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A ver, a ver, vamos a meternos en esto... Imagínate, ¿no?, un chaval de catorce años, Jason Kay, sin techo, viviendo en una gran ciudad de Estados Unidos. Tímido, bastante solitario, pero con una cabeza llena de ideas, ¿eh? Su padre fue asesinado cuando era pequeño y su madre... bueno, su madre tenía problemas con las drogas. Así que, básicamente, se crió solo. A veces dormía en el sofá de algún amigo, pero la mayoría de las noches las pasaba en la calle. Iba al cole con el estómago vacío, ahí, aguantando hasta noveno grado. Y un día, en 2010, unos tipos de una banda de narcos le convencen para que se salte las clases y venda droga. Unas semanas después, justo la noche antes de su quince cumpleaños, lo matan en un tiroteo. No llevaba armas, el pobre.
Ahora, vamos a pensar un poco... ¿Qué hubiera sido más probable? Que su padre no hubiera muerto, que Jason llevara un arma para defenderse, que el gobierno federal tuviera un programa de comidas gratuitas para niños sin hogar y así Jason no tuviera que vender droga, o que un abogado que había leído a Amos Tversky y Daniel Kahneman, y que trabajaba para el gobierno, cambiara las normas para que los niños sin hogar pudieran comer gratis sin tener que apuntarse a nada.
Si pensaste que la cuarta opción era más probable que la tercera, puede que estés violando una regla básica de la probabilidad. Pero, a la vez, te has fijado en una palabra clave: abogado. Y ese abogado se llamaba Cass Sunstein.
El trabajo de Amos y Daniel tuvo un impacto enorme, especialmente en los economistas y los que diseñan políticas públicas, porque les hizo ver la importancia de la psicología. Un premio Nobel de Economía, Peter Diamond, llegó a decir que se había convertido en un "creyente", que sus conclusiones eran correctas, basadas en la realidad, y que habían tenido un gran impacto en la economía. Pero, bueno, a principios de los 90, la idea de que economistas y psicólogos colaboraran era un poco... utópica. Los economistas eran muy testarudos y los psicólogos muy desconfiados. Un psicólogo, Dan Gilbert, decía que los psicólogos interrumpían para aclarar cosas, pero los economistas, ¡para demostrar lo listos que eran! Y un economista, George Loewenstein, contaba que en economía, la "agresividad intelectual" era lo normal. Intentaron hacer un congreso conjunto, pero después de la primera sesión, los psicólogos se fueron corriendo y el congreso se canceló. ¡Imagínate el ambiente! Una psicóloga de Harvard, Amy Cuddy, decía que se despreciaban mutuamente: los psicólogos pensaban que los economistas eran inmorales y los economistas pensaban que los psicólogos eran tontos.
En esta "guerra" entre psicología y economía, Amos era como el estratega, el que entendía a los economistas. Sus ideas, en muchos sentidos, chocaban con la psicología. No le gustaban las emociones, pero sí le interesaba el pensamiento inconsciente, aunque solo para demostrar que no existía. Era como un tipo vestido de rayas en un mundo de cuadros y círculos. Como los economistas, le gustaban los modelos claros y sencillos, y no le gustaba esa sensación de "no saber qué te va a tocar" que tenía la psicología. Y también, como los economistas, quería que sus ideas tuvieran un impacto real en el mundo. La economía ya influía en las finanzas, los negocios, las políticas públicas... y la psicología no pintaba nada. Era hora de cambiar eso.
Daniel y Amos pensaban que no servía de nada intentar "invadir" la economía. Los economistas no iban a hacer caso a nadie de fuera. Lo que necesitaban eran jóvenes economistas interesados en la psicología. Y, por suerte, cuando llegaron a Norteamérica, encontraron a gente así. George Loewenstein era uno de ellos. Había estudiado economía, pero las críticas de la psicología a los modelos económicos le habían hecho dudar de su propia disciplina. Cuando leyó a Amos y Daniel, pensó: "¡Espera, a lo mejor tengo que estudiar psicología!" Casualmente, su bisabuelo era Sigmund Freud. "Siempre quise escapar de la influencia de mi familia", decía Loewenstein. Le preguntó a Amos si debía cambiarse a psicología, y Amos le dijo: "No, quédate en economía. Te necesitamos ahí". Amos ya sabía que iba a revolucionar el campo y necesitaba a alguien dentro de la economía que le echara una mano.
Esta "pelea" entre psicología y economía, que empezó con Daniel y Amos, acabó llegando al derecho y a las políticas públicas. La economía se convirtió en la herramienta para que la psicología entrara en estos campos. Richard Thaler fue uno de los primeros economistas en interesarse por el trabajo de Daniel y Amos, y acabó creando una nueva disciplina: la economía del comportamiento. La "teoría de las perspectivas", que al principio casi nadie citaba, se convirtió en una de las más citadas en las revistas de economía. Thaler decía que algunos seguían sin aceptarlo, que los economistas "de la vieja escuela" no cambiaban de opinión. Pero, hacia 2016, una de cada diez publicaciones económicas ya tenía un enfoque de economía del comportamiento.
Cuando Thaler empezó a defender la psicología, Cass Sunstein era un profesor de derecho en la Universidad de Chicago. Leyó un artículo de Thaler llamado "Estrategias activas para la elección del consumidor" (que él, en broma, llamaba "Las cosas estúpidas que hace la gente") y, a través de las referencias, llegó a un artículo de Daniel y Amos sobre la "teoría de las perspectivas". Sunstein decía que ambos artículos eran difíciles de entender para un abogado, pero que recordaba la sensación que tuvo al leerlos: "Fue como si se encendieran un montón de bombillas en mi cabeza. De repente, un montón de ideas que tenía se volvieron claras. Fue muy emocionante". En 2009, el presidente Obama lo nombró para un puesto en la Casa Blanca, donde se encargaba de evaluar y supervisar políticas que afectaban a la vida de los estadounidenses.
Su trabajo estuvo muy influenciado por el trabajo de Daniel y Amos. No se puede decir que Obama prohibiera a los empleados federales mandar mensajes de texto mientras conducían por culpa de Daniel y Amos, pero sí que había una conexión. El gobierno federal se volvió muy sensible a la "aversión a la pérdida" y al "efecto marco", porque la gente no elige las cosas en sí mismas, sino la forma en que se las presentan. Por ejemplo, en lugar de decir cuántos kilómetros hace un coche por litro de gasolina, ahora dicen cuántos litros gasta cada cien kilómetros. Y en lugar de usar la "pirámide alimenticia", ahora usan el "MyPlate", un plato dividido en secciones que representan diferentes grupos de alimentos. Sunstein también propuso crear un consejo de asesores psicológicos, además del consejo de asesores económicos. Hacia 2015, cuando Sunstein dejó la Casa Blanca, varios gobiernos de todo el mundo ya habían reconocido la importancia de la psicología, o al menos, de las ideas de la psicología.
Lo que más le interesaba a Sunstein era el "arquitectura de la elección": la forma en que se presenta una elección influye en lo que elige la gente. A veces, la gente no sabe lo que quiere y busca pistas en el contexto. "Construyen" sus preferencias. Y en ese proceso, eligen el camino más fácil, aunque les cueste caro. En el siglo XXI, millones de empleados de empresas y del gobierno dejaron de tener que solicitar su inclusión en los planes de jubilación, sino que fueron incluidos automáticamente. Ese pequeño cambio hizo que el número de personas que se apuntaban a los planes de jubilación aumentara casi un 30%. Después de entrar en el gobierno, Sunstein hizo muchos cambios en la "arquitectura de la elección", como facilitar el acceso a las comidas gratuitas en las escuelas para los niños sin hogar. En el año escolar siguiente a su salida de la Casa Blanca, el número de alumnos que comían gratis había aumentado más de un 40%.
Incluso en Canadá, Don Redelmeier seguía escuchando la voz de Amos. Habían pasado años desde que volvió de Stanford, pero la voz de Amos era tan clara y fuerte que a veces se olvidaba de escuchar la suya propia. En algún momento, Redelmeier se dio cuenta de que el trabajo que había hecho con Amos también era suyo, no solo de Amos. Y lo que le hizo darse cuenta fue una pregunta muy sencilla: ¿qué hacer con las personas sin hogar? Este grupo era una carga para el sistema sanitario. Iban constantemente a las urgencias de los hospitales, gastando recursos innecesariamente. Las enfermeras de los hospitales de Toronto sabían que, en cuanto veían a alguien sin hogar, tenían que echarlo. Redelmeier pensaba que eso no era buena idea.
Así que, en 1991, hizo un experimento. Contrató a estudiantes de medicina y les consiguió prácticas en los hospitales. Les preparó una sala de descanso fuera de las urgencias. Cuando llegaba una persona sin hogar a urgencias, los estudiantes se encargaban de atenderla, le daban zumo, comida, se sentaban a hablar con ella, le ayudaban a conseguir sus medicamentos. Los estudiantes trabajaban gratis, pero estaban muy motivados porque podían "hacer de médicos". Pero solo la mitad de las personas sin hogar que llegaban al hospital recibían este trato. A la otra mitad, las enfermeras la echaban rápidamente. Después del experimento, Redelmeier hizo un seguimiento de estas personas para ver si cambiaba su uso de los recursos sanitarios de Toronto. Como era de esperar, las personas sin hogar que habían recibido una atención de calidad volvieron a ese hospital un poco más a menudo que las del otro grupo. Pero, sorprendentemente, fueron menos a otros hospitales mejores. Cuando sentían que se les cuidaba en ese hospital, no iban a otros. Decían: "Es el mejor trato que puedo conseguir". La actitud negativa hacia las personas sin hogar estaba costando dinero al sistema sanitario de Toronto.
La buena ciencia no solo consiste en ver lo que otros ya han visto, sino también en pensar en lo que otros no han dicho. Esta frase de Amos se le quedó grabada a Redelmeier. A mediados de los 90, Redelmeier aplicó este principio de una forma sorprendente. Un día, recibió una llamada de un paciente con SIDA que se quejaba de los efectos secundarios de su medicación. En mitad de la conversación, el paciente le interrumpió y le dijo: "Lo siento, doctor Redelmeier, tengo que colgar. He tenido un accidente". Resulta que estaba conduciendo mientras hablaba por teléfono. Redelmeier pensó: ¿será que hablar por teléfono mientras se conduce aumenta el riesgo de tener un accidente?
En 1993, empezó un estudio con un estadístico de la Universidad de Cornell, Robert Tibshirani, para intentar responder a esta pregunta. En 1997, publicaron sus conclusiones: hablar por teléfono mientras se conduce era tan peligroso como conducir borracho. Las personas que hablaban por teléfono mientras conducían tenían cuatro veces más probabilidades de tener un accidente, tanto si llevaban el teléfono en la mano como si no. Fueron los primeros en demostrar la relación entre los teléfonos móviles y los accidentes de tráfico, lo que impulsó la mejora de las normas de tráfico en todo el mundo.
A partir de ahí, Redelmeier se interesó por la actividad mental de los conductores. Los médicos del centro de traumatología del Hospital Sunnybrook pensaban que su trabajo empezaba cuando las víctimas de accidentes llegaban a urgencias desde la autopista 401. Pero Redelmeier pensaba que la atención médica debía empezar por analizar las causas de los accidentes. Cada año, 1,2 millones de personas mueren en accidentes de tráfico en todo el mundo, y millones más quedan discapacitadas. "1,2 millones al año en todo el mundo es como si hubiera un tsunami en Japón cada día", decía Redelmeier. "Hace 100 años, esto no pasaba". Le fascinaba la idea de que un error de juicio al volante pudiera tener consecuencias tan graves. El cerebro humano tiene limitaciones y nuestra atención tiene "agujeros". El cerebro oculta esos agujeros y no nos deja verlos. Creemos que sabemos, pero no sabemos. Creemos que estamos seguros, pero no lo estamos. "Este era uno de los temas que más le preocupaban a Amos", decía Redelmeier. "No es que la gente piense mal. No, no, no. La gente se equivoca. Lo que pasa es que no se dan cuenta de lo mucho que se equivocan. 'He bebido tres o cuatro copas, tendré un 5% de posibilidades de estar mal'. ¡No! Tienes un 30% de posibilidades de estar mal. Es ese error de juicio el que causa 10.000 accidentes mortales al año en Estados Unidos".
A veces es más fácil cambiar el mundo que demostrar que lo has cambiado. Eso también lo decía Amos. "Amos nos recordaba constantemente que debíamos aceptar los errores de la gente", decía Redelmeier. Y aunque no se pueda demostrar, Amos cambió el mundo de esa manera. Sus ideas están presentes en todas las investigaciones de Redelmeier. Amos leyó y comentó el artículo sobre el riesgo de hablar por teléfono mientras se conduce. Y fue mientras terminaba ese artículo cuando Redelmeier recibió una llamada en la que le dijeron que Amos había muerto.
Amos solo le contó su enfermedad a unas pocas personas, y les dijo que no quería hablar mucho del tema. Recibió el diagnóstico en febrero de 1996 y, a partir de ahí, empezó a hablar de su vida en pasado. "Me llamó y me dijo que los médicos le habían dicho que no le quedaba mucho tiempo", contaba Avishai Margalit. "Fui a verle y me recogió en el aeropuerto. De camino a Palo Alto, paramos el coche, miramos el paisaje y hablamos un poco. Hablamos de la vida y de la muerte. Le parecía bueno saber que la muerte se acercaba. Tenía una actitud de desapego, como si estuviera hablando de otra persona. Me sorprendió. Decía: 'La vida es un libro. No importa si es corto o largo, lo importante es que sea interesante'". Parecía que Amos pensaba que morir joven era el precio que tenía que pagar por ser un guerrero espartano.
En mayo, Amos dio su última clase en Stanford. El tema era sobre errores estadísticos en el baloncesto profesional. Craig Fox, uno de sus antiguos alumnos y colaboradores, le preguntó si quería que la grabaran. "Se lo pensó un momento y dijo: 'No hace falta'", recordaba Fox. Amos seguía haciendo su vida normal, incluso hablando con la gente como siempre. Lo único que cambió es que empezó a contar historias de la guerra. Le contó a Varda Liberman cómo había salvado a un soldado desmayado de una bomba. Liberman decía: "Pensaba que ese hecho había influido en su vida de alguna manera. Decía: 'Después de eso, sentí que tenía que mantener una imagen de héroe. Como había sido un héroe, tenía que esforzarme por estar a la altura de ese estándar'".
La mayoría de la gente que conocía a Amos no se dio cuenta de que estaba enfermo. Un estudiante le preguntó si podía ser su tutor de doctorado y Amos le dijo que iba a estar "muy ocupado en los próximos años" y le mandó a casa. Unas semanas antes de morir, llamó a su viejo amigo israelí, Yeshayahu Kłodny. Kłodny recordaba: "Tenía una voz muy impaciente, como nunca la había tenido. Me dijo: 'Escucha, Yeshayahu, me voy a morir. No creo que sea una tragedia, pero no quiero hablar con nadie. Por favor, diles a nuestros amigos que no llamen ni vengan a verme'". Seguía dejando que Varda Liberman le visitara, porque estaban trabajando en un libro de texto. Otra persona que podía verle era el rector de Stanford, Gerhard Casper, porque Amos había oído que Stanford estaba planeando un homenaje póstumo en su honor, con una serie de conferencias y congresos que llevarían su nombre. Liberman recordaba: "Amos le dijo a Casper: 'Haz lo que quieras, pero te lo pido, no organices congresos con mi nombre. No quiero que un montón de mediocres vengan con sus artículos y digan que tienen algo que ver conmigo. Pon mi nombre en un edificio, déjalo dentro, o grábalo en un banco, pero déjalo en algo fijo'".
Casi no cogía el teléfono. Solo una vez, cogió una llamada del economista Peter Diamond. "Había oído que estaba grave", decía Diamond, "y sabía que no cogía el teléfono. Pero acababa de terminar el informe que tenía que enviar al comité del Premio Nobel". Diamond quería decirle a Amos que era uno de los pocos candidatos al Premio Nobel de Economía de ese año. Pero el Premio Nobel solo se concede a personas vivas. Diamond no recordaba cómo reaccionó Amos, pero Varda Liberman estaba con él. "Gracias por darme esa noticia", oyó que decía Amos. "Puedes estar seguro de que no voy a perderme el Premio Nobel".
Pasó la última semana de su vida en casa, con su mujer y sus hijos. Tenía medicamentos a mano y, si sentía que no podía más, podía quitarse la vida. Se lo había insinuado a sus hijos. ("¿Qué pensáis de la eutanasia?", le preguntó a su hijo Tal). En los últimos días, sus labios se pusieron morados y su cuerpo se hinchó, pero no tomó analgésicos. El 29 de mayo, se celebraron elecciones generales en Israel y el "halcón" Benjamin Netanyahu derrotó a Simon Peres. "Parece que no voy a ver la paz en mi vida", fue la primera reacción de Amos. "Pero tampoco esperaba verla". En la noche del 1 de junio, sus hijos oyeron pasos y voces en la habitación de su padre. Probablemente estaba hablando consigo mismo, pensando. En la mañana del 2 de junio de 1996, cuando Oren, el hijo de Amos, volvió a entrar en la habitación de su padre, lo encontró muerto.
Su funeral fue algo confuso e irreal. La gente podía imaginarse muchos finales, pero no que Amos ya no estuviera. "No me puedo creer que esté muerto", decía su amigo Paul Slovic. Cuando Daniel apareció entre la multitud y caminó hacia la primera fila, los compañeros de Amos de Stanford se asustaron. Parecía un fantasma de un pasado lejano. "Parecía aturdido, incluso un poco asustado", recordaba Avishai Margalit. "Como si le hubieran llamado de repente, antes de terminar algo". Todo el mundo vestía de traje negro, pero Daniel llevaba una camisa, como era costumbre en los funerales israelíes. Esto sorprendió a todo el mundo: parecía que Daniel se había olvidado de dónde estaba. Pero nadie dudaba de que Daniel era la persona adecuada para dar el discurso fúnebre. "Obviamente, era la persona más indicada", decía Margalit.
En sus últimas conversaciones, habían hablado sobre todo de su trabajo, pero no solo de eso. Amos tenía algo que decirle a Daniel. Le dijo que nadie le había hecho sufrir tanto como él. Daniel no se atrevía a responder, porque temía que se le rompiera la voz. Amos también le dijo que, incluso al final, era la persona con la que más le gustaba hablar. "Decía que se sentía más relajado hablando conmigo, porque yo no tenía miedo a la muerte", recordaba Daniel. "Me conocía, sabía que no me asustaría si la muerte me visitaba".
En los últimos días de su vida, Daniel hablaba con Amos casi todos los días. Cuando Amos dijo que quería seguir viviendo como siempre y que ya no le interesaban las cosas nuevas, Daniel le preguntó por qué. "¿Y cómo quieres que viva? ¿Que me vaya a Bora Bora?", respondió Amos. A partir de ahí, Daniel no volvió a pensar en ir a Bora Bora. Cada vez que oía ese nombre, sentía una especie de remolino en el estómago. Daniel también le propuso escribir algo juntos, un prólogo para su colección de artículos. Pero Amos se fue antes de que pudieran terminarlo. En su última conversación, Daniel le dijo a Amos que le preocupaba que no estuviera de acuerdo con algunas cosas, porque su nombre también aparecería. "Le dije: 'No sé qué hacer'", decía Daniel. "Él me dijo: 'Tú sabes cómo lo escribiría yo. Escríbelo así'".
Daniel había elegido la Universidad de Princeton para alejarse de Amos y nunca más se había movido de allí. Después de la muerte de Amos, recibió un montón de llamadas. Aunque Amos ya no estaba, su trabajo seguía vivo y recibía cada vez más atención. Ya no hablaban de "Tversky y Kahneman", sino de "Kahneman y Tversky". En el otoño de 2001, Daniel fue invitado a una conferencia en Estocolmo. Allí estaban los miembros del comité del Premio Nobel y las grandes figuras de la economía. Como Daniel, también habían ido por el Premio Nobel. "Era un ensayo", decía Daniel. Se esforzó mucho en preparar el discurso, porque sabía que tenía que mostrar el trabajo que habían hecho juntos, pero también tenía que aportar algo nuevo. Algunos de sus amigos se extrañaron de que el comité del Premio Nobel estuviera interesado en un trabajo hecho por dos personas. "Me invitaron por el trabajo que hicimos juntos", decía Daniel, "pero tenía que demostrar que yo también era lo suficientemente bueno. No se trataba de si el trabajo merecía el Premio Nobel, sino de si yo lo merecía".
Normalmente, Daniel no preparaba los discursos con antelación. Una vez, dio un discurso improvisado en la ceremonia de graduación de la universidad y todo el mundo pensó que lo había preparado, pero le habían invitado en el último momento. Pero esta vez fue diferente. Se esforzó mucho en preparar el discurso que iba a dar en la conferencia de Estocolmo. "No me permití ningún error. Hasta el color de fondo de las diapositivas me costó mucho elegir", decía. Iba a hablar de la felicidad, el tema que más le hubiera gustado investigar con Amos. Habló de la diferencia entre las expectativas de felicidad y la felicidad real que experimenta la gente, y de cómo se relacionaban con la felicidad que recordaban. Habló de cómo medirla, por ejemplo, preguntando a la gente antes, durante y después de una colonoscopia. Y también dijo que, si la felicidad era tan maleable y flexible, entonces los modelos económicos basados en la idea de que "los seres humanos dan prioridad a la 'utilidad'" debían ser cuestionados. ¿Qué es lo que prioriza la gente?
Después de la conferencia, Daniel volvió a Princeton. Tenía la sensación de que, si alguna vez iba a ganar el Premio Nobel, sería esa vez. El comité había visto y oído su trabajo, y ellos decidirían si se lo merecía o no.
El 9 de octubre de 2002, el día en que se anunciaba el Premio Nobel, todos los candidatos sabían que, si llegaban buenas noticias de Estocolmo, llegarían muy temprano. Daniel y Anne estaban en su casa de Princeton, esperando y no esperando al mismo tiempo. Daniel estaba escribiendo una carta de recomendación para un estudiante brillante, Terry Odean. Sinceramente, no había pensado mucho en lo que haría si ganaba el premio. O mejor dicho, no se permitía pensar en ello. De niño, cuando vivía en la guerra, había usado la imaginación para crearse una vida mejor. Era capaz de imaginar escenarios muy complejos, en los que él era el protagonista. Por ejemplo, se imaginaba que ganaba la guerra él solo. Pero, como era Daniel, se había puesto una norma: nunca soñar con cosas que podían hacerse realidad. Si soñaba con cosas que podían pasar, perdía la motivación y dejaba de intentarlo. Como en la imaginación eran tan reales, era como si ya las tuvieras, ¿para qué molestarse en conseguirlas? No había podido terminar la guerra que le había quitado la vida a su padre, así que, ¿qué más daba imaginar que derrotaba al enemigo él solo?
Así que Daniel no se permitía imaginar lo que haría si ganaba el Premio Nobel. Y menos mal, porque el teléfono no sonó. En algún momento, Anne se levantó y dijo: "Bueno". Gente que se decepciona hay todos los años, y gente que espera al teléfono también. Anne se fue al gimnasio y dejó a Daniel solo en casa. Daniel era bueno para lidiar con las cosas que no se consiguen, así que no se tomó la pérdida del premio como algo demasiado grave. Sabía quién era y lo que había hecho. Ahora, podía permitirse imaginar lo que haría si ganaba el premio. Se llevaría a la mujer y a los hijos de Amos a recoger el premio. En el discurso de aceptación, leería la elegía que había escrito para Amos. Se llevaría a Amos a Estocolmo. Haría por Amos las cosas que Amos nunca había hecho por él. Pero ahora, tenía otras cosas que hacer. Se sentó de nuevo en su escritorio y siguió escribiendo la carta de recomendación para Terry Odean.
Y entonces, sonó el teléfono.