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Calculating...

A ver, por dónde empiezo… Pues sí, es verdad que la tierra debajo de Manson, Iowa, siempre ha sido un poco… peculiar, ¿no? Allá por 1912, un tipo que estaba buscando agua para el pueblo, imagínate, reportó haber encontrado unas rocas rarísimas al cavar. Según un informe oficial, eran como "vetas derretidas mezcladas con fragmentos cristalinos", y qué sé yo, "capas de eyección volcadas". Y el agua… ¡el agua era blanda, casi como agua de lluvia! Algo nunca visto antes en Iowa.

Pero, a pesar de las rocas raras y el agua blanda, no fue hasta… bueno, 41 años después que la Universidad de Iowa mandó un equipo a investigar. Manson era, y sigue siendo, un pueblito de unos dos mil habitantes en el noroeste del estado. En 1953, después de hacer varios agujeros de prueba, los geólogos de la universidad llegaron a la conclusión de que el lugar era, sí, un poco raro, pero le achacaron las rocas deformadas a una antigua actividad volcánica. Que, bueno, era lo que se pensaba en ese entonces, pero, ¡vaya que se equivocaron!

Porque el trauma geológico de Manson no vino de adentro de la Tierra, sino de… ¡al menos 160 millones de kilómetros de distancia! En un momento lejano, cuando Manson era una costa de un mar poco profundo, una roca de unos dos kilómetros y medio de ancho, pesando unos diez mil millones de toneladas, y viajando a una velocidad, no sé, ¡tal vez 200 veces la del sonido!, atravesó la atmósfera y… ¡pum!, chocó contra la Tierra. Una cosa inimaginable, la fuerza del impacto. Donde ahora está Manson, se formó un cráter gigante, de casi cinco kilómetros de profundidad y más de 30 de ancho. Hoy en día, mientras que en otras partes de Iowa la piedra caliza da agua mineral dura, aquí la piedra caliza quedó hecha polvo y fue reemplazada por roca de base, muy muy golpeada. Esa roca era la que confundió al tipo que cavaba el pozo en 1912.

El impacto de Manson, eh, ¡es el más grande que ha ocurrido en el territorio continental de los Estados Unidos! ¡Sí, señor! El cráter es tan grande que, si te paras en un borde, en un día claro, podrías ver el otro lado. Dejaría chico al Gran Cañón. Lástima para los que buscan cosas espectaculares, que la capa de hielo que pasó por ahí hace dos millones y medio de años llenó el cráter de Manson con un montón de sedimentos y luego lo aplanó tanto que Manson y los alrededores ahora parecen una mesa. Y por eso, claro, nadie ha oído hablar del cráter de Manson.

En la biblioteca de Manson, estarían encantados de mostrarte una colección de artículos de periódico y una caja de muestras de rocas extraídas de unas perforaciones hechas en los años 90… bueno, seguro te las sacarían volando, pero tienes que pedirlas. No hay nada en exhibición permanente, ni han puesto ninguna señalización histórica en el pueblo.

Para la mayoría de la gente de Manson, el evento más grande que ha pasado fue un tornado en el '79. ¡Qué desastre! Arrasó la calle principal y dejó el distrito comercial hecho pedazos. Lo bueno de que el terreno sea plano es que puedes ver el peligro venir desde lejos. De hecho, todo el pueblo se juntó al principio de la calle principal y se quedó mirando al tornado acercándose durante media hora, ¡esperando que cambiara de dirección! Pero no. Y bueno, entonces sí se dispersaron y corrieron por sus vidas. Cuatro personas no corrieron lo suficientemente rápido y, ¡puf!, la palmó. Hoy en día, todos los años, en junio, Manson celebra el "Festival del Cráter" que dura una semana. Alguien se inventó eso para que la gente se olvidara del aniversario del tornado, y la verdad es que no tiene nada que ver con el cráter. Nadie ha sabido cómo aprovechar el sitio del impacto, que ya ni se ve.

"De vez en cuando viene alguien preguntando dónde se puede ver el cráter. Y tenemos que decirles que no hay nada que ver", dice Ana Schlappkohl, la bibliotecaria del pueblo, muy amable ella. "Se van un poco decepcionados". Pero la mayoría de la gente, incluso los de Iowa, nunca han oído hablar del cráter de Manson. Incluso los geólogos no le daban mucha importancia. Pero, ¡ojo!, en los años 80, Manson se convirtió de repente en el lugar más emocionante del mundo para la comunidad geológica.

La historia empieza a principios de los años 50. Había un geólogo joven y prometedor llamado Eugene Shoemaker, que hizo un estudio del cráter Barringer en Arizona. Hoy en día, el cráter Barringer es uno de los sitios de impacto más conocidos del mundo y es un lugar muy turístico. Pero en aquellos días, casi nadie lo visitaba y todavía se le llamaba cráter Barringer, por el ingeniero minero Daniel M. Barringer, que era millonario y compró los derechos en 1903. Él creía que el cráter lo había causado un meteorito de diez millones de toneladas lleno de hierro y níquel. Estaba convencido de que iba a hacerse rico sacando hierro y níquel. Lo que no sabía era que, en el momento del impacto, el meteorito y todo lo que contenía se vaporizaría. Durante los siguientes 26 años, excavó un montón de túneles, pero no encontró nada, solo perdió mucho dinero.

Para los estándares actuales, el estudio del cráter Barringer a principios del siglo XX fue, por decirlo suavemente, un poco básico. El investigador principal al principio fue G.K. Gilbert de la Universidad de Columbia, que simulaba los impactos tirando canicas a ollas con avena cocida. No sé por qué, pero los experimentos no los hacía en el laboratorio de Columbia, sino en habitaciones de hotel. Gilbert llegó a la conclusión, no sé cómo, de que los cráteres de la Luna sí eran causados por impactos, algo un poco radical en ese momento, pero los cráteres de la Tierra no. La mayoría de los científicos no estaban de acuerdo ni siquiera con eso. Decían que los cráteres de la Luna indicaban antigua actividad volcánica y ya está. En general, los pocos cráteres evidentes de la Tierra, la mayoría ya erosionados, se atribuían a otras causas o se consideraban rarezas.

Cuando llegó Shoemaker a estudiar el cráter Barringer, la idea generalizada era que el cráter lo había causado una explosión de vapor subterráneo. Shoemaker no sabía nada de explosiones de vapor subterráneas, ¡y no podía saberlo porque no existen!, pero sabía mucho de zonas de explosiones. Después de graduarse de la universidad, su primer trabajo fue investigar las zonas de explosiones en el campo de pruebas nucleares de Yucca Flat en Nevada. Llegó a la misma conclusión que Barringer había sacado antes: el cráter no tenía nada de actividad volcánica, pero sí un montón de cosas, sobre todo raras y diminutas rocas de sílice y mineral de magnetita, que indicaban que el impacto había venido del espacio. Se interesó mucho en el tema y empezó a investigarlo en su tiempo libre.

Shoemaker empezó a trabajar con su colega Eleanor Helin, y luego con su esposa Carolyn y su ayudante David Levy, haciendo un estudio sistemático del sistema solar. Pasaban una semana al mes en el observatorio Palomar de California buscando objetos, sobre todo asteroides, que cruzaran la órbita de la Tierra.

"Al principio, se habían encontrado como diez objetos de este tipo en toda la historia de la observación astronómica", recordó Shoemaker en una entrevista de televisión unos años después. "Los astrónomos del siglo XX prácticamente habían abandonado el estudio del sistema solar", continuó. "Habían dirigido su atención a las estrellas, a las galaxias."

Shoemaker y sus colegas descubrieron que había mucho más peligro en el espacio exterior de lo que se pensaba, muchísimo más. Mucha gente sabe que los asteroides son objetos rocosos que andan sueltos entre Marte y Júpiter, en una franja estrecha. En los dibujos siempre parecen estar apiñados, pero la verdad es que el sistema solar es muy espacioso y un asteroide normal está a unos 1.5 millones de kilómetros de su vecino más cercano. Nadie sabe cuántos asteroides hay rodando por el espacio, pero se cree que podría haber mil millones o más. Se supone que los asteroides podrían haber sido planetas, pero la inestabilidad gravitatoria de Júpiter impidió, y sigue impidiendo, que se juntaran. Así que nunca cumplieron su sueño de ser planetas.

El primer asteroide se descubrió a principios del siglo XIX. El primero lo encontró un siciliano llamado Giuseppe Piazzi el primer día del siglo, y se les consideró planetas. A los dos primeros asteroides se les llamó Ceres y Pallas. Luego, el astrónomo William Herschel, después de reflexionar mucho, se dio cuenta de que eran mucho más pequeños que los planetas. Los llamó asteroides, que en latín significa "parecidos a estrellas", lo cual no es muy acertado, porque los asteroides no son estrellas. Ahora a veces se les llama planetoides, que es más exacto.

A principios del siglo XIX, buscar asteroides se puso de moda. A finales del siglo, ya se conocían unos mil asteroides. El problema es que nadie los registraba de forma sistemática. A principios del siglo XX, a menudo no se sabía si un asteroide era nuevo o si simplemente era uno que ya se había descubierto antes y luego se había perdido. Además, para entonces, la astrofísica ya había avanzado tanto que pocos astrónomos querían dedicar su tiempo a estudiar objetos rocosos tan comunes como los planetoides. Solo a unos pocos les interesaba el sistema solar, entre ellos el astrónomo holandés Gerard Kuiper, que le dio nombre al cinturón de Kuiper. Gracias a su trabajo en el Observatorio McDonald de Texas, y luego al trabajo de otros en el "Minor Planet Center" de Cincinnati, Ohio, y en el "Spacewatch Project" de Arizona, se fue limpiando poco a poco una larga lista de asteroides perdidos. A finales del siglo XX, solo quedaba un asteroide conocido sin localizar, un objeto llamado Albert 719. La última vez que se le vio fue en octubre de 1911, y finalmente se le encontró en el año 2000, después de 89 años desaparecido.

Así que, desde el punto de vista del estudio de los asteroides, el siglo XX se dedicó principalmente a hacer mucha estadística. En realidad, no fue hasta los últimos años que los astrónomos empezaron a catalogar y vigilar otros asteroides. Desde julio de 2001, se han nombrado y confirmado 26,000 asteroides, y la mitad se hicieron en los dos años anteriores. Teniendo en cuenta que hay hasta mil millones de asteroides por confirmar, el trabajo estadístico no ha hecho más que empezar.

En cierto sentido, el trabajo no es muy importante. Catalogar un asteroide no lo hace más seguro. Incluso si todos los asteroides del sistema solar tuvieran nombre y se conociera su órbita, nadie puede saber qué perturbación haría que uno de ellos se dirigiera hacia nosotros. No podemos predecir qué daño causaría una roca en la superficie de la Tierra. Las rocas vuelan por el espacio y no podemos adivinar lo que van a hacer. Lo más probable es que, una vez que se le pone nombre a un asteroide del espacio exterior, se acabó.

Imagínate que la órbita de la Tierra es una carretera por la que solo circula nuestro coche, pero esa carretera la cruzan peatones con frecuencia, y no miran antes de cruzar. No conocemos al menos al 90% de los peatones, no sabemos dónde viven, ni su horario, ni la frecuencia con la que cruzan la carretera. Solo sabemos que están en algún sitio y que, cada cierto tiempo, cruzan la carretera caminando, mientras que nosotros vamos por esa carretera a 100.000 kilómetros por hora. Como dice Steven Ostro del Jet Propulsion Laboratory: "Si pudieras encender una luz y alumbrar todos los asteroides que cruzan la Tierra de más de 10 metros, verías cien millones de objetos de esos en el cielo". Vamos, que no verías 2.000 estrellas brillantes en la lejanía, sino varios cientos de millones o incluso billones de objetos moviéndose al azar cerca de ti… "Todos podrían chocar con la Tierra, y todos se mueven en el cielo a distintas velocidades en trayectorias ligeramente distintas. Da mucho miedo". Pues sí, da mucho miedo, porque están ahí. Lo que pasa es que no los vemos.

Se cree, aunque solo es una estimación basada en la frecuencia con la que se forman cráteres en la Luna, que hay unos 2.000 asteroides lo suficientemente grandes como para poner en peligro a la civilización que cruzan nuestra órbita con frecuencia. Pero incluso un asteroide pequeño, del tamaño de una casa, podría destruir una ciudad. Los asteroides pequeños que cruzan la órbita de la Tierra son casi con toda seguridad cientos de miles, probablemente millones, y son casi imposibles de rastrear.

El primer asteroide que pudo haber sido peligroso no se descubrió hasta 1991. Y se descubrió después de que ya había pasado. Se le llamó 1991 BA; nos dimos cuenta de que había rozado la Tierra a 170.000 kilómetros de distancia… lo cual, para los estándares cósmicos, es como si una bala te rozara la manga sin tocarte el brazo. Dos años después, otro asteroide más grande casi nos toca, pasando a solo 145.000 kilómetros de distancia… el roce más cercano que se ha registrado. También se descubrió después de que ya había pasado, llegando a la Tierra sin avisar. Timoty Ferris escribió en la revista The New Yorker que este tipo de roces probablemente ocurren dos o tres veces por semana sin que nos demos cuenta.

Un objeto de 200 metros de diámetro no se detectaría con los telescopios terrestres hasta que estuviera a pocos días de distancia, y eso suponiendo que ese telescopio lo estuviera apuntando, lo cual es poco probable, porque incluso ahora hay muy poca gente buscando este tipo de objetos. Se suele hacer esta comparación: el número de personas que buscan activamente asteroides en el mundo es menor que el número de empleados de un McDonald's típico. En realidad, ahora hay más, pero no muchos más.

Justo cuando Eugene Shoemaker intentaba alertar a la gente sobre los peligros potenciales del sistema solar interior, otra cosa, aparentemente sin relación, se estaba poniendo en marcha en Italia gracias al trabajo de un joven geólogo del Lamont-Doherty Laboratory de la Universidad de Columbia. A principios de los años 70, cerca del pueblo de montaña de Gubbio, en la región de Umbría, Walter Alvarez estaba haciendo trabajo de campo en un desfiladero llamado Bottaccione. De repente, le llamó la atención una fina capa de arcilla de color rosa pálido. Esta capa separaba dos capas de piedra caliza antigua, una del período Cretácico y otra del período Terciario. En geología, a esto se le llama el límite KT. Marca la desaparición repentina de los dinosaurios y de aproximadamente la mitad de las demás especies del mundo del registro fósil hace 65 millones de años. Alvarez no entendía muy bien cómo una capa de arcilla tan fina, de solo unos seis milímetros de grosor, podía explicar un momento tan dramático de la historia de la Tierra.

En aquel momento, la idea general sobre el momento de la extinción de los dinosaurios era la misma que en la época de Charles Lyell un siglo antes… que los dinosaurios se extinguieron hace millones de años. Pero esa fina capa de arcilla indicaba claramente que, en Umbría, si no en otros lugares, las cosas habían sucedido muy rápido. Desgraciadamente, en los años 70, nadie había estudiado cuánto tiempo se tardaba en acumular una capa de arcilla así.

En circunstancias normales, Alvarez casi con toda seguridad no se habría preocupado por el tema. Pero, por suerte, tenía una relación impecable con un forastero que podía ayudar… su padre, Luis. Luis Alvarez era un físico nuclear muy famoso que había ganado el Premio Nobel de Física diez años antes. Siempre había mirado un poco por encima del hombro a su hijo por haberle dado por las rocas, pero el tema le interesó. De repente, se le ocurrió que la respuesta podría estar en el polvo que venía del espacio.

Todos los años, la Tierra acumula unas 30.000 toneladas de "microesférulas cósmicas", vamos, polvo espacial. Si lo juntáramos, sería bastante, pero si lo extendiéramos por toda la Tierra, sería casi nada. En esa fina capa de polvo, hay elementos extraños que no son muy comunes en la Tierra. Uno de ellos es el iridio. Este elemento es 100 veces más abundante en el espacio que en la corteza terrestre, se supone que porque la mayor parte del iridio se hundió en el núcleo de la Tierra al principio de su formación.

Luis Alvarez sabía que un colega suyo del Lawrence Berkeley Laboratory de California, llamado Frank Asaro, había inventado una técnica para medir con precisión la composición química de la arcilla utilizando un proceso llamado análisis de activación neutrónica. Esta técnica consiste en bombardear la muestra con neutrones en un pequeño reactor nuclear y calcular con cuidado los rayos gamma que se liberan. Era un trabajo muy exigente. Asaro ya había utilizado esta técnica para analizar unas cuantas piezas de cerámica. Alvarez pensó que si podían medir la cantidad de un elemento extraño en la muestra de tierra de su hijo y comparar esa cantidad con la tasa anual de sedimentación de ese elemento, podrían saber cuánto tiempo había tardado en formarse la muestra. Una tarde de octubre de 1977, Luis Alvarez y Walter Alvarez fueron a visitar a Asaro para preguntarle si podía hacerles unas cuantas pruebas imprescindibles.

La petición fue un poco descarada. Estaban pidiendo a Asaro que dedicara meses a hacer las mediciones más minuciosas de una muestra geológica, solo para confirmar algo que parecía evidente desde el principio por lo fina que era la capa de arcilla: que la capa de arcilla se había formado en poco tiempo. Nadie esperaba que la investigación fuera a dar ningún resultado innovador.

"Ay, eran muy simpáticos y persuasivos", recordó Asaro en una entrevista en 2002. "Parecía un reto interesante, así que dije que lo intentaría. Desgraciadamente, tenía muchas otras cosas entre manos, así que tardé ocho meses en empezar el trabajo". Consultó sus notas de la época. "El 21 de junio de 1978 a la 1:45 de la tarde metimos una muestra en el detector. La máquina estuvo funcionando 224 minutos y vimos que estábamos obteniendo resultados muy interesantes, así que apagamos la máquina para echar un vistazo".

En realidad, los resultados fueron totalmente inesperados y los tres científicos pensaron al principio que se habían equivocado. ¡La cantidad de iridio en la muestra de Alvarez era más de 300 veces superior a lo normal!, mucho más de lo que nadie esperaba. Durante los meses siguientes, Asaro y su colega Helen Michel trabajaron a menudo hasta 30 horas seguidas ("Una vez que empiezas, no puedes parar", explicó Asaro) analizando muestras y obteniendo siempre los mismos resultados. También probaron muestras de otros lugares: de Dinamarca, de España, de Francia, de Nueva Zelanda, de la Antártida. Los resultados indicaban que el depósito de iridio era mundial y que la cantidad era muy alta en todas partes, a veces hasta 500 veces superior a lo normal. Era evidente que había pasado algo gordo y repentino, probablemente algo catastrófico, para producir un isótopo trazador tan notable.

Después de darle muchas vueltas, los Alvarez llegaron a la conclusión de que la explicación más lógica, al menos para ellos, era que un asteroide o un cometa había chocado contra la Tierra.

La idea de que la Tierra a veces sufre impactos muy destructivos no era tan nueva como a veces se piensa ahora. Ya en 1942, el astrónomo Ralph B. Baldwin de la Universidad Northwestern había planteado esta posibilidad en un artículo en la revista Popular Astronomy. El artículo se publicó en esta revista porque ninguna editorial académica quería publicar este tipo de cosas. Al menos dos científicos, el astrónomo Ernst Öpik y el químico y premio Nobel Harold Urey, también habían apoyado esta idea en distintos momentos. Incluso en la comunidad paleontológica no faltaban este tipo de ideas. En 1956, el profesor M.W. Laubenfels de la Universidad Estatal de Oregón escribió en la revista Journal of Paleontology que los dinosaurios podrían haber sufrido un impacto letal desde el espacio, prácticamente un preludio de la teoría de los Alvarez; en 1970, Dewey J. McLaren, presidente de la Sociedad Paleontológica de América, planteó en la reunión anual de la sociedad que los impactos del espacio exterior podrían ser la causa de la llamada "extinción del Frasniense" anterior.

Como para recalcar que esta idea no era nueva en ese momento, un estudio de cine de Hollywood rodó en 1979 una película llamada Meteor (¡Tiene 8 kilómetros de ancho… se acerca a 48.000 kilómetros por hora… no tenemos escapatoria!). La película estaba protagonizada por Henry Fonda, Natalie Wood, Karl Malden y una gran roca.

Así que no debería haber sorprendido a nadie cuando, la primera semana de 1980, los Alvarez anunciaron en una reunión de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia que creían que la extinción de los dinosaurios no formaba parte de un proceso lento e imparable que había ocurrido hace millones de años, sino que era el resultado de un evento explosivo y repentino.

Pero la gente sí se sorprendió mucho. Todo el mundo pensó que era una herejía increíble, sobre todo en la comunidad paleontológica.

"Ay, tienes que recordar", recordó Asaro, "que éramos unos intrusos en este campo. Walter era geólogo y se especializaba en paleomagnetismo; Luis era físico; yo era químico nuclear. Y ahora estábamos aquí diciéndoles a los paleontólogos que habíamos resuelto el problema que les había estado atormentando durante más de un siglo. No es de extrañar que no aceptaran nuestra idea de inmediato".

Luis Alvarez bromeó: "Nos pillaron in fraganti ejerciendo la geología sin licencia".

Pero había razones más profundas por las que la gente odiaba la teoría del impacto. Desde la época de Lyell, se había considerado que los procesos en la Tierra eran graduales, un elemento básico de la historia natural. En los años 80, el catastrofismo hacía tiempo que había pasado de moda y era prácticamente una teoría impensable. Para la mayoría de los geólogos, la idea de un impacto muy destructivo, como señaló Eugene Shoemaker, "iba en contra de su doctrina científica".

Tampoco ayudó el desprecio público de Luis Alvarez por los paleontólogos y sus contribuciones al conocimiento científico. "Son más bien coleccionistas de sellos", escribió en un artículo del New York Times que todavía escuece.

Los detractores de la teoría de Alvarez propusieron muchas explicaciones diferentes para el depósito de iridio. Por ejemplo, creían que lo habían producido las erupciones volcánicas constantes de la India, las llamadas "Trampas del Decán" ("trampas" es una palabra sueca que significa un tipo de lava; "Decán" se refiere a la actual península del Decán). En particular, insistían en que, según el registro fósil del límite del iridio, no había pruebas de que los dinosaurios hubieran desaparecido de repente. Charles Officer del Dartmouth College fue uno de los detractores más firmes. Insistió en que el iridio lo había depositado la actividad volcánica, aunque admitió en una entrevista que no tenía pruebas. Hasta 1988, más de la mitad de los paleontólogos estadounidenses encuestados seguían pensando que la extinción de los dinosaurios no tenía nada que ver con un impacto de asteroide o cometa.

Lo más evidente que podía apoyar la teoría de los Alvarez era precisamente lo que les faltaba a los detractores: un sitio de impacto. Ahí es donde entra Eugene Shoemaker. Shoemaker tenía una relación en Iowa (su nuera era profesora en la Universidad de Iowa) y conocía muy bien el cráter de Manson gracias a sus investigaciones. Gracias a él, todas las miradas se dirigieron ahora a Iowa. La geología es diferente en cada lugar. Iowa es un estado llano y con poca variedad geológica. Por lo tanto, el trabajo geológico en Iowa suele ser tranquilo. No hay picos elevados ni glaciares deslizantes, ni grandes reservas de petróleo o metales preciosos, ni indicios de lava fluyendo. Si eres un geólogo contratado por el estado de Iowa, la mayor parte de tu trabajo consiste en evaluar los "planes de gestión del estiércol" que los "trabajadores del confinamiento animal", es decir, los porqueros, están obligados a presentar periódicamente. En Iowa hay 15 millones de cerdos, por lo que hay mucho estiércol que gestionar. No lo digo con ironía, es un trabajo muy importante y que requiere muchos conocimientos para mantener limpias las fuentes de agua de Iowa. Pero, por muy fuerte que sea la voluntad, es imposible que esto pueda competir con las bombas de lava en el pico Pinatubo o con las grietas en la capa de hielo de Groenlandia en la búsqueda de cuarzo antiguo que alberque vida. Por lo tanto, podemos imaginar lo emocionados que se pusieron los del Departamento de Recursos Naturales de Iowa cuando la comunidad geológica mundial centró su atención en Manson y en el cráter de Manson a mediados de los años 80.

El edificio Trowbridge de Des Moines es un edificio de ladrillo rojo que se construyó a principios de siglo. Es la sede del departamento de ciencias de la Tierra de la Universidad de Iowa y los geólogos del Departamento de Recursos Naturales de Iowa tienen sus oficinas en una especie de ático en la parte superior. Nadie recuerda muy bien cuándo ni por qué se metió a los geólogos del estado en una institución académica, pero tienes la impresión de que el espacio era escaso, porque las oficinas son estrechas, con techos bajos y difíciles de entrar y salir. Cuando alguien te lleva por dentro, tienes que estar preparado para que te lleven a una cresta del tejado y te metan por una ventana a una habitación.

Ray Anderson y Brian Witzke tienen aquí sus oficinas y pasan su jornada laboral rodeados de montones de periódicos, revistas, gráficos y muestras de rocas (los geólogos siempre han sido buenos utilizando pisapapeles). En un sitio así, si quieres encontrar algo, una silla de repuesto, una taza de café, un teléfono sonando, tienes que apartar montones de papeles primero.

"De repente, nos encontramos en medio de un montón de cosas", recordó Anderson con los ojos brillantes cuando le pregunté. Me reuní con él y con Witzke en su oficina una mañana sombría de julio en la que llovía. "Fue un momento maravilloso".

Les pregunté por Eugene Shoemaker. Shoemaker parece ser una figura muy respetada. "Era un tipo increíble", respondió Witzke sin dudarlo. "Si no hubiera sido por él, no se habría hecho nada. Incluso con su apoyo, tardamos dos años en empezar a funcionar. Perforar es algo muy caro, en aquel entonces costaba unos 115 dólares por metro, ahora cuesta más, y necesitábamos llegar a casi 1.000 metros de profundidad".

"A veces incluso más", añadió Anderson.

"A veces incluso más", coincidió Witzke. "En algunos sitios. Así que necesitabas mucho dinero. Superaba nuestro presupuesto con creces".

Así que la Oficina de Estudios Geológicos de Iowa y el Servicio Geológico de los Estados Unidos decidieron unir fuerzas.

"Al menos pensábamos que era una colaboración", dijo Anderson con una sonrisa amarga.

"En realidad, fue como pagar la novatada para nosotros", continuó Witzke. "Hubo mucha pseudociencia durante toda la colaboración. Algunas personas sacaron conclusiones precipitadas y no siempre resistieron la prueba". Una vez, en la reunión anual de la Unión Geofísica Americana en 1985, Glenn Izett y C.L. Pillmore del Servicio Geológico de los Estados Unidos anunciaron que la edad del cráter de Manson coincidía exactamente con la extinción de los dinosaurios. Esto atrajo mucha atención de la prensa, pero desgraciadamente era prematuro. Basta con examinar los datos con atención para ver que el cráter de Manson no solo es mucho más pequeño, sino que es 9 millones de años anterior.

Fue un revés para su trabajo. Anderson y Witzke se enteraron de la noticia por primera vez cuando estaban en una reunión en Dakota del Sur. Se dieron cuenta de que la gente se les acercaba con miradas de compasión y les decían: "Hemos oído que habéis perdido el cráter". Izett y otros científicos del Servicio Geológico de los Estados Unidos acababan de anunciar las cifras revisadas, indicando que el cráter de Manson no era la causa de la extinción de los dinosaurios. Para Anderson y Witzke, esto era una novedad.

"Fue una sorpresa", recordó Anderson. "Quiero decir, teníamos algo realmente importante y, de repente, lo habíamos perdido. Pero lo peor es que nos dimos cuenta de que la gente que pensábamos que estaba colaborando con nosotros no se había molestado en compartir sus nuevos resultados".

"¿Por qué?".

Se encogió de hombros: "¿Quién sabe? En todo caso, aprendimos que la ciencia puede ser muy sucia, si juegas en cierto nivel".

La investigación se dirigió a otra parte. En 1990, un investigador de la Universidad de Arizona llamado Alan Hildebrand conoció por casualidad a un periodista del Houston Chronicle. El periodista sabía de una estructura circular gigante de origen desconocido. Estaba situada a unos 950 kilómetros al sur de Nueva Orleans, no muy lejos de la ciudad mexicana de Progreso, bajo Chicxulub en la península de Yucatán, y tenía 193 kilómetros de ancho y 48 kilómetros de profundidad. La estructura fue descubierta por la empresa petrolera mexicana Pemex en 1952, justo el año en que Eugene Shoemaker hizo su primer estudio del cráter de Arizona, pero los geólogos de la empresa pensaron que era de origen volcánico, en consonancia con la idea general de la época. Hildebrand fue al sitio y pronto llegó a la conclusión de que habían encontrado el cráter que estaban buscando. A principios de 1991, se había determinado que era el sitio del impacto, dejando a casi todo el mundo muy satisfecho.

Sin embargo, mucha gente todavía no entendía muy bien las consecuencias de un impacto. Stephen Jay Gould dijo en un breve ensayo: "Al principio, seguía teniendo serias dudas sobre el poder de un evento así… ¿cómo podía un objeto de solo 10 kilómetros de diámetro causar tanto daño a un planeta de 13.000 kilómetros de diámetro?".

Como si se tratara de encontrar una aguja en un pajar, pronto surgió la oportunidad de hacer una prueba natural de la teoría. Shoemaker y Levy descubrieron el cometa Shoemaker-Levy 9 y pronto se dieron cuenta de que se dirigía a Júpiter. Por primera vez, los humanos podían presenciar un impacto cósmico, y gracias al nuevo telescopio espacial Hubble, se podía ver con mucha claridad. Según Curtis Peebles, la mayoría de los astrónomos no tenían muchas esperanzas, sobre todo porque el cometa no era una esfera compacta, sino una serie de 21 fragmentos. "Creo", escribió alguien, "que Júpiter se va a tragar estos cometas sin siquiera eructar". Una semana antes del impacto, la revista Nature publicó un artículo titulado "Se avecina un gran fracaso" prediciendo que el impacto no sería más que una lluvia de meteoritos.

El impacto comenzó el 16 de julio de 1994 y duró una semana, con una fuerza mucho mayor de lo que nadie esperaba, posiblemente con la excepción de Eugene Shoemaker. Un fragmento llamado "núcleo G" tuvo un impacto de 600 millones de toneladas, el equivalente al 75% de la potencia de todas las armas nucleares existentes. El núcleo G solo tenía el tamaño de una montaña pequeña, pero causó una herida en la superficie de Júpiter del tamaño de la Tierra. Fue un golpe decisivo para los que criticaban la teoría de Alvarez.

Luis Alvarez nunca llegó a saber que se había descubierto el cráter de Chicxulub ni el cometa Shoemaker-Levy. Murió en 1988. Y Shoemaker también murió demasiado pronto. En el tercer aniversario del impacto de Júpiter, él y su esposa fueron enterrados en el interior de Australia. Iba allí todos los años buscando sitios de impacto. En un camino de tierra del desierto de Tanami, normalmente uno de los lugares más desolados de la Tierra, estaban pasando una pequeña colina cuando vino otro coche de frente. Shoemaker murió al instante y su esposa resultó herida. Parte de sus cenizas fueron enviadas a la Luna a bordo de la nave espacial Lunar Prospector y el resto se esparció alrededor del cráter Barringer.

El cráter de Anderson y Witzke ya no era la causa de la extinción de los dinosaurios. "Pero todavía tenemos el cráter de impacto más grande y mejor conservado del territorio continental de los Estados Unidos", dijo Anderson. Para mantener el cráter de Manson en el primer puesto, se necesita un poco de flexibilidad en la redacción. Otros cráteres son más grandes, sobre todo la bahía de Chesapeake, que se confirmó como sitio de impacto en 1994, pero están en alta mar o están deformados. "El cráter de Chicxulub está a dos o tres kilómetros de profundidad en la piedra caliza y la mayor parte está en alta mar. Esto dificulta mucho la investigación", continuó Anderson. "Mientras que al cráter de Manson se puede acceder por completo. Está enterrado bajo tierra y está en un estado relativamente prístino".

Les pregunté cuánto tiempo tendríamos de aviso si una roca similar se dirigiera hacia nosotros hoy en día.

"Oh, muy probablemente ninguno", respondió Anderson con tranquilidad. "Hasta que se calienta no se ve a simple vista, y no se calienta hasta que toca la atmósfera. En ese momento, le queda como un segundo antes de chocar contra la Tierra. Va mucho más rápido que la bala más rápida. A menos que alguien lo vea con un telescopio, lo cual no es seguro, nos pillaría totalmente por sorpresa".

La fuerza con la que un objeto choca contra la Tierra depende de muchas variables, como el ángulo con el que entra en la atmósfera, su velocidad y órbita, si choca de frente o de lado, y su masa y densidad, cosas que no podemos saber durante millones de años después. Pero lo que sí pueden hacer los científicos, y lo que han hecho Anderson y Witzke, es medir el sitio del impacto y calcular la energía liberada. A partir de esos resultados, pueden deducir qué fue lo que debió de pasar entonces, o lo que es aún más escalofriante, qué pasaría si ocurriera ahora.

Cuando un asteroide o cometa que viaja a velocidad cósmica entra en la atmósfera, va tan rápido que el aire que hay debajo no tiene tiempo de apartarse y se comprime como el aire en un inflador de bicicleta. Los que han usado un inflador saben que el aire comprimido se calienta de inmediato, y la temperatura debajo podría subir hasta unos 60.000 grados Celsius, o diez veces la temperatura de la superficie del Sol. En el momento de entrar en nuestra atmósfera, todo lo que se encuentra en la trayectoria del meteorito (personas, casas, fábricas, coches) se derrumbaría y desaparecería entre llamas como si fuera papel celofán.

Un segundo después de entrar en la atmósfera, el meteorito chocaría contra la superficie de la Tierra. Ahí, la gente de Manson estaría haciendo sus cosas, como de costumbre. El propio meteorito se vaporizaría al instante, produciendo una explosión. La explosión lanzaría 1.000 kilómetros cúbicos de roca, tierra y gas sobrecalentado. Todo lo que esté a menos de 250 kilómetros a la redonda y que no haya muerto achicharrado en el proceso de entrada del meteorito en la atmósfera, moriría en la explosión. La primera onda expansiva se irradiaría hacia el exterior a la velocidad de la luz, arrasando todo lo que se encontrara por delante.

Para los que estén fuera de la zona del impacto directo, la primera sensación sería un destello cegador, el destello más brillante que haya visto nunca el ojo humano, seguido de una escena de terror inimaginable, como si hubiera llegado el fin del mundo, que duraría entre un instante

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