de los pantanos. Apenas había símbolos moleculares uniformes.
Además, los químicos usaban símbolos y abreviaturas confusos, a menudo inventados por ellos mismos. El sueco Jöns Jacob Berzelius inventó un sistema muy necesario en el que los elementos debían abreviarse según sus nombres griegos o latinos. Por eso el hierro se abrevia Fe (de ferrum) y la plata Ag (de argentum).
Muchas otras abreviaturas coinciden con los nombres en inglés (nitrógeno es N, oxígeno es O, hidrógeno es H, etc.), lo que refleja la naturaleza latina del inglés, no su superioridad. Para indicar el número de átomos en una molécula, Berzelius usaba un superíndice, como H2O. Más tarde, sin ninguna razón en particular, se puso de moda cambiar los números a subíndices, como H2O.
A pesar de los esfuerzos por poner orden, la química seguía siendo un tanto caótica a finales del siglo XIX. Así que todos se alegraron cuando un profesor ruso de la Universidad de San Petersburgo, de aspecto peculiar y descuidado, saltó a la fama. Su nombre era Dmitri Ivánovich Mendeléyev.
Mendeléyev nació en 1834 en Tobolsk, Siberia, en una familia numerosa, acomodada y con buena educación. La familia era tan grande que no está claro cuántos Mendeléyev había: algunas fuentes dicen que 14 hijos, otras que 17. En cualquier caso, Dmitri era el menor. La familia no siempre tuvo buena suerte. Cuando Dmitri era pequeño, su padre, director de una escuela local, se quedó ciego y su madre tuvo que salir a trabajar. Se convirtió en gerente de una fábrica de vidrio. Todo iba bien hasta que un incendio destruyó la fábrica en 1848 y la familia quedó en la pobreza. La señora Mendeléyev decidió que su hijo pequeño debía recibir una educación y llevó a Dmitri a San Petersburgo. Ella murió poco después.
Mendeléyev terminó sus estudios y acabó trabajando en una universidad local. Era un químico competente, pero se le conocía más por su pelo y barba desaliñados que por su talento en el laboratorio. Solo se cortaba el pelo y la barba una vez al año.
Sin embargo, en 1869, a los 35 años, empezó a pensar en cómo organizar los elementos. En aquel momento, los elementos se organizaban de dos maneras: por peso atómico o por propiedades generales. La innovación de Mendeléyev fue darse cuenta de que ambos podían combinarse en una tabla.
En realidad, un químico aficionado inglés llamado John Newlands ya había propuesto algo parecido tres años antes. Newlands creía que si los elementos se ordenaban por peso atómico, parecían repetir ciertas características cada ocho posiciones. Newlands lo llamó la "ley de las octavas", comparando la organización con las octavas del piano. Puede que tuviera algo de razón, pero se consideró una idea absurda y fue ridiculizada.
En las reuniones, algunos bromistas le preguntaban si podía tocar una melodía con sus elementos. Newlands, desanimado, abandonó la investigación y desapareció.
Mendeléyev adoptó un enfoque ligeramente diferente, agrupando los elementos de siete en siete, pero partiendo de la misma premisa. De repente, la idea pareció brillante. Como las características se repetían periódicamente, el invento se llamó la "tabla periódica".
Se dice que Mendeléyev se inspiró en un juego de cartas solitario americano, en el que las cartas se organizan por palos en filas horizontales y por valor en columnas verticales. Usó un concepto similar, llamando períodos a las filas horizontales y grupos a las columnas verticales. Mirando hacia arriba y hacia abajo, se veía un conjunto de relaciones; mirando de izquierda a derecha, otro. En concreto, las columnas verticales agrupaban elementos con propiedades similares. Así, el cobre estaba encima de la plata y la plata encima del oro porque todos tenían afinidades químicas metálicas. El helio, el neón y el argón estaban en la misma columna porque todos son gases. Los elementos se ordenan en filas horizontales por el número de protones en su núcleo, llamado número atómico.
En cuanto a la estructura de los átomos y el significado de los protones, hablaremos en el siguiente capítulo. Por ahora, quedémonos con el principio de organización: el hidrógeno tiene un solo protón, por lo que su número atómico es 1 y está en la primera posición de la tabla; el uranio tiene 92 protones, por lo que está casi al final, con un número atómico de 92. En este sentido, como señala Philip Ball, la química es simplemente una cuestión de contar. Por cierto, no confundas el número atómico con el peso atómico. El peso atómico es la suma del número de protones y neutrones de un elemento.
Había muchas cosas que la gente no sabía ni entendía. El elemento más común del universo es el hidrógeno; sin embargo, poco más se supo de él durante los siguientes 30 años. El helio es el segundo elemento más abundante y se descubrió un año antes. Se descubrió durante un eclipse solar y se llamó así en honor del dios griego del sol, Helios. No fue hasta 1895 cuando se aisló el helio. Aun así, gracias al invento de Mendeléyev, la química estaba ahora sobre una base sólida.
Para la mayoría de nosotros, la tabla periódica es algo abstracto, pero para los químicos, hizo que la química fuera ordenada y comprensible. "Sin duda, la tabla periódica de los elementos químicos es el diagrama más bello y sistemático jamás inventado por la humanidad", escribe Robert E. Krebs en "The History and Use of Our Earth's Chemical Elements".
Hoy se conocen unos "120 elementos": 92 de origen natural y más de 20 creados en laboratorios. El número exacto es discutible porque los elementos sintéticos pesados solo existen durante fracciones de segundo y los químicos a veces no se ponen de acuerdo sobre si realmente se han detectado. En la época de Mendeléyev solo se conocían 63 elementos. Parte de su genio radicaba en darse cuenta de que no se conocían todos los elementos y que quedaban muchos por descubrir. Su tabla periódica predijo con precisión que los nuevos elementos encajarían en su lugar una vez descubiertos.
Por cierto, nadie sabe cuál es el número máximo de elementos, aunque se considera que cualquier cosa con un peso atómico superior a 168 es "pura especulación". Pero es seguro que cualquier elemento que se encuentre podrá encajar en la tabla de Mendeléyev.
El siglo XIX deparó a los químicos una última sorpresa importante. Todo empezó en 1896. Henri Becquerel, en París, olvidó por error un paquete de sales de uranio en un cajón sobre placas fotográficas envueltas. Al sacarlas, descubrió que las sales de uranio habían dejado una huella en las placas, como si hubieran estado expuestas a la luz. Las sales de uranio emitían algún tipo de radiación.
Teniendo en cuenta la importancia del descubrimiento, Becquerel hizo algo extraño: encargó a un estudiante de posgrado que lo investigara. La estudiante era una inmigrante polaca llamada Marie Curie. Curie y su marido, Pierre, descubrieron que algunas rocas emitían grandes cantidades de energía sin disminuir de tamaño ni sufrir cambios detectables. Lo que no sabían es que las rocas estaban convirtiendo la masa en energía de forma increíblemente eficiente. Marie Curie lo llamó "radioactividad". En el proceso, los Curie descubrieron dos nuevos elementos: el polonio, llamado así en honor a su país natal, Polonia, y el radio.
En 1903, los Curie y Becquerel recibieron el Premio Nobel de Física. En 1911, Marie Curie recibió el Premio Nobel de Química. Es la única persona que ha ganado premios Nobel tanto de Química como de Física.
En la Universidad McGill de Montreal, un joven neozelandés llamado Ernest Rutherford se interesó por los nuevos materiales radioactivos. Junto a un colega llamado Frederick Soddy, descubrió que pequeñas cantidades de materia almacenan enormes cantidades de energía y que la mayor parte del calor de la Tierra proviene de la desintegración radioactiva. También descubrieron que los elementos radioactivos se desintegran en otros elementos. Esto era pura alquimia. Nadie pensó que algo así pudiera ocurrir de forma natural y espontánea.
Rutherford, que siempre fue pragmático, fue el primero en ver su valor práctico. Se dio cuenta de que el tiempo que tarda cualquier sustancia radioactiva en desintegrarse a la mitad es siempre el mismo. Esta velocidad de desintegración estable y fiable podría usarse como reloj. Calculando la cantidad de radioactividad que tiene una sustancia y la velocidad a la que se desintegra, se puede calcular su edad. Probó una muestra de pechblenda (el principal mineral de uranio) y descubrió que tenía 700 millones de años, más de lo que la mayoría de la gente pensaba que tenía la Tierra.
En la primavera de 1904, Rutherford fue a Londres a dar una conferencia en la Royal Institution. Rutherford preparó una conferencia sobre su nueva teoría de la transmutación de la radioactividad. Como parte de la conferencia, sacó la muestra de pechblenda. Rutherford señaló que el propio Kelvin había dicho que sus cálculos serían refutados si se descubría otra fuente de calor. Rutherford había descubierto esa otra fuente de calor. Gracias a la radioactividad, se podía calcular que la Tierra era mucho más antigua de lo que había calculado Kelvin.
Kelvin escuchó con gusto la presentación de Rutherford, pero permaneció impasible. Se negó a aceptar la cifra revisada y hasta el día de su muerte creyó que su cálculo de la edad de la Tierra era la contribución más importante a la ciencia.
Al igual que la mayoría de las revoluciones científicas, los descubrimientos de Rutherford no fueron bien recibidos. John Joly siguió insistiendo en que la Tierra no tenía más de 89 millones de años. Otros empezaron a preocuparse de que Rutherford estuviera hablando de tiempos demasiado largos. Pero incluso usando la datación radioactiva, tardaríamos décadas en calcular la verdadera edad de la Tierra. La ciencia estaba en el buen camino, pero aún quedaba mucho por hacer.
Kelvin murió en 1907. Dmitri Mendeléyev también murió ese año. Al igual que Kelvin, su obra perduraría, pero sus últimos años fueron inquietos. A medida que envejecía, Mendeléyev se volvía más excéntrico y difícil. En sus últimas décadas, abandonó laboratorios y aulas en toda Europa. En 1955, el elemento 101 fue nombrado mendelevio en su honor.
Por supuesto, la radioactividad estaba ocurriendo continuamente, de formas que nadie podía imaginar. A principios del siglo XX, Pierre Curie empezó a mostrar síntomas evidentes de enfermedad por radiación. Pero nunca lo sabremos con certeza porque murió atropellado por un carruaje en París en 1906.
Marie Curie siguió trabajando y en 1914 ayudó a fundar el Instituto del Radio de la Universidad de París. A pesar de ganar dos premios Nobel, nunca fue elegida miembro de la Academia de Ciencias. En gran parte porque, tras la muerte de Pierre, mantuvo una relación con un físico casado. Su comportamiento fue tan escandaloso que hasta los franceses se avergonzaron. Por supuesto, esto puede que no venga al caso.
Durante mucho tiempo se creyó que cualquier fenómeno con tanta energía como la radioactividad debía ser útil. Durante años, los fabricantes de pasta de dientes y laxantes añadieron torio radioactivo a sus productos. Ya en la década de 1920, el Glen Springs Hotel en la región de los Finger Lakes de Nueva York se enorgullecía de los beneficios de su "agua mineral radioactiva". No fue hasta 1938 cuando se prohibió la radioactividad en los productos de consumo. Para entonces, era demasiado tarde para Madame Curie. Murió de leucemia en 1934. De hecho, la radioactividad es tan peligrosa y dura tanto que aún hoy es peligroso manipular sus documentos. Los libros de su laboratorio se guardan en cajas forradas de plomo y cualquiera que quiera verlos tiene que llevar ropa de protección.
Gracias a la dedicación y al trabajo de los primeros científicos atómicos, la gente se dio cuenta de que la Tierra era muy antigua. Mientras tanto, la ciencia pronto entraría en una nueva era: la era atómica.