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A ver, a ver... ¿Cómo les explico esto? Hay una historia, una parábola china muy antigua, ¿no? Imagínense, en un pueblito chiquito, un granjero al que se le escapa el caballo. ¡Imagínate el susto! Y claro, los vecinos, con la mejor intención del mundo, van a darle el pésame: "Ay, qué mala suerte, ¡qué terrible fortuna!". Y el granjero, así, con una calma… mirando al horizonte, donde se había ido el caballo, responde: "Quizás".
Al día siguiente, ¡sorpresa! El caballo no solo vuelve, sino que trae consigo siete caballos salvajes. ¡Siete! Los vecinos, alucinados, "¡Wow, qué suerte, ahora tienes ocho caballos!". Y el granjero, de nuevo, con la misma tranquilidad, dice: "Quizás".
Al poco tiempo, el hijo del granjero intenta domar a uno de esos caballos salvajes, pero el caballo lo tira y el chico se rompe una pierna. Los vecinos, otra vez, "¡Ay, qué mala suerte!". Y el granjero, imperturbable: "Quizás".
Después, llegan los militares para reclutar jóvenes para la guerra. Pero, claro, al ver al hijo con la pierna rota, lo dejan pasar. Los vecinos, "¡Qué maravilla, te has salvado!". Y el granjero, mirando cómo se alejan los militares: "Quizás".
Mucha gente conoce esta historia, ¿verdad? Y, sin embargo, nos cuesta un montón aceptar los cambios sin juzgarlos. O sea, en plan... ¡qué difícil! A veces nos aferramos a cómo creíamos que iban a ser las cosas. Hay un señor que se llama Michael Singer, que era programador, y bueno, tenía un camino trazado, ¿no? Para ser profesor de economía. Pero la vida, ya saben cómo es, le tenía otros planes.
Después de vivir varias situaciones, como las del granjero, que al principio parecen malas pero que luego traen algo bueno, Singer decidió tomarse la vida como venía, aceptar tanto lo bueno como lo malo sin juzgarlo. Y esta actitud, esta flexibilidad, lo llevó a éxitos inesperados. Fundó una empresa de software, creó un centro de vida comunitaria, escribió varios libros que fueron un exitazo.
Y, bueno, al final, la vida le puso una prueba muy dura: lo obligaron a renunciar como CEO de su empresa por una investigación del FBI, que al final no encontró nada. ¡Imagínate el drama! Pero él, durante todo ese tiempo, se mantuvo tranquilo, manejó todo el proceso legal con paciencia y elegancia. Y cuando lo exoneraron, aunque tuvo que dejar su empresa, no se amargó ni se llenó de miedo. Aceptó lo que pasó y decidió seguir adelante, curioso por lo que le deparaba el futuro en vez de quedarse atascado en el pasado.
Entonces, aquí viene la pregunta, ¿no? Si el dejarnos llevar por la vida, sin rendirnos nunca, puede abrirnos puertas que ni imaginábamos, ¿por qué nos cuesta tanto ser flexibles cuando la vida nos da un golpe?
Es que, a ver, todos los días pasan cosas inesperadas, ¿no? Alguien te dice algo que no te esperabas, un amigo te llama después de mucho tiempo, encuentras dinero en un abrigo… ¡qué sé yo! Cositas que apenas nos afectan, a veces solo requieren un pequeño ajuste o incluso nos alegran el día.
Pero las disrupciones, los cambios bruscos, son otra cosa. La palabra viene del latín, "disruptus", que significa "separar a la fuerza, romper". Y ahí está la clave, creo yo. Las disrupciones duelen porque crean una brecha, un choque entre lo que esperábamos que pasara y lo que realmente pasa. Son las tormentas que ponen a prueba nuestra fortaleza y nos obligan a darnos cuenta de lo frágiles que son nuestros planes.
El estrés que causan estas disrupciones depende de cuánto te obliguen a adaptarte. Cuanto más tengas que cambiar, más grande es el golpe. Por eso, hasta las cosas buenas, como una boda o unas vacaciones, pueden ser disruptivas, porque cambian mucho nuestra rutina.
Es que las disrupciones pueden ser especialmente duras cuando afectan a proyectos importantes. Los planes que hacemos, los roles que nos imaginamos para nosotros mismos, nos dan una sensación de control en medio del caos. Y cualquier cosa que nos desvíe de esos planes se siente como un ataque directo a nuestra identidad, a nuestro lugar en el mundo. Y eso duele, vaya que sí. Los eventos disruptivos y el estrés personal están relacionados con la ansiedad y la depresión. De hecho, muchos psicólogos creen que los eventos disruptivos influyen más en el desarrollo de una enfermedad mental que la genética. ¡Fíjate!
Por eso, desde hace miles de años, los filósofos y los líderes espirituales nos hablan de la importancia de soltar, de dejar ir. El budismo dice que el sufrimiento nace del apego a los deseos, incluyendo el deseo de controlar lo que pasa. El taoísmo habla del "wu wei", que se traduce como "acción sin esfuerzo". No significa no hacer nada, sino actuar en armonía con el flujo de la vida, sin forzar ni resistir. Y en la filosofía hindú está el "vairagya", el desapego que nos permite estar más tranquilos.
Y la ciencia occidental, bueno, parece que se está dando cuenta de lo que ya sabían las filosofías orientales. Hay estudios que demuestran que el tratar de controlar todo lo que sale mal puede causar estrés crónico, y que una de las características de la salud mental es la capacidad de adaptarse a los cambios, de no resistir el caos, sino de abrazarlo.
Los investigadores distinguen entre la aceptación activa y la aceptación resignada. En ambos casos, la gente deja de intentar controlar lo que no puede cambiar. Pero la actitud, la forma de ver la vida, es diferente. La "aceptación activa" significa reconocer una situación negativa y enfrentarla de forma constructiva. La "aceptación resignada", en cambio, también implica dejar de intentar cambiar las cosas, pero con una actitud negativa, con pesimismo y sin esperanza. Y los estudios demuestran que solo la aceptación activa está relacionada con una mejor salud mental, porque la gente usa su energía para hacer cosas que sí pueden cambiar su vida.
Así que, a ver, navegar por las disrupciones de la vida no significa perder la esperanza, ni tampoco ser optimista a ciegas en todas las situaciones. Se trata de encontrar un punto medio, de aceptar activamente que la vida es impredecible. Se trata de tener nuestra propia versión del "quizás" del granjero.
Los momentos de cambio son una oportunidad para soltar el control sobre el resultado, pero sin dejar de intentarlo. Incluso cuando las cosas se ponen difíciles, podemos enviarnos un mensaje muy potente: nuestro valor no depende de que todo sea perfecto, sino de nuestro compromiso con nosotros mismos y con nuestro camino. Nuestra tarea es cumplir con nuestra parte y dejar que la vida nos dé información. El simple hecho de seguir adelante, de ser agentes de cambio en un mundo que no deja de cambiar, puede ayudarnos a sentirnos más seguros de nosotros mismos y más preparados para afrontar los problemas que puedan surgir.
Como dice Vivian Greene: "La vida no se trata de esperar a que pase la tormenta, sino de aprender a bailar bajo la lluvia". Aceptar las disrupciones no te hace pasivo, ¡te hace ágil!
Y, ¿cómo hacemos esto? ¿Cómo aprendemos a bailar con las disrupciones? Pues hay un proceso de dos pasos, como un baile sencillo. Primero, hay que explorar la experiencia subjetiva, con curiosidad. Y luego, hay que afrontar los problemas objetivos, con calma.
A ver, estos dos pasos no son algo formal, pero se ven en muchas filosofías. El estoicismo, por ejemplo, habla de la importancia de mantener la calma sin importar lo que pase. Solo así podemos analizar las situaciones con lógica y decidir qué podemos controlar y qué no. Y muchas terapias modernas consisten en reconocer las emociones que nos hacen daño y que distorsionan nuestra forma de pensar, y luego, en una segunda etapa, usar esa conciencia para cambiar las conductas que no nos ayudan.
Después de muchos años de introspección, Michael Singer llegó a la misma conclusión: "Me di cuenta de que la práctica de la entrega se hace en dos pasos muy claros: primero, te liberas de las reacciones personales de gusto y disgusto que surgen en tu mente y en tu corazón; y segundo, con la claridad que eso te da, simplemente miras qué te está pidiendo la situación que tienes delante".
Primer paso: procesar la experiencia subjetiva.
Las disrupciones, por naturaleza, nos sacuden emocionalmente. Entonces, lo primero que tenemos que hacer es parar y prestar atención a esas emociones. Un ritmo cardíaco acelerado, la mandíbula apretada, respiración superficial, sudoración, una sensación de vacío en el estómago… Como el cerebro reacciona de forma similar a todas las amenazas, sean peligrosas o no, las emociones negativas que no se procesan bien pueden afectar nuestra capacidad para evaluar situaciones, resolver problemas y tomar decisiones.
A ver, las emociones incómodas no son malas en sí mismas. Como dice Emily Willroth, una psicóloga de la Universidad de Washington en San Luis: "La ansiedad puede ayudarte a afrontar una amenaza, la ira puede ayudarte a defenderte, y la tristeza puede indicarle a los demás que necesitas apoyo social". Lo que nos hace sufrir es cómo interpretamos esas emociones. Hay que traducir esas respuestas del cuerpo a un lenguaje que la mente pueda entender.
Para esto, podemos usar una técnica que los psicólogos llaman "etiquetado afectivo", que nos ayuda a manejar mejor nuestras respuestas fisiológicas al ponerle nombre a nuestras emociones. Los estudios demuestran que etiquetar nuestras emociones aumenta la actividad cerebral en la corteza prefrontal, la parte del cerebro encargada de las funciones ejecutivas, como organizar tareas, tomar decisiones y concentrarse. Y también reduce la actividad en la amígdala, una región importante para procesar las emociones y para la respuesta de lucha o huida.
El etiquetado afectivo es, literalmente, "ponerle palabras a los sentimientos". Al hacer esto, las ansiedades vagas se convierten en un conjunto claro de emociones concretas. James W. Pennebaker, el pionero de la terapia de escritura, explicaba que etiquetar nuestras emociones libera al cerebro de la tarea de procesarlas. Y una vez que tenemos esas palabras, es mucho más fácil investigar la causa de esas emociones y solucionar los problemas que las causan.
Imagínate que estás organizando un evento de trabajo y uno de tus proveedores se retrasa con la entrega. O que un cliente cancela a última hora y tu equipo no cumple con la cuota del trimestre. O que tienes que reestructurar un taller porque uno de los oradores perdió su vuelo. O, quizás, es tu vuelo el que se cancela y no puedes asistir a una conferencia para dar una presentación.
Pregúntate: ¿Qué estoy sintiendo ahora mismo? No hace falta escribir frases completas. Basta con anotar una lista de adjetivos que describan tus emociones: tenso, preocupado, nervioso, inquieto, aprensivo. Puedes hacer esto en cinco minutos. Puedes usar un diario, una aplicación de notas o un trozo de papel. Puedes hacerlo caminando, usando la grabadora de voz de tu teléfono, o a través de cualquier medio que reduzca la fricción entre la emoción y la expresión verbal.
Y si te cuesta ponerle nombre a una emoción, puedes usar una imagen para describir cómo te sientes. Por ejemplo, se ha demostrado que los estados emocionales están muy relacionados con los paisajes. Los paisajes que se ven seguros y con muchos recursos suelen provocar emociones positivas. En cambio, los bosques densos o los desiertos muy abiertos se perciben de forma negativa, por los peligros ocultos o por la falta de recursos. Este efecto es tan fuerte que se mantiene incluso con paisajes pintados. Puedes usar esa conexión para expresar tus emociones de forma más intuitiva. Quizás lo que sientes es una montaña imponente pero aterradora, un océano inmenso y solitario, una tormenta de arena en un desierto desolado, o una gran nube blanca sobre los acantilados de un pueblito costero.
Es normal sentir angustia cuando te enfrentas a una disrupción. Lo mejor que puedes hacer es procesar esa emoción con curiosidad y con autocompasión, para poder manejar las consecuencias con calma.
Segundo paso: manejar las consecuencias objetivas.
Una vez que has manejado el impacto emocional de la disrupción, puedes afrontar sus implicaciones prácticas. Las consecuencias de cualquier evento son como ondas en el agua. La disrupción es evidente en el punto de impacto, pero su efecto se va suavizando a medida que las ondas se expanden. Para navegar por estos desafíos, hay que ver más allá del impacto obvio y entender las consecuencias de segundo orden.
Los científicos que estudian los efectos de las reacciones en cadena, como la propagación de una epidemia o el efecto dominó de un apagón, llaman a esto una "cascada de consecuencias". Para entender las posibles consecuencias de un evento, usan modelos informáticos que analizan muchos escenarios hipotéticos. Pero no te preocupes, no hace falta escribir programas complejos. Puedes usar una versión simplificada de este método para solucionar los problemas objetivos que surgen cuando pasa algo inesperado.
Primero, identifica el impacto directo de la disrupción, enfocándote en los efectos más evidentes. Luego, haz un mapa de las posibles consecuencias. Puede ser una lista rápida o un mapa visual. Piensa en esto como la siguiente onda que emana del punto de disrupción. Luego, evalúa cada consecuencia potencial. ¿Es importante? ¿Es positiva, negativa o neutra? ¿Se va a solucionar sola o hay que hacer algo? Y según tu evaluación, decide si vas a actuar o no. Puedes decidir no hacer nada si las consecuencias son menores o si el problema se va a solucionar solo. Pero si el problema es grave, vale la pena pensar en cómo solucionarlo.
En la mayoría de los casos, tenemos más capacidad de acción de lo que creemos, y podemos tomar decisiones inteligentes sobre cuándo usar las herramientas que tenemos a nuestra disposición. Evaluar la importancia de un factor estresante no solo puede ayudar a reducir la incertidumbre y la ansiedad, sino también a mejorar nuestra capacidad para resolver problemas. Es un juego mental de reaccionar, pero sin exagerar, de quitarle el filo al miedo y de pensar en la respuesta que se necesita, si es que se necesita alguna.
Este proceso puede tomar solo unos minutos si te das cuenta de que las consecuencias son insignificantes. Como ya has etiquetado y aceptado tus emociones como una reacción natural, puedes superar esa pequeña perturbación y seguir adelante. O puede tomar un par de horas si estás lidiando con un problema complicado que tiene muchas consecuencias.
Hacer un mapa de todo esto no va a solucionar todos tus problemas, pero te va a ayudar a seguir adelante con más claridad y confianza en tu capacidad para manejarlos o para aceptar las consecuencias.
Y puede pasar que, a medida que avanzas por las capas de la cascada de consecuencias, surjan nuevas emociones. Algunos escenarios pueden causar miedo o ansiedad. Si eso pasa, simplemente vuelve a etiquetar esas emociones y repite el proceso de dos pasos: pasando de las experiencias subjetivas a las consecuencias objetivas tantas veces como sea necesario.
Pero, a ver, siempre es mejor inclinarse por la aceptación que por el control. Hay que surfear la ola del caos en lugar de intentar contenerla en vano. No se trata de crear un plan maestro que te dé la ilusión de tener el control de la situación, sino de reducir las consecuencias de cualquier revés para que puedas seguir adelante en lugar de rendirte.
Pierre Ntiruhungwa, que es desarrollador web, ya se esperaba que hubiera alguna disrupción cuando dejó su trabajo para crear una empresa. Pero, a los pocos meses, su socio tuvo problemas de salud y tuvieron que suspender el proyecto. Y claro, ante las consecuencias económicas de esa crisis inesperada, todos sus sistemas de productividad consciente se fueron al garete. "Empecé a decir que sí a todo para no quedarme sin dinero, incluso a trabajos que pagaban muy poco, solo para poder pagar el alquiler. Estaba trabajando mucho, incluyendo el trabajo no remunerado de buscar trabajo".
Para superar la disrupción y volver a la aceptación activa, Ntiruhungwa primero etiquetó sus emociones: la confianza sacudida, la inseguridad, la impotencia. Y aunque la incertidumbre seguía ahí, sabía que esas experiencias subjetivas eran válidas y pudo afrontar las consecuencias objetivas con calma. Les pidió a algunos amigos que le prestaran dinero para pagar el alquiler, lo que le permitió ser más selectivo con los clientes y crear relaciones sólidas con varias agencias de desarrollo web. Y ahora su negocio de freelance está prosperando, pero de vez en cuando se enfrenta a disrupciones. Y cuando eso pasa, simplemente repite el proceso de dos pasos.
Y es que, cuando aprendes a cultivar la firme determinación de soltar, no solo te sientes menos estresado ante una disrupción, sino que también puedes manejarla mejor. Como dijo una vez el filósofo Alan Watts sobre la vida: "Era algo musical, y se suponía que debías cantar o bailar mientras sonaba la música". La vida, como la música, tiene altibajos, crescendos y silencios. Aceptar estos movimientos no es solo una estrategia, es la esencia del baile. El tumulto del cambio puede generar ideas nuevas. Surgen nuevas oportunidades a través de los altibajos. Es un ecosistema vasto y dinámico que te invita a participar en la resolución creativa de problemas.
Bailar con el caos no se trata solo de sobrevivir, se trata de sentirse vivo y abierto al mundo, de dar la bienvenida al cambio como una fuente de crecimiento y de encontrar humor en los momentos más difíciles de la vida.