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¡Hola, hola! ¿Qué tal estáis? Pues mirad, hoy os quiero contar un poco sobre la atmósfera, esa cosa que damos por sentada, pero que es absolutamente vital para nuestra existencia. Imaginaos, sin atmósfera, ¡brrr!, seríamos una bola de hielo congelada a unos -50 grados Celsius. ¡Qué frío!
Además del frío, la atmósfera nos protege de un montón de cosas que vienen del espacio, como los rayos cósmicos, partículas cargadas, la radiación ultravioleta... Es como tener un escudo protector, ¡más o menos como una pared de hormigón de cuatro metros y medio! Sin ella, todas esas cosas nos harían mucho daño, ¡como si nos apuñalaran con pequeñas dagas! Y ni siquiera la lluvia sería segura, ¡nos dejaría K.O.!
Lo más curioso es que, en realidad, no tenemos tanta atmósfera como parece. Se extiende hasta unos 190 kilómetros de altura, pero si imagináramos la Tierra como una pequeña bola del mundo en una mesa, la atmósfera sería solo una o dos capas de pintura, ¡nada más!
Para estudiarla mejor, los científicos han dividido la atmósfera en cuatro capas principales: la troposfera, la estratosfera, la mesosfera y la ionosfera, que ahora a menudo se llama termosfera. La troposfera es la más importante para nosotros, ¡es donde vivimos! Contiene todo el calor y el oxígeno que necesitamos para sobrevivir, aunque, eso sí, a medida que subes, se vuelve bastante inhóspita.
La troposfera tiene un grosor variable. En el ecuador, alcanza unos 16 kilómetros, pero en las zonas templadas, donde vivimos la mayoría de nosotros, tiene solo unos 10 u 11 kilómetros. En esta fina capa se concentra el 80% de la masa atmosférica y ¡todos los fenómenos meteorológicos! ¿Os imagináis? No hay mucho entre nosotros y el espacio.
Por encima de la troposfera está la estratosfera. ¿Habéis visto alguna vez una nube de tormenta que se extiende como un yunque? Pues esa es la frontera entre la troposfera y la estratosfera. Esa frontera se llama la tropopausa, y la descubrió un francés, Léon-Philippe Teisserenc de Bort, en 1902, subiendo en globo.
La tropopausa no es un "alto en el camino", sino más bien un "techo". Incluso en la parte más alta de la troposfera, no estamos tan lejos. Un ascensor rápido de un rascacielos moderno podría llevarnos allí en unos 20 minutos. ¡Pero no lo hagáis! Subir tan rápido sin protección os causaría, como mínimo, un edema cerebral o pulmonar severo, ¡con la acumulación de líquidos en los tejidos! Vamos, ¡que al abrirse las puertas del ascensor estaríais casi muertos o en las últimas!
Incluso subiendo más despacio, no sería nada agradable. A 10 kilómetros de altura, la temperatura baja hasta los -57 grados Celsius, y necesitaríais oxígeno, ¡sí o sí!
Más allá de la troposfera, la temperatura vuelve a subir rápidamente gracias a la capa de ozono, que, por cierto, también descubrió Teisserenc de Bort en su ascenso en globo. En la mesosfera, la temperatura vuelve a bajar hasta los -90 grados Celsius, y luego, en la termosfera, ¡se dispara hasta los 1500 grados Celsius! Además, la diferencia de temperatura entre el día y la noche en la termosfera puede ser de más de 500 grados Celsius. ¡Una locura!
Eso sí, a esas alturas, la temperatura es más bien un concepto teórico. La temperatura es solo una medida de la actividad de las moléculas. A nivel del mar, la densidad del aire es muy alta, y las moléculas chocan constantemente entre sí, transfiriendo calor. Pero en la termosfera, a más de 80 kilómetros de altura, el aire es tan tenue que las moléculas están separadas por kilómetros y casi no se tocan. Así que, aunque cada molécula tenga mucha energía, apenas se transfieren calor entre ellas.
Esto es bueno para los satélites y las naves espaciales, porque si hubiera mucha transferencia de calor, ¡se quemarían!
Aun así, las naves espaciales tienen que tener mucho cuidado al reentrar en la atmósfera, como demostró la tragedia del Columbia en 2003. Aunque la atmósfera es tenue, si la nave entra con un ángulo demasiado pronunciado, ¡más de 6 grados! o a demasiada velocidad, choca con demasiadas moléculas y se genera una fricción que puede provocar que se queme. Por otro lado, si el ángulo es demasiado pequeño, ¡puede rebotar en el espacio como una piedra en el agua!
Para darnos cuenta de lo dependientes que somos del suelo, no hace falta irse al borde de la atmósfera. Cualquiera que haya vivido en una ciudad de gran altitud sabe que basta con subir unos pocos cientos de metros para empezar a sentirse mal. Incluso los alpinistas experimentados, con todo su entrenamiento y oxígeno, sufren rápidamente el mal de altura: confusión mental, náuseas, fatiga, congelación, hipotermia, falta de apetito... El cuerpo nos recuerda de muchas maneras que no está hecho para funcionar a gran altura.
Como decía el alpinista Peter Habeler sobre la cima del Everest: "Incluso en las mejores condiciones, cada paso requiere una fuerza de voluntad tremenda. Tienes que obligarte a avanzar, a agarrarte a lo que puedas. Siempre tienes una sensación de agotamiento extremo".
El alpinista y cineasta británico Matt Dickinson contaba sobre Howard Somervell, que en 1924, durante una expedición británica al Everest, "descubrió que un trozo de carne inflamada se le había desprendido y le bloqueaba la tráquea, casi asfixiándole". Le costó mucho toser el trozo, y resultó ser "toda la membrana mucosa de su garganta". ¡Qué horror!
A partir de los 7500 metros, la llamada "zona de la muerte", el cuerpo ya no funciona bien. Pero muchas personas se debilitan e incluso enferman gravemente mucho antes, a partir de los 4500 metros. Y la sensibilidad a la altitud no tiene mucho que ver con la forma física. A veces, las abuelas están como rosas en las alturas, mientras que sus descendientes más fuertes no pueden más y tienen que bajar.
El límite de tolerancia para la vida humana continua está en torno a los 5500 metros, pero incluso las personas acostumbradas a vivir en altura no pueden soportarlo durante mucho tiempo. En los Andes, hay minas de azufre a 5800 metros, pero los mineros prefieren bajar 460 metros cada noche y volver a subir al día siguiente, ¡antes que vivir continuamente a esa altura!
Las personas que viven en altura tardan miles de años en desarrollar adaptaciones especiales, como cajas torácicas y pulmones más grandes, y una concentración de glóbulos rojos que transportan oxígeno casi un tercio mayor. Pero la concentración de glóbulos rojos que se puede soportar es limitada. Si es demasiado alta, la sangre no fluye bien. Además, a partir de los 5500 metros, incluso las mujeres completamente adaptadas no pueden proporcionar suficiente oxígeno a un feto en desarrollo, y dan a luz antes de tiempo.
En fin, ¡qué interesante es todo esto! En realidad, podrías pensar que cuanto más cerca estás del sol, más calor deberías sentir, ¿verdad? Pero el sol está a 150 millones de kilómetros. Es como estar en y pretender oler el humo. La clave está en la densidad de las moléculas del aire. La luz del sol activa los átomos, aumentando su velocidad. Los átomos activados chocan entre sí, liberando calor. Cuando sientes el sol en tu espalda en verano, en realidad estás sintiendo la luz del sol activando los átomos. Cuanto más alto subes, menos átomos hay, así que chocan con menos frecuencia. El aire puede ser engañoso. A nivel del mar, solemos pensar que es ligero y que casi no pesa. Pero en realidad, tiene mucha masa.
¡Tenemos unos 5200 billones de toneladas de aire a nuestro alrededor! ¡Más de nueve millones de toneladas por kilómetro cuadrado! Cuando millones de toneladas de aire se mueven a 50 o 60 kilómetros por hora, no es de extrañar que se rompan ramas de árboles y que salgan volando tejas.
¡Y qué decir de la energía que hay ahí arriba! Se calcula que una gran tormenta puede contener la energía equivalente al consumo eléctrico de todo Estados Unidos durante cuatro días. En condiciones adecuadas, las nubes de tormenta pueden elevarse hasta los 10 o 15 kilómetros de altura, conteniendo corrientes ascendentes y descendentes a más de 150 kilómetros por hora. ¡Menudo caos! Dentro de la nube, las partículas adquieren carga eléctrica. Por razones que no se comprenden del todo, las partículas más ligeras tienden a cargarse positivamente y son arrastradas por las corrientes hacia la parte superior de la nube. Las partículas más pesadas se quedan en la base, acumulando carga negativa. ¡Y esas partículas negativas tienen muchas ganas de descargarse sobre la Tierra, que está cargada positivamente! El rayo se mueve a 435.000 kilómetros por hora y puede calentar el aire circundante a 28.000 grados Celsius, ¡varias veces más que la superficie del Sol! En cualquier momento, hay 1800 grandes tormentas en todo el mundo, ¡una media de unas 40.000 al día! Los relámpagos surcan el planeta día y noche, ¡unos 100 por segundo! ¡El cielo es un lugar muy animado!
Es increíble que gran parte de lo que sabemos sobre todo esto sea bastante reciente. La corriente en chorro, que suele situarse a unos 9000 o 10.000 metros de altura y puede moverse a casi 300 kilómetros por hora, influyendo enormemente en los sistemas meteorológicos de todos los continentes, no se descubrió hasta la Segunda Guerra Mundial, ¡cuando los pilotos empezaron a volar dentro de ella!
Y aun así, hay muchos fenómenos atmosféricos de los que sabemos muy poco. Por ejemplo, las llamadas "turbulencias en aire claro", que a veces provocan fuertes sacudidas en los aviones. Cada año, hay unos 20 incidentes de este tipo lo bastante graves como para ser noticia. No están relacionadas con estructuras de nubes ni con nada que pueda detectarse a simple vista o con el radar. Son pequeñas zonas de turbulencia en aire claro. Por ejemplo, un avión que volaba de Singapur a Sídney en condiciones tranquilas sobre el centro de Australia, de repente cayó 90 metros, ¡lo suficiente como para lanzar a las personas que no llevaban el cinturón de seguridad contra el techo! Doce personas resultaron heridas, una de ellas de gravedad. Nadie sabe por qué se producen estas pequeñas corrientes de aire que causan tanto caos.
El proceso por el que el aire se mueve en la atmósfera es el mismo que hace funcionar el motor de la Tierra, ¡la convección! El aire caliente y húmedo se eleva desde las zonas ecuatoriales y, al alcanzar la tropopausa, se extiende hacia el exterior. A medida que se aleja del ecuador, se enfría y desciende gradualmente. Al llegar al fondo, una parte del aire descendente fluye hacia las zonas de baja presión, volviendo hacia el ecuador, completando el ciclo.
En las zonas ecuatoriales, el proceso de convección suele ser bastante estable y el tiempo suele ser bueno. Pero en las zonas templadas, las estaciones cambian, hay más diferencias regionales y hay menos regularidad. Como resultado, hay una lucha constante entre los sistemas de alta y baja presión. Los sistemas de baja presión se crean por el aire que se eleva, enviando moléculas de agua al cielo, formando nubes y, finalmente, lluvia. El aire caliente puede contener más vapor de agua que el aire frío, y por eso los trópicos y el invierno en contraestación son los que más lluvias torrenciales tienen. Por lo tanto, las zonas bajas suelen estar asociadas con nubes y lluvia, mientras que las zonas altas suelen ser soleadas y con buen tiempo.
Cuando dos sistemas se encuentran, a menudo se puede ver en la forma de las nubes. Por ejemplo, si una corriente ascendente de aire que transporta vapor de agua no puede romper una capa de aire más estable que hay por encima, se extiende hacia el exterior como el humo que toca un techo, formando estratos, esas capas de nubes desagradables, sin rasgos distintivos, que oscurecen el cielo. De hecho, si observas a alguien fumando y ves cómo el humo se eleva desde el cigarrillo en una habitación sin viento, tendrás una buena idea de cómo funciona esto. Al principio, el humo se eleva en línea recta y luego se extiende hacia el exterior, dispersándose en una capa ondulada. Ni siquiera los mayores superordenadores del mundo, utilizados para realizar mediciones en entornos de precisión controlada, pueden predecir con exactitud la forma que tomará este humo ondulado. Así que imaginaos lo difícil que es para los meteorólogos predecir este movimiento en un mundo grande, ventoso y en constante rotación.
Lo que sí sabemos es que el calor del sol se distribuye de forma desigual, creando diferentes presiones en el planeta. El aire no puede tolerar esta situación, así que se lanza a equilibrarse. El viento es una forma en que el aire intenta lograr ese equilibrio. El aire siempre fluye de zonas de alta presión a zonas de baja presión. Cuanto mayor es la diferencia de presión, más rápido sopla el viento.
Por cierto, la velocidad del viento, como la mayoría de las cosas que se acumulan, crece exponencialmente. Así que un viento que sopla a 300 kilómetros por hora no es 10 veces más fuerte que un viento que sopla a 30 kilómetros por hora, sino 100 veces más fuerte, ¡y por lo tanto es mucho más destructivo! Acelerar millones de toneladas de aire hasta ese punto puede generar una energía enorme. La energía liberada por un huracán tropical en 24 horas equivale a la energía que utiliza en un año un país mediano rico como el Reino Unido o Francia.
Este impulso del ambiente por estar en equilibrio, fue descubierto por Edmond Halley, y desarrollado por su compatriota George Hadley en el siglo XVIII. Hadley observó que las columnas de aire ascendente y descendente tienden a crear "células" (que desde entonces se conocen como células de Hadley). Hadley era abogado, pero tenía un gran interés por el tiempo (¡al fin y al cabo, era británico!). También propuso la relación entre la circulación, la rotación de la Tierra y la aparente desviación del aire. La desviación del aire produce los vientos alisios. Sin embargo, fue el profesor de ingeniería de la École Polytechnique de París, Gustave-Gaspard de Coriolis, quien resolvió los detalles de estas interacciones en 1835, por lo que lo llamamos el efecto Coriolis. (Otra aportación de Coriolis a la escuela fue la invención del enfriador de agua, que todavía se conoce como enfriador de Coriolis). La Tierra gira en el ecuador a unos 1675 kilómetros por hora. Si te mueves hacia los polos, esta velocidad disminuye considerablemente, hasta unos 900 kilómetros por hora en Londres o París. El motivo es bastante obvio. Si estás en el ecuador, la Tierra tiene que llevarte a dar una vuelta bastante larga, ¡unos 40.000 kilómetros! para llevarte de vuelta al punto de partida. Pero si estás en el Polo Norte, solo tienes que caminar unos metros para dar una vuelta. Sin embargo, en ambos casos, tardarás 24 horas en volver al punto de partida. Por lo tanto, cuanto más cerca estés del ecuador, más rápido tendrás que girar.
¿Por qué un objeto que se mueve en línea recta en el aire, perpendicular a la dirección de rotación de la Tierra, parece moverse en un arco hacia la derecha en el hemisferio norte y hacia la izquierda en el hemisferio sur, siempre que la distancia sea considerable? El efecto Coriolis dice que es porque la Tierra está girando por debajo. Una forma habitual de entenderlo es imaginar que estás de pie en el centro de un gran estadio y lanzas una pelota a una persona que está de pie en el borde. Cuando la pelota llega al borde, esa persona ya se ha movido hacia adelante y la pelota pasa por detrás de ella. Desde su punto de vista, la pelota parece haberse desviado de él en un arco. Ese es el efecto Coriolis. Es el que hace que los sistemas meteorológicos se enrosquen y que los huracanes se muevan girando como peonzas. El efecto Coriolis también explica por qué la marina tiene que ajustar la dirección hacia la izquierda o hacia la derecha al disparar proyectiles. De lo contrario, un proyectil disparado a 25 kilómetros de distancia se desviaría unos 90 metros y caería al mar.
Teniendo en cuenta la importancia del tiempo, tanto práctica como psicológicamente, para casi todo el mundo, es increíble que la meteorología no se convirtiera en una ciencia hasta principios del siglo XIX (aunque el nombre de meteorología existe desde 1626. Lo inventó un tal T. Granger en un libro de lógica).
En parte, el problema es que la meteorología de éxito requiere mediciones precisas de la temperatura, y fabricar termómetros precisos fue mucho más difícil de lo que cabría esperar durante mucho tiempo. Una lectura precisa depende de que el diámetro interior del tubo de vidrio sea muy uniforme. Y eso no es fácil de conseguir. La primera persona que resolvió este problema fue el fabricante de instrumentos holandés Daniel Gabriel Fahrenheit. En 1717 fabricó un termómetro muy preciso. Sin embargo, por razones desconocidas, fijó el punto de congelación del agua en 32 grados y el punto de ebullición en 212 grados. Estos números extraños incomodaron a algunas personas desde el principio. En 1742, el astrónomo sueco Anders Celsius propuso otra escala de temperatura. Para demostrar que los inventores rara vez hacen bien las cosas, Celsius fijó el punto de ebullición en 0 grados y el punto de congelación en 100 grados, pero esa escala se invirtió rápidamente.
A quien se considera más a menudo el padre de la meteorología moderna es al farmacéutico británico Luke Howard, que saltó a la fama a principios del siglo XIX. La principal contribución de Howard fue poner nombre a los tipos de nubes en 1803. Era un miembro activo y respetado de la Linnean Society y utilizaba los principios de Linneo en su nuevo esquema, pero eligió la poco conocida Askesian Society como foro para anunciar su nuevo esquema de clasificación. (Quizá recuerdes que en un capítulo anterior se mencionaba a la Askesian Society, cuyos miembros se dedicaban a los placeres del gas de la risa, así que solo podemos esperar que la presentación de Howard se tomara en serio y se le diera la debida importancia. Los estudiosos de Howard guardan un silencio curioso al respecto).
Howard dividió las nubes en tres tipos: las nubes en capas se llamaban estratos; las nubes vellosas se llamaban cúmulos (nombre que significa "pila" en latín); las estructuras delgadas y plumosas en lo alto se llamaban cirros (que significa "rizado"). Los cirros suelen aparecer antes de que llegue el clima frío. Más tarde, añadió un cuarto nombre, llamando nimbo (que significa "nube" en latín) a un tipo de nube que produce lluvia. La genialidad del sistema de Howard radica en que estos componentes básicos pueden combinarse libremente para describir todas las formas y tamaños de nubes que pasan por el cielo: estratocúmulos, cirrostratos, cumulonimbos, etc. El sistema fue un éxito inmediato, no solo en Inglaterra. Goethe lo aprobó tanto que escribió cuatro poemas dedicados a Howard.
En los años siguientes, el sistema de Howard se amplió mucho, hasta llegar al enciclopédico y poco leído Atlas Internacional de Nubes, que consta de dos volúmenes. Sin embargo, curiosamente, los tipos de nubes identificados después de la muerte de Howard, como las nubes mammatus, las nubes pileus, las nubes asperitas, las nubes spissatus, las nubes floccus y las nubes mediocris, se dice que no son aceptadas en absoluto fuera de la comunidad meteorológica, y poco aceptadas dentro de ella. Por cierto, la primera edición del atlas, mucho más delgada, que se publicó en 1896, dividía las nubes en diez tipos básicos. Entre ellos, los cúmulos castellanus, los más gruesos y parecidos a cojines, ocupaban el noveno lugar (los cúmulos suelen ser nítidos y tener bordes definidos, mientras que otras capas de nubes son borrosas. Esto se debe a que los cúmulos tienen un límite claro entre su interior húmedo y el aire seco del exterior. Si una molécula de agua se sale del borde de la nube, el aire seco del exterior la elimina rápidamente, manteniendo el borde del cúmulo limpio. Los cirros, que son mucho más altos, están formados por hielo y la zona entre el borde de la nube y el aire del exterior, por lo que sus bordes suelen ser borrosos). De ahí parece venir la expresión "estar en el séptimo cielo".
Las nubes de tormenta en forma de yunque que aparecen ocasionalmente, a pesar de su imponente aspecto, son en realidad suaves e insustanciales en la mayoría de los casos. Un cúmulo velloso de verano, aunque se extienda cientos de metros por cada lado, contiene menos de 100-150 litros de agua: "lo suficiente para llenar una bañera", como dijo James Trefil. Si quieres saber que una nube es insustancial, puedes caminar en la niebla, que no es más que una nube que no tiene la determinación de volar muy alto. Volviendo a citar a Trefil: "Si caminas 91 metros en una niebla normal, solo entrarás en contacto con unos 8 centímetros cúbicos de agua, ¡no lo suficiente para tomar un buen sorbo!". Por lo tanto, las nubes no son grandes depósitos de agua. En cualquier momento, solo alrededor del 0,035% del agua dulce de la Tierra flota sobre nosotros.
El destino de las moléculas de agua varía mucho, dependiendo de dónde caigan. Si cae en un suelo fértil, será absorbida por las plantas o se evaporará directamente de nuevo en cuestión de horas o días. Sin embargo, si entra en el agua subterránea, puede que no vuelva a ver el sol en muchos años, ¡o incluso miles de años, si llega a un lugar realmente profundo! Si miras un lago, estás viendo un montón de moléculas que han estado allí una media de 10 años. Se cree que las moléculas de agua permanecen en el océano durante más tiempo, posiblemente 100 años. En general, después de una lluvia, alrededor del 60% de las moléculas de agua vuelven a la atmósfera en uno o dos días. Una vez evaporadas, permanecen en el cielo durante una semana, según Drury 12 días, y luego vuelven a caer en forma de lluvia.
La evaporación es un proceso rápido, como puedes comprobar observando el destino de un charco de agua en verano. Incluso un gran lago como el Mediterráneo se secaría en 1000 años si no se repusiera continuamente el agua. Esto ocurrió hace poco menos de seis millones de años, dando lugar a lo que los científicos llaman la "crisis de salinidad del Mesiniense", causada por el movimiento de los continentes que bloqueó el estrecho de Gibraltar. A medida que el Mediterráneo se secaba, el vapor de agua evaporado caía en forma de lluvia dulce en otros mares. Esto redujo ligeramente la salinidad de esos mares, lo suficiente como para diluirla lo suficiente como para que se congelara una zona más grande. La expansión de la zona de hielo devolvió más calor solar, lo que impulsó a la Tierra hacia una edad de hielo. Al menos en teoría.
Por lo que sabemos, lo que es seguro es que incluso un pequeño cambio en la dinámica de la Tierra puede tener consecuencias inimaginables. Como veremos dentro de un rato, tal vez incluso nosotros hayamos nacido de un acontecimiento de este tipo.
El océano es la verdadera fuente de energía para la actividad de la superficie terrestre. De hecho, los meteorólogos consideran cada vez más el océano y la atmósfera como un único sistema, así que vamos a decir algo más aquí. El agua es muy buena para almacenar y transferir calor: cantidades inimaginables de calor. La corriente del Golfo transfiere a Europa cada día el calor equivalente a diez años de producción de carbón de todo el mundo. Esta es la razón por la que el clima en el Reino Unido e Irlanda es más suave en invierno que en Canadá y Rusia. Pero el agua se calienta muy lentamente, por lo que el agua de los lagos y las piscinas está fría incluso en los días más calurosos. Por este motivo, a menudo ocurre que una estación ha comenzado desde el punto de vista astronómico, pero en realidad no se siente hasta más tarde. Así, la primavera en el hemisferio norte comienza en marzo, pero no se siente hasta abril, en la mayoría de los lugares.
El agua del mar no es un todo uniforme. Hay diferencias en la temperatura, la salinidad, la profundidad y la densidad del agua del mar en diferentes lugares, que tienen un gran impacto en la forma en que el agua del mar transfiere el calor, lo que a su vez afecta al clima. Por ejemplo, el Atlántico es más salado que el Pacífico, lo cual es una buena noticia. Cuanto más salada es el agua del mar, más densa es, y el agua del mar densa se hunde. Si la corriente del Atlántico no tuviera que soportar la carga adicional de sal, llegaría hasta la región ártica, calentando el Ártico, pero Europa perdería por completo ese precioso calor. El principal portador de calor del planeta es la llamada circulación termohalina. Tiene su origen en las lentas corrientes oceánicas de las profundidades marinas, un proceso descubierto por el científico y aventurero Conde Rumford en 1797. (El término "circulación termohalina" parece significar cosas diferentes para diferentes personas. En noviembre de 2002, Carl Wunsch, del MIT, publicó un artículo titulado "¿Qué es la circulación termohalina?" en la revista Science. Argumentaba que el término expresa al menos siete fenómenos diferentes en varias revistas importantes, relacionados con la circulación oceánica y la transferencia de calor. Aquí lo estoy utilizando en su sentido amplio). La situación es la siguiente: cuando el agua de la superficie llega cerca de Europa, aumenta su densidad, se hunde en la profundidad y vuelve lentamente al hemisferio sur. Este agua llega a la Antártida, donde se encuentra con la corriente circumpolar antártica y es empujada hacia el Pacífico. Este proceso es lento, tarda 1500 años en pasar del Atlántico Norte al centro del Pacífico, pero transporta cantidades considerables de calor y agua y tiene un enorme impacto en el clima.
¿Cómo es posible que alguien calcule cuánto tiempo tarda una gota de agua en ir de un océano a otro? La respuesta es que los científicos pueden medir la mezcla en el agua, como los clorofluorocarbonos, para calcular cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que entró en el aire. Comparando las mediciones a diferentes profundidades y en diferentes lugares, se puede trazar un mapa de los movimientos del agua con bastante precisión.
La circulación termohalina no solo transfiere calor, sino que también, a medida que las corrientes suben y bajan, revuelve los alimentos, haciendo que más zonas del mar sean aptas para los peces y otros animales marinos. Desgraciadamente, la circulación termohalina parece ser muy sensible a los cambios que la rodean. Los resultados de las simulaciones por ordenador muestran que incluso una ligera dilución de la salinidad de los océanos, por ejemplo, debido a la aceleración del deshielo de la capa de hielo de Groenlandia, podría alterar este ciclo de forma catastrófica.
El mar también nos ayuda de otra forma. Absorbe mucho carbono y tiene una forma de guardarlo en un lugar seguro. El sol arde ahora con aproximadamente un 25% más de intensidad que al principio de la formación del sistema solar, lo cual es una de las rarezas de nuestro sistema solar. Por lo tanto, la Tierra debería ser mucho más caliente de lo que es ahora. De hecho, como dijo el geólogo británico Aubrey Manning: "Este enorme cambio habría tenido consecuencias absolutamente desastrosas para el planeta, pero nuestro mundo parece no haberse visto apenas afectado".
¿Qué mantiene entonces el planeta estable y fresco? La vida. Cuando el carbono en forma de dióxido de carbono en el aire cae con la lluvia, un sinnúmero de pequeños organismos marinos lo capturan y lo utilizan (junto con otras cosas) para fabricar sus pequeñas conchas. Estos organismos son de los que la mayoría de nosotros nunca hemos oído hablar, como los foraminíferos, los cocolitos, las algas calcáreas, etc. Encierran el carbono en sus conchas, impidiendo que vuelva a entrar en la atmósfera por evaporación, donde formaría peligrosamente un gas de efecto invernadero. Finalmente, los pequeños foraminíferos, los cocolitos, etc., mueren y caen al fondo del mar. Se comprimen en caliza. Es asombroso mirar rasgos naturales tan extraordinarios como los acantilados blancos de Dover en Inglaterra y pensar que están formados casi por completo por pequeños organismos marinos muertos; pero es aún más asombroso saber cuánto carbono han absorbido esos organismos con el paso del tiempo. Un bloque de 15 centímetros cúbicos de los acantilados blancos de Dover contiene más de 1000 litros de dióxido de carbono comprimido. De lo contrario, este dióxido de carbono no nos haría ningún bien. En general, el carbono encerrado en las rocas de la Tierra es aproximadamente 2000 veces la cantidad que hay en la atmósfera. Gran parte de esa caliza acabará convirtiéndose en materia prima para los volcanes, que volverá a la atmósfera y caerá sobre la Tierra en forma de lluvia. Por lo tanto, todo el proceso se conoce como el ciclo largo del carbono. Este proceso tarda mucho tiempo en completarse, unos 500.000 años para un átomo de carbono medio, y ayuda a mantener la estabilidad del clima si no hay otros factores que interfieran.
Desgraciadamente, los humanos están alterando el ciclo a voluntad, liberando grandes cantidades de carbono adicional a la atmósfera, sin tener en cuenta si los foraminíferos están preparados o no. Se calcula que desde 1850 hemos liberado unos 100.000 millones de toneladas de carbono adicionales al aire, una cifra que aumenta a un ritmo de unos 7.000 millones de toneladas al año. En general, no es mucho. La naturaleza, principalmente a través de las erupciones volcánicas y la descomposición de los árboles, libera alrededor de 200.000 millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año, casi 30 veces más que las emisiones de nuestros coches y fábricas. Pero basta con echar un vistazo a nuestras ciudades cubiertas de niebla o al Gran Cañón, o incluso a veces a los acantilados blancos de Dover, para comprender la diferencia que supone nuestra participación.
Sabemos por muestras de hielo muy antiguas que la concentración "natural" de dióxido de carbono en la atmósfera, es decir, antes de que nuestras actividades industriales empeoraran las cosas, era de unos 280 partes por millón. En 1958, cuando los investigadores empezaron a prestar atención al problema, esa cifra ya había subido a 315 partes por millón. Hoy, esa cifra supera las 360 partes por millón y sigue subiendo a un ritmo de aproximadamente el 0,25% anual. Se prevé que a finales del siglo XXI la cifra alcance las 560 partes por millón.
Hasta ahora, los océanos y los bosques de la Tierra (los bosques también eliminan mucho carbono) nos han salvado con éxito de la autodestrucción. Pero, como dijo Peter Cox, de la Oficina Meteorológica británica: "Hay un punto crítico. En ese momento, la biosfera de la naturaleza ya no puede mitigar el impacto que tienen nuestras emisiones de dióxido de carbono en nosotros mismos, sino que en realidad empieza a tener un efecto amplificador". Existe la preocupación de que el calentamiento global empeore rápidamente. Muchos árboles y otras plantas morirán por no poder adaptarse, liberando el carbono almacenado, lo que agravará el problema. Este ciclo ha ocurrido ocasionalmente en el pasado remoto, incluso sin la participación humana. Sin embargo, incluso en ese punto, la naturaleza sigue haciendo maravillas, lo cual es una buena noticia. Es casi seguro que el ciclo del carbono acabará por recuperarse, devolviendo a la Tierra un entorno estable y hermoso. La última vez que ocurrió algo así, solo tardó 60.000 años.