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A ver, a ver... por dónde empiezo... Ah, sí. Si tus padres no se hubieran juntado en el momento exacto... ¡y cuando digo exacto, es exacto eh! ¡Quizá al nanosegundo! Pues, sencillamente, tú no estarías aquí. Y lo mismo aplica a tus abuelos, y a los padres de tus abuelos, y así sucesivamente. Si cada uno de ellos no se hubiera combinado de la manera precisa... ¡pues nada, adiós muy buenas! Tú... no existirías.
Cuanto más retrocedes en el tiempo, ¡más gente necesitas para haber llegado a ser tú! Imagínate, solo remontándonos ocho generaciones, ¡a la época de Darwin y Lincoln!, ya hablamos de más de 250 personas. ¡Y cada una de esas parejas decidió tu existencia! ¡Uf, qué responsabilidad! Si nos vamos un poquito más atrás, a los tiempos de Shakespeare... ¡nada menos que 16,384 ancestros! ¡Imagínate el lío de genes combinándose para dar contigo! ¡Es un milagro, vamos!
Y si sigues... ¡madre mía! 20 generaciones atrás... ¡más de un millón de ancestros! ¡Un millón! Añade cinco generaciones más... ¡y ya son más de 33 millones! Y... si nos remontamos 30 generaciones, que tampoco es tanto... ¡superamos los mil millones de ancestros! ¡Ojo!, que esto sin contar primos, tíos abuelos y demás parentela, eh. Solo la línea directa, de padres a padres. Si nos vamos 64 generaciones atrás... ¡a la época de los romanos!, pues prepárate, porque el número de ancestros que decidieron que tú existieras se dispara a... ¡mil millones de billones! ¡Es decir, muchísimas veces más que el número de personas que han existido en la Tierra!
Claro, aquí hay algo que no cuadra, ¿verdad? Y es que... ¡atención, esto es interesante! Tu árbol genealógico no es tan... "puro" como crees. Si no hubiera habido un poquito de... digamos... "reunión familiar" en algún momento... ¡y ojo, que las hubo a montones!, pues no estarías aquí. Probablemente, algún familiar lejano de tu madre se casó con un familiar lejano de tu padre. Vamos, que si tu pareja actual es de tu mismo pueblo o país, lo más probable es que tengáis algún parentesco lejano. ¡Sí, sí, como lo oyes! Si te fijas en la gente que ves en el autobús, en el parque o en el café... ¡seguro que muchos son familia tuya, aunque no lo sepas! Y si alguien presume de ser descendiente de Shakespeare o de Guillermo el Conquistador... ¡pues tú también! Literalmente, ¡somos una gran familia!
Y además, ¡somos increíblemente parecidos! Si comparas tu genoma con el de otra persona... ¡compartimos, de media, un 99.9%! ¡Esa es la base de que seamos todos humanos! Ese 0.1% restante, esa pequeñísima diferencia... "un nucleótido de cada mil", como decía el genetista John Sulston, premio Nobel... ¡es lo que nos hace únicos! Se le ha dado mucha importancia al estudio del genoma humano, pero... ¡ojo, que no existe "un" genoma humano! Cada uno de nosotros tiene el suyo propio. Si no, seríamos todos iguales. Es esa constante recombinación de genes, ese genoma que es básicamente el mismo pero a la vez distinto, ¡lo que nos hace ser individuos dentro de una misma especie!
Pero... a ver, ¿qué es eso del genoma? ¿Y qué es un gen? Pues vamos por partes, volviendo a la célula. Dentro de la célula está el núcleo, y dentro del núcleo están los cromosomas: 46 hebras complejas, 23 que heredaste de tu madre y 23 de tu padre. ¡Cada una de tus células! Bueno, casi todas, hay excepciones... ¡llevan esa misma cantidad de cromosomas! Los cromosomas contienen todo el conjunto de instrucciones necesarias para crearte y mantenerte con vida, y están formados por una larguísima cadena de... ¡materia química alucinante!: el ADN, o ácido desoxirribonucleico. Dicen que el ADN es "la molécula más extraordinaria de la Tierra".
El ADN solo existe para una cosa: ¡para crear más ADN! Y tienes un montón dentro de ti: casi dos metros de ADN empaquetados dentro de casi cada célula. Cada centímetro de ADN contiene tres mil doscientos millones de letras de código... ¡suficiente para generar combinaciones prácticamente infinitas! ¡Casi imposibles de calcular! Si te miras al espejo y piensas que tienes 100 billones de células, y que casi cada una de esas células contiene dos metros de ADN... ¡imagínate la cantidad que tienes! Si estiráramos todo tu ADN, ¡sería una línea que iría de la Tierra a la Luna... y volvería varias veces! Se calcula que, en total, tienes unos 200 mil millones de kilómetros de ADN. ¡Una pasada!
En resumen: tu cuerpo ama crear ADN. No podrías vivir sin él. Pero el ADN por sí solo no tiene vida. ¡Es inerte! El genetista Richard Lewontin lo llamaba "la molécula químicamente más inerte del mundo biológico". Por eso se puede extraer ADN de restos de sangre seca, de esperma o incluso de huesos de Neandertales. Y por eso los científicos tardaron tanto en descifrar el papel fundamental que tiene esa sustancia, aparentemente tan insignificante, ¡en la vida misma!
Fíjate que, aunque el ADN es antiguo, ¡muy antiguo!, hasta 1869 nadie se dio cuenta de su existencia. Fue un científico suizo, Johann Friedrich Miescher, quien lo descubrió mientras investigaba pus de vendas quirúrgicas. Vio una sustancia rara, y la llamó "nucleína" porque estaba en el núcleo de la célula. Al principio no le dio mucha importancia, pero 23 años después le escribió una carta a su tío sugiriendo que esa molécula podía ser la clave de la herencia. ¡Qué visión! Pero la ciencia de la época no estaba preparada para esa idea... y nadie le hizo mucho caso.
Durante casi medio siglo, se pensó que el ADN tenía un papel muy pequeño en la herencia. ¡Era demasiado simple! Solo tenía cuatro componentes básicos, llamados nucleótidos. ¡Como un alfabeto con solo cuatro letras! ¿Cómo se iba a escribir la historia de la vida con eso? (La respuesta es parecida a usar puntos y rayas del código Morse para escribir un telegrama complejo). Por lo que se sabía, el ADN no hacía nada. Se quedaba ahí, en el núcleo, tranquilito. Quizá mantenía los cromosomas unidos, o añadía un poco de acidez, o... ¡qué sé yo, alguna tarea insignificante! Se creía que las cosas importantes estaban hechas de proteínas.
Pero claro, ignorar el ADN planteaba dos problemas. Primero, ¡había muchísimo! Dos metros en cada núcleo. ¡Tenía que servir para algo! Y segundo, aparecía en todos los experimentos, ¡como el principal sospechoso de un crimen misterioso! En especial, dos estudios con neumococos y bacteriófagos (virus que infectan bacterias) mostraban que el ADN hacía algo mucho más importante de lo que se pensaba. Los experimentos sugerían que el ADN intervenía en la fabricación de proteínas, que son esenciales para la vida. Pero las proteínas se fabrican fuera del núcleo, lejos del ADN... ¡y nadie entendía cómo se comunicaban!
Durante mucho tiempo, nadie supo cómo el ADN transmitía la información a las proteínas. Ahora sabemos que hay otra molécula, el ARN (ácido ribonucleico), que hace de intermediario. El ADN y las proteínas hablan idiomas distintos, ¡una cosa muy curiosa de la biología! Han trabajado juntos durante casi cuatro mil millones de años, pero sus códigos son incompatibles. Es como si uno hablara español y otro hindi. ¡Necesitan un traductor! Y ese traductor es el ARN, que con ayuda de unas estructuras llamadas ribosomas, traduce la información del ADN a un lenguaje que las proteínas puedan entender y usar para hacer su trabajo.
Pero volviendo a principios del siglo XX, cuando retomamos la historia... ¡aún quedaba un largo camino para entender todo esto!
Así que... ¡necesitábamos un experimento genial! Por suerte, apareció un joven muy trabajador y talentoso para hacerlo. Se llamaba Thomas Hunt Morgan. En 1904, solo cuatro años después de que redescubrieran los experimentos de Mendel con los guisantes, empezó a estudiar los cromosomas. ¡Y faltaban casi diez años para que se inventara la palabra "gen"!
Los cromosomas se habían descubierto por casualidad en 1888. Los llamaron así porque se tiñen muy fácilmente, y así se ven bien bajo el microscopio. A principios del siglo XX se sospechaba que tenían algo que ver con la transmisión de características, pero nadie sabía cómo. ¡Incluso había quien dudaba de que sirvieran para algo!
Morgan eligió un insecto llamado *Drosophila melanogaster*, ¡la mosca del vinagre, la mosca de la fruta! Esa mosquita pequeña e incolora que siempre se mete en nuestras bebidas. Como modelo de estudio, ¡era perfecta! Ocupaba poco espacio, apenas comía, se podían criar millones en botellas de leche, tardaba solo diez días en pasar de huevo a mosca adulta y solo tenía cuatro pares de cromosomas, ¡muy manejable!
En un pequeño laboratorio de la Universidad de Columbia en Nueva York, conocido como "la sala de moscas", Morgan y sus compañeros criaron y cruzaron millones de moscas. ¡Bueno, quizá miles de millones, como dice algún biólogo, pero eso suena a exageración! Cada mosca era manipulada con pinzas y observada con lupa, buscando cualquier pequeña variación genética. Para crear mutantes, durante seis años las irradiaron con rayos X, las criaron a oscuras o con mucha luz, las calentaron en hornos, las centrifugaron... ¡Pero nada funcionaba! Morgan estaba a punto de tirar la toalla, cuando... ¡de repente!, apareció una mosca distinta: ¡tenía los ojos blancos, en lugar de rojos! Con este descubrimiento, Morgan y sus ayudantes se pusieron manos a la obra, criando individuos mutantes que transmitían esa característica a sus descendientes. Así pudieron relacionar características concretas con cromosomas específicos, y demostrar el papel clave de los cromosomas en la herencia.
Pero aún quedaba otro nivel de complejidad por resolver: ¡los genes!, y el ADN que los forma... ¡muy difíciles de aislar y estudiar! En 1933, cuando Morgan recibió el premio Nobel, muchos científicos seguían dudando de la existencia de los genes. ¡Era difícil ponerse de acuerdo sobre qué eran: si algo real o una simple idea! ¡Sorprende que algo tan importante en la vida de las células fuera tan difícil de aceptar! En un libro de texto universitario, Wallace, King y Sanders señalan que hoy en día pasa algo parecido con el pensamiento o la memoria: sabemos que los tenemos, pero no sabemos qué forma concreta tienen, si es que tienen alguna. Pues con los genes pasaba lo mismo. ¡Para los contemporáneos de Morgan, la idea de coger un gen y analizarlo era tan absurda como si hoy dijéramos que podemos coger un pensamiento y mirarlo al microscopio!
Lo que sí estaba claro es que algo relacionado con los cromosomas dirigía la reproducción de las células. En 1944, en el Instituto Rockefeller de Nueva York, un equipo liderado por Oswald Avery, un científico canadiense muy talentoso pero muy tímido, logró demostrar tras 15 años de trabajo en un experimento muy ingenioso, que el ADN no es una molécula inerte. Demostraron que el ADN es el responsable de la transmisión hereditaria. Como dijo después el bioquímico Erwin Chargaff, ¡el descubrimiento de Avery merecía dos premios Nobel!
Por desgracia, un compañero del instituto, Alfred Mirsky, un fanático de las proteínas, se opuso a Avery y usó su influencia para desprestigiar su trabajo. ¡Incluso trató de convencer al Instituto Karolinska de Estocolmo para que no le dieran el Nobel! Avery, con 66 años y cansado de la presión y las discusiones, dimitió y no volvió a investigar. Pero otros estudios confirmaron sus conclusiones. Y muy pronto empezó una carrera para descifrar la estructura del ADN.
Si en los años 50 te jugabas algo a quién iba a ganar esa carrera, seguro que apostabas por Linus Pauling, el mejor químico de Estados Unidos y un pionero en el campo de la cristalografía de rayos X, una técnica clave para estudiar el ADN. Pauling tenía muchos premios, ¡dos Nobel!, pero se equivocó al pensar que la estructura del ADN era una triple hélice, en lugar de una doble hélice. Así que la victoria fue para cuatro científicos británicos. ¡Ni siquiera eran un equipo, muchas veces se ignoraban y, en gran medida, eran recién llegados al campo!
El más "normal" de los cuatro era Maurice Wilkins, que había pasado la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial encerrado en un laboratorio ayudando a diseñar la bomba atómica. Otros dos, Rosalind Franklin y Francis Crick, habían trabajado para el gobierno británico, ella en la extracción de carbón y él en la detonación de explosivos.
Y el más peculiar de todos era James Watson, un estadounidense que había sido una estrella infantil en un programa de radio de concursos de conocimientos. Entró en la Universidad de Chicago con 15 años y se doctoró con 22. En 1951 trabajaba en el prestigioso Laboratorio Cavendish de Cambridge. Tenía 23 años, el pelo alborotado y en las fotos parece que algo lo atraía con mucha fuerza desde fuera del encuadre.
Crick era 12 años mayor y aún no tenía el doctorado. Su pelo era menos alborotado, pero más duro. Según Watson, era un charlatán, ruidoso, discutidor, siempre buscando la aprobación de los demás y cambiaba de opinión cada dos por tres. Ninguno de los dos tenía formación en bioquímica.
Su idea era que si conocían la forma de la molécula de ADN, podrían entender cómo hacía lo que hacía. Y querían conseguirlo con el menor esfuerzo posible. Como decía Watson en su autobiografía "La doble hélice", con cierto orgullo: "Esperaba resolver el problema de los genes sin aprender nada de química". De hecho, no les habían asignado el estudio del ADN, y durante un tiempo les prohibieron trabajar en ello. Para disimular, Watson decía que estudiaba cristalografía, y Crick que escribía una tesis sobre la difracción de rayos X de moléculas grandes.
En la historia popular del desciframiento del ADN, Crick y Watson se llevan casi todo el mérito, pero su avance se basó en gran medida en el trabajo de sus competidores. Y, como dice la historiadora Lisa Jardine, ese trabajo fue en parte "accidental". Al menos al principio, Wilkins y Franklin, del King's College de Londres, estaban muy por delante.
Wilkins era neozelandés, solitario, casi invisible. En 1962 compartió el premio Nobel con Crick y Watson. En cambio, un documental de la televisión pública estadounidense de 1998 sobre el descubrimiento del ADN apenas lo mencionaba.
De todos ellos, la figura más misteriosa es Rosalind Franklin. En "La doble hélice", Watson la describe con palabras duras, como una mujer poco razonable, reservada, poco colaboradora y que no se preocupaba por ser femenina. ¡Esto último parece molestarle especialmente! Dice que no era fea, pero que "podría ser bastante atractiva si se molestara un poco en vestirse". Pero Franklin decepcionaba a todos en este sentido. ¡Ni siquiera usaba pintalabios, algo que Watson no entendía! Y su ropa era "la peor versión del estilo intelectual inglés". (En 1968, la editorial de la Universidad de Harvard dejó de publicar "La doble hélice" porque Crick y Wilkins se quejaron de las descripciones de los personajes. La historiadora Lisa Jardine lo describió como "daño emocional innecesario". Lo que he contado son citas suavizadas de Watson).
Pero lo cierto es que Franklin obtuvo las mejores imágenes de difracción de rayos X de la estructura del ADN. Era una técnica perfeccionada por Linus Pauling y utilizada con éxito para estudiar los átomos de los cristales, pero la molécula de ADN era mucho más difícil de estudiar. Franklin logró obtener buenos resultados, y lo que enfurecía a Watson es que se negaba a compartirlos.
Pero no se puede culpar del todo a Franklin por no compartir sus resultados. En el King's College de los años 50, las mujeres investigadoras sufrían una discriminación inaceptable para cualquier persona sensible. No les permitían entrar en la sala común de profesores, por mucho que valieran o destacaran. Incluso tenían que comer en una habitación pequeña y oscura. Y, sobre todo, sufría una gran presión, a veces acoso, para que compartiera sus resultados con tres hombres que no mostraban muchas cualidades admirables, como el respeto. Incluso Crick reconoció después: "Creo que fuimos... digamos... paternalistas con ella". Dos eran del instituto rival del King's College, y el otro se puso más o menos de su parte. Así que no es extraño que Franklin guardara sus resultados bajo llave.
Wilkins y Franklin no se llevaban bien, y Watson y Crick parecen haberlo aprovechado en su beneficio. Crick y Watson invadieron descaradamente el territorio de Wilkins, y Wilkins se puso cada vez más de su parte. Y es que el comportamiento de Franklin también era extraño. Aunque sus estudios mostraban que la estructura del ADN era, sin duda, una hélice, ella insistía en que no lo era. Para sorpresa y vergüenza de Wilkins, en el verano de 1952 Franklin colgó un cartel cerca del departamento de física del King's College que decía: "Con gran pesar anunciamos el fallecimiento de la hélice de ADN, ocurrido el viernes 18 de julio de 1952... Se ruega al Dr. M.H.F. Wilkins que pronuncie el panegírico".
Como resultado, en enero de 1953 Wilkins mostró a Watson las imágenes de difracción de rayos X de la estructura del ADN de Franklin. Lo hizo "aparentemente sin avisar a Franklin ni pedirle permiso". Decir que esto le ayudó sería quedarse corto. Años después, Watson reconoció que fue "un momento crucial... Nos animó mucho". Con la forma básica de la molécula de ADN y otros datos importantes, Watson y Crick aceleraron su trabajo. Y todo encajó. En una ocasión, Pauling viajó a Inglaterra para una conferencia, y podría haberse cruzado con Watson y haber aprendido algo que le permitiera corregir sus errores. Pero era la época del macartismo, y a un liberal como él no le permitían viajar al extranjero. Le retuvieron en el aeropuerto de Nueva York y le confiscaron el pasaporte. Crick y Watson, en cambio, tuvieron más facilidades y suerte: ¡el hijo de Pauling trabajaba en el Laboratorio Cavendish y les informaba de los éxitos y fracasos de su padre!
Watson y Crick, temiendo que alguien les adelantara, se volcaron en el problema. Se sabía que el ADN contenía cuatro componentes químicos, adenina, guanina, citosina y timina, que siempre se combinaban de forma específica. Watson y Crick recortaron trozos de cartón con las formas de las moléculas y jugaron a encajarlas. Y descubrieron cómo se unían. Con esto, construyeron un modelo de doble hélice de ADN, ¡quizá el modelo más famoso de la historia de la ciencia!: una espiral hecha de láminas de metal unidas con tornillos. Invitaron a Wilkins, a Franklin y a todos los demás a verlo. Y cualquiera que supiera del tema se dio cuenta de que habían resuelto el problema. Sin duda, un trabajo de detectives brillante, independientemente de lo que se diga sobre el retrato de Franklin.
El 25 de abril de 1953, la revista *Nature* publicó un artículo de 900 palabras de Watson y Crick titulado "Una estructura para el ADN". En el mismo número, también se publicaron dos artículos de Wilkins y Franklin. Era una época de grandes acontecimientos: Edmund Hillary estaba a punto de escalar el Everest, Isabel II iba a ser coronada reina de Inglaterra... Así que el descubrimiento del secreto de la vida pasó bastante desapercibido. Apenas se mencionó en un periódico, y poco más.
Rosalind Franklin no compartió el premio Nobel. Murió de cáncer de ovario en 1958, cuatro años antes de que se concediera el premio, a la edad de 37 años. Es casi seguro que el cáncer fue causado por su exposición a los rayos X en el trabajo, algo que podría haberse evitado. En una biografía de Franklin publicada en 2002, Brenda Maddox dice que Franklin rara vez usaba ropa de protección y que a menudo se acercaba a los rayos X sin cuidado. Oswald Avery tampoco recibió el premio Nobel, y en gran medida fue olvidado. Al menos, murió satisfecho de ver que su descubrimiento se confirmaba. Murió en 1955.
El descubrimiento de Watson y Crick no se confirmó del todo hasta los años 80. Como dijo Crick en uno de sus libros: "Nuestro modelo de ADN tardó 25 años en pasar de ser considerado plausible a muy plausible... y finalmente a ser totalmente correcto".
Aun así, el conocimiento de la estructura del ADN aceleró los avances en genética. En 1968, la revista *Science* se atrevió a publicar un artículo titulado "La biología es biología molecular", que consideraba que el estudio de la genética estaba llegando a su fin.
En realidad, ¡era solo el principio! Incluso hoy en día, hay muchos misterios sobre el ADN. Por ejemplo, ¿por qué tanta parte del ADN parece no hacer nada? El 97% de tu ADN está formado por una gran cantidad de "basura" o, como dicen los bioquímicos, ADN no codificante. Solo algunas partes parecen tener una función de control u organización. Son genes peculiares y difíciles de entender.
Los genes son, ni más ni menos, instrucciones para fabricar proteínas. Y hacen su trabajo muy bien. En este sentido, son como las teclas de un piano. Cada tecla solo puede tocar una nota, y nada más. Es algo un poco monótono. Pero si juntas todos los genes, como si juntaras todas las teclas, puedes tocar una gran sinfonía de vida. Eso es el genoma humano.
El genoma es, dicho de forma sencilla, un manual de instrucciones del cuerpo. Los cromosomas serían los capítulos de un libro, y los genes las instrucciones individuales para fabricar proteínas. Las palabras de esas instrucciones se llaman codones, y las letras de cada palabra se llaman bases. Las bases, las letras del alfabeto genético, están formadas por los cuatro nucleótidos que hemos mencionado antes: adenina, guanina, citosina y timina. A pesar de su importancia, no son sustancias raras. La guanina, por ejemplo, se llama así porque se encuentra en grandes cantidades en el guano de las aves.
Como todos sabemos, la molécula de ADN tiene forma de escalera en espiral, o de escalera de cuerda retorcida: la famosa doble hélice. Los lados de la escalera están formados por un azúcar llamado desoxirribosa. Toda la doble hélice es un ácido nucleico. De ahí el nombre de ácido desoxirribonucleico. Los peldaños, o escalones, están formados por dos bases unidas a través del espacio. Y solo se emparejan de dos formas: la adenina siempre se une a la timina, y la guanina siempre se une a la citosina. El orden en que se colocan estas letras al subir y bajar por la escalera forma el código del ADN. Registrar ese código ha sido el trabajo del "Proyecto Genoma Humano".
Y la genialidad del ADN reside en cómo se copia. Cuando hay que crear una nueva molécula de ADN, las dos hebras se separan por el centro, como la cremallera de una chaqueta. Cada mitad de la hebra se separa y forma una nueva combinación. Como cada nucleótido de una hebra coincide con otro específico, cada hebra se convierte en un modelo para crear una nueva hebra que coincida con ella. Si solo tuvieras la mitad de tu ADN, con las combinaciones necesarias podrías reconstruir la otra mitad. Si el primer peldaño de una hebra está formado por guanina, sabes que el primer peldaño de la otra hebra es citosina. Si recorres todos los peldaños, obtendrás el código de una nueva molécula. Eso es lo que ocurre en la naturaleza, pero a una velocidad asombrosa. ¡En solo unos segundos!
En la mayoría de los casos, nuestro ADN se copia con gran precisión. Pero, en ocasiones, una letra (una base) se coloca en el lugar equivocado. Esto se conoce como polimorfismo de un solo nucleótido, o SNP, o "Snip", como dicen los bioquímicos. Normalmente, estos "Snips" se ocultan en las hebras de ADN no codificante y no tienen un efecto significativo en el cuerpo. Pero a veces sí lo tienen. Pueden hacerte propenso a una enfermedad, pero también pueden tener algún pequeño efecto beneficioso, como una piel más protectora o aumentar los glóbulos rojos en personas que viven en altitudes elevadas. Estos cambios sutiles se acumulan y afectan a las diferencias entre personas y entre razas.
En la copia del ADN, debe existir un equilibrio entre precisión y variabilidad. Demasiada variabilidad haría que los organismos dejaran de funcionar, pero demasiada estabilidad reduciría su capacidad de adaptación. Un equilibrio similar debe existir entre la estabilidad y la innovación de un organismo. Para alguien que vive en un lugar de gran altitud, aumentar los glóbulos rojos puede facilitarle la actividad y la respiración, ya que un mayor número de glóbulos rojos puede transportar más oxígeno. Pero el aumento de glóbulos rojos también aumenta la concentración de la sangre. Como dice el antropólogo Charles Witz, demasiados glóbulos rojos hacen que la sangre se parezca "al petróleo". Esto supone una pesada carga para el corazón. Por lo tanto, las personas que viven en zonas de gran altitud, además de aumentar su capacidad pulmonar, también aumentan la probabilidad de padecer enfermedades cardiacas. La teoría de la selección natural de Darwin nos protege de esta forma, lo que también ayuda a entender por qué somos tan parecidos. La evolución no te hace demasiado diferente, de ninguna manera te convertirás en una nueva especie.
El 0,1% de diferencia genética entre tú y yo está determinado por nuestros "Snips". Si se compara tu ADN con el de una tercera persona, también coincidirá en un 99,9%, pero sus "Snips" estarán en gran medida en lugares diferentes. Si se compara con más personas, sus "Snips" estarán en más lugares diferentes. Para cada una de tus 3.200 millones de bases, habrá alguien o un grupo de personas en algún lugar de la Tierra cuyo código en ese lugar sea diferente. Por lo tanto, no solo es erróneo hablar de "ese" genoma humano, sino que, en cierto sentido, ni siquiera tenemos "un" genoma humano. Tenemos 6.000 millones de genomas, aunque el 99,9% de todos ellos sean iguales. Pero, como señala David Cox, "se podría decir que nadie tiene nada en común".
Pero todavía tenemos que explicar por qué la mayor parte del ADN no tiene ningún propósito aparente. La respuesta puede parecer decepcionante a primera vista, pero el propósito de la vida parece ser que el ADN perdure para siempre. El 97% de nuestro ADN se conoce comúnmente como "basura", y está formado en gran parte por bloques de letras que, en palabras de Matt Ridley, "existen por una razón muy sencilla y clara, y es que son buenos para copiarse a sí mismos". (El ADN "basura" sí tiene una utilidad. Una parte de él sirve para la identificación por ADN. Su uso fue descubierto por casualidad por el científico Alec Jeffreys de la Universidad de Leicester en Inglaterra. En 1986, Jeffreys estaba estudiando los marcadores genéticos en una cadena de genes relacionados con una enfermedad hereditaria, cuando de repente un policía fue a buscarlo para preguntarle si podía averiguar si un sospechoso había matado a dos personas. Se dio cuenta de que su técnica podía utilizarse muy bien para resolver crímenes, lo que pronto se verificó. Un joven panadero con un nombre muy raro, Colin Pitchfork, fue declarado culpable de ser el verdadero asesino y condenado a cadena perpetua). En otras palabras, la mayor parte de tu ADN no te sirve a ti, sino que se sirve a sí mismo: tú eres la máquina que le sirve, no al revés. Recuerda que la vida solo quiere vivir, y simplemente en el ADN.
Incluso si el ADN contiene instrucciones para crear genes, lo que los científicos llaman codificación de genes, el propósito no es necesariamente mantener el organismo funcionando correctamente. En nuestro cuerpo existe uno de los genes más comunes -una proteína llamada transcriptasa inversa- que, según se sabe, no tiene ningún efecto beneficioso en el cuerpo. Lo que sí hace es permitir que los virus de la transcriptasa inversa, como el VIH, se introduzcan en el sistema humano sin que nos demos cuenta.
En otras palabras, nuestro cuerpo gasta mucha energía en fabricar una proteína que no aporta ningún beneficio, y que a veces puede ser mortal para nosotros. Nuestro cuerpo tiene que hacerlo porque los genes dan la orden. Nosotros somos el lugar donde se desatan sus tropelías. Según sabemos, casi la mitad de los genes humanos -el mayor porcentaje conocido de genes en cualquier organismo- no hacen nada más que copiarse a sí mismos.
En cierto sentido, todos los seres vivos son esclavos de sus genes. Esto explica por qué los salmones, las arañas y muchos otros seres mueren al aparearse. El deseo de reproducirse y transmitir los genes es el impulso más poderoso de la naturaleza. Como dice Sherwin B. Nuland: "Los imperios se derrumban, los egos eclosionan, se escriben grandiosas sinfonías, todo ello impulsado por un instinto que exige satisfacción". Desde un punto de vista evolutivo, el sexo es esencialmente un mecanismo para animarnos a transmitir nuestros genes a la siguiente generación.
Apenas los científicos habían aceptado el asombroso hecho de que la mayor parte de nuestro ADN no hace nada, cuando empezaron a aparecer resultados de investigación aún más inesperados. Primero en Alemania, luego en Suiza, los investigadores realizaron una serie de extraños experimentos con resultados asombrosos. Implantaron genes que controlan el desarrollo de los ojos de los ratones en larvas de moscas de la fruta. Pensaron que producirían algo curioso y extraño, pero el gen del ojo de ratón no solo hizo que a la mosca de la fruta le creciera un ojo de ratón, sino que también le creciera un ojo de mosca de la fruta. Los dos animales tienen ancestros diferentes desde hace 500 millones de años, pero pueden intercambiar genes como hermanas.
Lo mismo ocurre en todas partes. Los investigadores implantan ADN humano en algunas células de las moscas de la fruta, y éstas lo acaban aceptando como si fuera su propio gen. Resulta que más del 60% de los genes humanos son esencialmente iguales a los de las moscas de la fruta. Al menos el 90% de los genes humanos están relacionados con los genes de los ratones en alguna medida. (Incluso tenemos los mismos genes que permiten que crezcan las colas, si se activaran). Los investigadores han descubierto una y otra vez que, independientemente del organismo con el que experimenten -ya sean nematodos o humanos- los genes que estudian son básicamente los mismos. La vida parece estar basada en el mismo plano.
La investigación científica reveló aún más un conjunto de genes de control, cada uno de los cuales controla el desarrollo de una parte del cuerpo. Estos genes se denominan genes homeóticos (la palabra griega "similar"), u homogenes. Los genes homeóticos responden a una pregunta que ha preocupado durante mucho tiempo a la gente: ¿cómo saben miles de millones de células embrionarias que proceden de un único óvulo fecundado y que llevan exactamente el mismo ADN, en qué dirección deben ir y qué deben hacer? Unas se convierten en células hepáticas, otras en neuronas extensibles, otras en burbujas de sangre y otras en puntos de luz en alas palpitantes. Resulta que los genes homeóticos les dan las órdenes. Y dan las órdenes de la misma manera para todos los seres vivos.
Curiosamente, el número de genes y la forma en que se combinan no reflejan necesariamente la complejidad del organismo que lo porta, ni siquiera en general. Nosotros tenemos 46 pares de cromosomas, pero algunos helechos tienen más de 600. El pez pulmonado, uno de los peces menos evolucionados de todos los animales, tiene 40 veces más cromosomas que nosotros. Incluso la salamandra común tiene cinco veces más genes que nosotros.
Evidentemente, la clave no está en la cantidad de genes que tengas, sino en lo que hagas con ellos. El número de genes humanos se ha convertido recientemente en un tema de acalorado debate, lo cual es positivo. Hasta hace poco, muchos creían que los humanos tenían al menos 100.000 genes, quizás más, pero los primeros resultados del Proyecto Genoma Humano redujeron drásticamente la cifra. La investigación ha demostrado que los humanos solo tienen entre 35.000 y 40.000 genes, el mismo número que la hierba. El resultado fue sorprendente y algo decepcionante.
Probablemente te hayas dado cuenta de que los genes se han relacionado muy a menudo con muchas enfermedades humanas. Los científicos eufóricos han declarado una y otra vez que han descubierto los genes que causan la obesidad, la esquizofrenia, la homosexualidad, la conducta delictiva, la violencia, el alcoholismo e incluso el hurto en centros comerciales y la vagancia. El punto álgido (o el punto más bajo) de este determinismo genético fue la publicación de un artículo en la revista *Science* en 1980, en el que se afirmaba con rotundidad que la constitución genética de las mujeres las predestinaba a ser deficientes en matemáticas. De hecho, ahora sabemos que ningún aspecto de ti es tan sencillo.
En un sentido importante, esto es obviamente lamentable, porque si tuvieras genes individuales que determinaran la altura, la diabetes o la propensión a la calvicie, o cualquier otro rasgo obvio, podrías aislarlos y curarlos fácilmente -de todos modos, relativamente fácilmente-. Por desgracia, 35.000 genes que trabajaran de forma independiente no serían suficientes para crear un cuerpo humano satisfactoriamente complejo. Es evidente que los genes deben trabajar en colaboración. Hay algunas dolencias físicas y mentales, como la hemofilia, la enfermedad de Parkinson, la enfermedad de Huntington y la fibrosis quística, que están causadas por genes individuales que no funcionan correctamente, pero, por lo general, se eliminan según las leyes de la selección natural mucho antes de que lleguen a ser lo suficientemente problemáticas para causar problemas permanentes a la especie o a la humanidad. Afortunadamente, nuestro destino, incluso el color de nuestros ojos, está determinado en gran medida no por los genes individuales, sino por el resultado del trabajo conjunto de una gran variedad de ellos. Por lo tanto, no es difícil entender por qué siempre nos resulta tan difícil entender cómo se forman en su conjunto y por qué no podemos criar a los bebés diseñados por nosotros en un futuro próximo.
De hecho, cuanto más sabemos de los resultados de las investigaciones recientes, más cosas desconocemos. Se ha demostrado que incluso las ideas pueden influir en el funcionamiento de los genes. Por ejemplo, la rapidez con la que le crece la barba a un hombre depende, en cierta medida, de lo mucho que piense en cosas relacionadas con el sexo (porque pensar en cosas relacionadas con el sexo produce una gran cantidad de azúcar testosterona). A principios de la década de 1990, los científicos profundizaron aún más en la investigación. Descubrieron que al destruir ciertos genes clave de los ratones en la fase embrionaria, estos ratones nacían no solo sanos, sino a veces incluso más sanos que sus hermanos cuyos genes no habían sido destruidos. El resultado demostró que cuando se destruye algún gen importante, otros genes entran para cubrir el vacío. Esta es una gran noticia para nosotros como seres biológicos, pero no es tan bueno para nuestra comprensión de cómo funcionan las células, ya que añade una capa de complejidad a los problemas que apenas estamos empezando a entender.
En gran medida, es esta complejidad extrema la que hace que el trabajo de descifrar el genoma humano se considere casi de inmediato como algo que solo está empezando. El genoma, como señala Eric Lander del MIT, es como una lista de piezas del cuerpo: nos dice de qué estamos hechos, pero no dice cómo funcionan. Lo que se necesita ahora es un manual de operaciones, instrucciones sobre cómo ponerlo en funcionamiento. Eso todavía está lejos de nuestro alcance.